Si hay una década en la España «moderna» que ha sido mitificada hasta el delirio, ésa, sin duda, es la de los años ochenta. Después de conjurar los fantasmas más temibles del pasado, y tras superar la tentativa de golpe de Estado habida en 1981 —que sirvió para afianzar la monarquía y abandonar toda pretensión republicana—, la nueva situación, perfectamente acordada, permitió liberar energías que pugnaban por realizarse en todos los órdenes de la vida. Uno de esos órdenes o estructuras —el literario— experimentó un desarrollo inusitado. Así, por ejemplo, en las capitales más importantes del Reino, florecieron revistas, tertulias, editoriales y espacios diversos donde la novela, la poesía, el teatro y demás géneros alcanzaron cotas ciertamente admirables. Nunca, antes, se había producido una eclosión semejante.
En Barcelona, por ejemplo, una galería de arte conocida bajo el nombre de Amagatotis, junto a las librerías El Negro, Documenta, Tartessos (solo por citar las más importantes), así como otros espacios (bares, restaurantes...) congregaban lo más granado y prometedor de ese momento. No olvidemos, tampoco, Els Quatre Gats, reputado rincón de muy vieja solera en el que un escritor colombiano, Manuel Giraldo, Magil, tuvo el acierto de organizar durante dos años Los lunes poéticos, un espacio por el que desfilarían los nuevos escritores que, con el tiempo, obtendrían fama y éxito. Enrique Vila-Matas es buen ejemplo de ello. Algo, pues, pugnaba por nacer con decisión, con voluntad de ser y afirmarse frente a cualquier adversidad o fuerza antagónica.
Uno de esos lugares, al que yo solía acudir a diario, concitaba la presencia de numerosos artistas, escritores y libreros: José Martín-Artajo, Abel Paz, Antonio Beneyto, Beatriz Pottecher; pintores de latalla de Armand Cardona i Torrandell; cineastas tan conocidos como José María Nunes; y bibliófilos que, como el anarquista Salvador Gurucharri, desgranaban su memoria del exilio entre lecturas de Joyce o los sonetos de John Donne. En ese lugar, llamado Amagatotis, tertulias formadas por gente más joven sentían la necesidad de dar a la imprenta sus primeros trabajos literarios. Así fue como llegué a conectar con escritores apenas conocidos en ese entonces que, como Concha García, Gustavo Vega, Ignacio Viladevall o Marta Sanisidro, ya habían publicado o pretendían hacerlo con carácter inmediato. A su vez, nuevos artistas plásticos, como Francis Vicenç, iniciaban una carrera que culminaría más tarde con éxitos memorables.
Es en este contexto donde surgió la idea de lanzar una revista, Garimau, que, a pesar de una vida breve, daría expresión a esas y otras ansias que pugnaban por manifestarse en la Barcelona de esos años. Años de efervescencia e ilusión, de trabajo creador y proyectos inaplazables; años, pues, sin excusa posible.
Una de esas empresas, en las que me vi metido no por casualidad, surgió tras la publicación, por parte de Los Libros de la Frontera, de la obra completa de Miguel Labordeta. Miguel — hermano de José Antonio, cantante y también poeta, que llegaría a ser muy conocido en toda España por su papel como diputado en las Cortes y por su programa en Televisión Española (TVE) Un país en la mochila—, quién sabe si cumpliendo una vieja sentencia de la Sabiduría, murió joven. «Murió joven, sí, pero nos dejó una obra de un valor extraordinario», me comentó entonces un joven poeta zaragozano. Al instante recordé que Fernando Pessoa, al citar a Plauto con motivo de la muerte de su entrañable amigo Mário de Sá- Carneiro, nos dejó esta frase inolvidable: «Muere joven aquel a quien los dioses aman.» Lo cual, obviamente, no constituye ningún consuelo. Como no lo era, tampoco, el hecho de que tanta creación andara suelta por bares y tabernas, librerías, galerías de arte y otros lugares de no tan buena nota. Carecíamos, como generación, de un punto de referencia; de un lugar propio que sirviera como sitio donde reflexionar, conectarse, preparar actos culturales y, llegado el caso, asociarse.
Aún no existía, como entidad «con personalidad jurídica propia» la ACEC (Asociación Colegial de Escritores de Cataluña).
Pues bien, fue uno de los libros de Miguel Labordeta, un libro mesiánico y al mismo tiempo cargado de humanística evasión, quien me transmitió la idea. Me refiero a Oficina de horizonte, uno de los títulos que integran los tres tomos publicados por Amelia Romero y José Batlló en la colección de poesía El Bardo.
El significante «oficina» alude a «un local donde se hace, se ordena o trabaja algo», pero también a una «parte o lugar donde se fragua y dispone algo no material» (RAE); «horizonte» constituye, por definición, ese «límite visual de la superficie terrestre donde parecen juntarse el cielo y la tierra». Por otra parte, Gabriel Celaya, en ese poema conocido bajo el título de La poesía es un arma cargada de futuro, asegura que, las del poema... «son palabras que todos repetimos sintiendo / como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. / Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. / Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.» Es decir, que uno de los trabajos del poeta, quizás el más importante, no sea otro que el de establecer un diálogo entre la tierra y el cielo o lo que viene a ser lo mismo: entre la realidad y el deseo.
Un deseo a lo largo de ese tiempo fue el de establecer, en el centro de Barcelona, en un lugar situado entre el principio de las Ramblas y la calle Pelayo, una suerte de oficina poética, un local abierto a todos los poetas del mundo, una casa sin fronteras que diera cobijo, estímulo y proyección a cuanto vate se aproximara a la Ciudad Condal para conectar con el movimiento de vida y poesía que, con entusiasmo, se abría con ansias de comprender y conocer el mundo que nos rodeaba, como si el mismo, dentro de sí, aún guardara una promesa no revelada.
Aquellos fueron tiempos en que aún era posible, a un precio razonable, alquilar o comprar incluso un piso o apartamento que reuniera las características más adecuadas para emprender semejante proyecto. Todavía no se había desatado la fiebre por el dinero que luego, con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos de 1992, se apoderaría de la ciudad cambiando profundamente su piel y transformando su alma desprendida en un odre vacío, donde sólo cuentan el dinero y su reproducción hasta el infinito.
Así pues, el libro de Miguel Labordeta, Oficina de horizonte, daría nombre a ese proyecto. Con el ya citado pintor, Francis Vicenç, puse en marcha un bosquejo: Esa «casa sin fronteras» que es la poesía contaría con una librería, un bar, así como una galería abierta para exposiciones de pintores y poetas visuales que, como el ya citado Gustavo Vega, integraban admirablemente palabra e imagen partiendo de técnicas procedentes del collage. Naturalmente, semejante empresa precisaría de ayuda tanto pública como privada. Y esta, cómo no, fue la roca contra la que se estrellaron nuestros sueños.
A nadie le interesaba entonces invertir en esta iniciativa. Los poderes públicos se excusaban en lo magro y ajustado del presupuesto destinado a «Cultura»; mientras que los inversores privados no entendían muy bien para qué servía ni qué rendimientos podrían derivarse de esa«cosa» llamada poesía. Así que, cansados de explicar esta idea ante funcionarios indiferentes y «mecenas» sordos, decidimos dar por terminada nuestra aventura. Nos limitaríamos, pues, de vez en cuando, a evocar esa idea con la fantasía recurrente de contar con un secretario al que llamaríamos —de acuerdo con el personaje creado por Miguel Labordeta— Nerón Jiménez, asociado en este caso al magnífico actor que fue, en todos cuantos papeles interpretara, Peter Ustinov. Así pues, Francis Vicenç seguiría trabajando incansablemente en su taller de pintura, y un servidor continuaría colaborando con editoriales y publicando en diarios y revistas.
Muchos años después, sin embargo, viajando por tierras de Provenza, oí hablar de una mujer cuya figura ha supuesto un hito en la propagación de la obra de toda clase de poetas. En efecto, Marie Jouannic, ha sido, en la ciudad de Aviñón, impulsora y alma mater de La Maison de la Poésie, un espacio similar al que habíamos imaginado en Barcelona y por el cual, entre otros, han desfilado Aimé Césaire, Jean-Pierre Siméon, Jacques Rebotier, Danièle Léon, Gabrielle Althen, Hamid Tibouchi y Véronike Kanor. Figuras importantes que han dejado su impronta en el fecundo territorio de la poesía francesa. No se limita, sin embargo, esta institución a propagar la poesía escrita por los mejores creadores que ha dado la vecina nación francesa. Fiel al sentido más profundo de la poiesis griega, La Maison de la Poésie impulsa toda producción artística sin importar la forma que esta adopte: música, canción, danza, teatro, artes plásticas, literatura... Cuenta, además, como infraestructura básica, con dos salas de exposiciones, un salón de lectura destinado a celebrar toda clase de encuentros, una sala con capacidad para 49 espectadores donde presentar espectáculos de pequeño formato y un bar en el que desarrollar espacios de convivencia y apreciar momentos de intercambio. Por supuesto, no ha sido nada fácil sostener un empeño como este y Marie Jouannic podría contarnos las muchas dificultades que ha tenido que sortear para mantener a flote esta Maison que primero dio en llamarse La Poésie dans un Jardin y, más tarde, Centre Européen de la Poésie. Comenzada en 1986, esta empresa sigue siendo uno de los ejes de la vida cultural de Aviñón, y, asimismo, referente obligado en toda Francia. También constituye un lugar al que poetas y creadores de los cinco continentes han sido invitados, haciendo de esta particular Maison una casa donde cualquier artista puede expresarse con total y absoluta libertad.
Para los españoles que soñábamos con un sitio así, la iniciativa que alentara Marie Jouannic supone, a la par que un estímulo, un alivio. Un estímulo o acicate en la medida en que una iniciativa de estas características, hoy, resulta reproducible en suelo hispano; y un alivio porque, si bien ha pasado el tiempo y ya nada es o podrá ser como lo habíamos perfilado, compensa saber —en un plano psicológico— que alguien pudo lograrlo en circunstancias quizá no tan difíciles como las nuestras, pero seguramente no más fáciles.
«Tal vez España tenga un problema de autoestima, pero seguro que no ha caído en la autoflagelación.» Es lo que nos dice Pierre Assouline en su último libro, Retour à Séfarad. Estoy de acuerdo con él. España atraviesa un momento difícil. Tensiones de todo tipo, y particularmente de carácter nacionalista, se abaten sobre la Península Ibérica, prefigurando escenarios de enfrentamiento que, como ya es costumbre a lo largo de nuestra historia, no traerán nada bueno. El pasado pesa demasiado y el genio de la cultura, prisionero en la botella del prejuicio y del miedo al cambio, no puede formular aquello que desear quisiera como proyecto de futuro y esperanza genuina para todos. A los políticos, pero también a reputados intelectuales, les falta imaginación y lecturas. Más lecturas de poesía.
Porque la poesía es, en efecto, un arma que derriba muros de incomprensión y hastío con el preciso objeto de ofrecernos un horizonte de harmonía y belleza. Fue una recomendación que ya nos hizo Octavio Paz en una de sus visitas a España. Sus palabras fueron aplaudidas, pero no escuchadas. Si frecuentaran la magia del poema nuestros tartufos comprenderían mejor el tejido, tan complejo como vasto, de la naturaleza humana. Aprenderían a modular sus palabras y atenerse a las consecuencias de sus actos. Porque los actos habrán de responder al compromiso de la palabra dada. Y ya no sabemos qué es peor: si la corrupción de la palabra que se prostituye a no importa qué precio, o el acto torticero que le da forma. Es cuestión de meditar con calma. Pero a muchos compatriotas, todavía hoy, la cabeza solo les sirve para embestir, que no para pensar.
Sin embargo, y de ello estoy convencido, hallaremos la fuerza necesaria para dar el salto. El salto que nos libre de nuestros peores demonios y haga de las fronteras, de todas ellas, un limes donde, en lugar del rechazo y del odio, solo crezca el trigo, y ese fruto, como un símbolo, alcance a todos. Es voto que formulo al calor de la poesía y al amparo de la luz de Francia, que, desde 1789, sigue alumbrando el camino que aún queda por recorrer en busca del eslabón perdido que prosiga y asegure la cadena de la vida.