He querido venir hasta acá, a mis 91 años, porque al igual que todos ustedes, vivo angustiado por el destino del mundo.
Así inició Don Ernesto Sábato, su discurso inaugural de la Conferencia «Paz en la Paz», en San Juan de Puerto Rico, el jueves 14 de agosto del 2002, hace ya 17 años. Fue la primera y única vez que lo conocí, en esos dos días que estuvo con nosotros. Viajó desde Buenos Aires, invitado por los organizadores de la Conferencia, el Senado de Puerto Rico y la Fundación Arias. La convocatoria, hecha a raíz del cambio del milenio, fue extendida globalmente, a personas de todos los caminos de la vida: actores, cantantes, científicos, políticos, militares, escritores, periodistas, místicos, líderes corporativos y premios Nobel de la Paz, una amplia gama de trayectorias de vida de alrededor del planeta. El tema: explorar cómo vivir en paz en épocas de paz y vislumbrar estrategias para una nueva humanidad en el milenio por venir. Repensar el mundo.
Me tocó ser parte del comité organizador de la conferencia, y por ende atender a Don Ernesto durante su breve estadía. Y de ahí nace este breve recuento.
Hace tres días, un amigo me compartió un artículo publicado en la contratapa del diario Página 12 de Argentina, cuyo titular, La Rebelión Humana, provocó la parte reflexiva de esta nota y el recordar a Don Ernesto.
Vivimos hoy unos tiempos muy intensos, al igual que durante el despunte inicial del milenio. Aunque si uno analiza la historia, desde el punto de vista de los habitantes que la vivieron en cada momento, todos los tiempos han sido intensos.
¿Qué nos hace pensar que la coyuntura actual sea tan particularmente crítica? Que estamos atiborrados de gente, que estamos conectados como nunca, que presionamos los sistemas de apoyo necesarios para la vida de manera sin precedentes, que no tenemos barcos para escaparnos e invadir otro mundo-continente. Que parecería ser que cuando se requiere de una máxima colaboración de esfuerzos de la gente del planeta, ocurre por el contrario la fragmentación política y la crisis del multilateralismo, y el concierto de naciones que apenas despertaba, comienza a fragmentarse, en un creciente nacionalismo aislacionista, en un «sálvese quien pueda».
La rebelión humana es como el amor: siempre lo creemos imposible, pero es inevitable.
Así inició Eduardo Febbro su artículo en Página 12, al describir los movimientos de protesta que simultáneamente y por varias razones de reclamo de justicia, ocurrieron en varios centros urbanos del planeta a fines de octubre de 2019. Estamos viendo, continuaba Febbro, la convergencia de pueblos distantes que acuden a reactivar la vigencia de la igualdad, la justicia social, la democracia o la protección del planeta...
Mi mente volvió al 14 de agosto del 2002, cuando fui a la habitación del hotel a buscar a Don Ernesto para acompañarlo al salón de la conferencia y llevarlo hasta el podio. Habría como unas 800 personas en la audiencia. Don Ernesto estaba muy frágil y se apoyaba en mi brazo cuando entramos al salón. La gente se puso de pie y le dieron una ovación extensa de bienvenida. «¿Qué pasa?», me preguntó y vi sus años, y vi su profundidad. «Lo reconocen, Don Ernesto», le contesté, «saben quién es usted y lo aprecian». Y me miró en silencio y bajó los ojos y seguimos camino hacia el estrado.
En su alocución, con voz pausada y emocionada, invitó a todos a una reflexión profunda sobre el momento que el mundo vivía en ese entonces, manteniendo siempre una esperanza subyacente
en medio del miedo, y la depresión que prevalece (...) irán surgiendo (...) imperceptiblemente atisbos de otra manera de vivir que busque (...) la recuperación de una humanidad que se siente a sí misma desfallecer. [La esperanza] ... de que el hombre, a la vera de un gran salto, vuelva a encarnar (...) los valores trascendentales (...), los valores del espíritu... [y el] deseo de convertir la vida en un terruño humano.
Y concluyó:
Cuando nos hagamos responsables del dolor del otro, nuestro compromiso nos dará un sentido que nos colocará por encima de la fatalidad de la historia.
Una audiencia plenamente conmovida ovacionó a Don Ernesto durante quince minutos. Él estaba exhausto y muy emocionado. Lo ayudé a descender del estrado y me pidió sentarse en una de las sillas en las mesas próximas al mismo para descansar. Estando allí se le acercó una de las jóvenes edecanes, estudiantes de escuelas secundarias públicas, que habían sido seleccionadas como voluntarias para la ocasión. Traía en su mano una muy usada copia de El Túnel y le dijo: «Don Ernesto, ¿me puede firmar su libro? Él accedió con gran cariño y la niña al leer su dedicatoria le dijo, «Don Ernesto ¿le puedo dar un abrazo?». «Por supuesto, mi niña», le dijo él muy emocionado. Ella lo abrazó tiernamente y le dijo (y yo nunca lo olvidaré): «Don Ernesto, no se preocupe, que nosotros vamos a salvar el mundo». Y seis ojos se llenaron de lágrimas.
Volviendo ahora a la reflexión motivada por el artículo de Página 12, hace algún tiempo había leído las palabras de una mujer activista social de la India, Vimala Takar, que afirmaba, al igual que Don Ernesto, la necesidad de profundizar en la conciencia humana e ir más allá de procesos político-organizativos, para lograr una verdadera revolución que llevase a una nueva humanidad.
Decía Vimala que ya no podíamos escapar, el hecho que la ciencia y la tecnología han confirmado, que estamos todos interconectados de una manera holística. De que las divisiones entre la gente y las naciones son producto de la ignorancia de esta continuidad y que la fragmentación es la causa fundamental de los conflictos. Decía que es preciso una deconstrucción de esta percepción fragmentada, si queremos lograr una verdadera transformación social. Citando sus palabras:
Nuestras vidas serían verdaderamente agraciadas el día que la miseria del otro se sienta como la miseria de todos (...) la fuerza del amor es la fuerza de la revolución total, es la fuerza aun no totalmente liberada, desconocida e inexplorada que constituye la dinámica para un verdadero cambio.
La compasión, apuntaba Vimala, no se deriva de una convicción intelectual, ni de una reacción emocional, simplemente está ahí cuando la unidad de la vida es un hecho que se vive.
En el pasado milenio, Meher Baba, un maestro espiritual de la India, había escribió durante aquellas épocas difíciles de la segunda guerra mundial:
Percibir el valor espiritual de la unicidad es promover la verdadera unidad y cooperación. La nueva vida ha de estar basada en esta espiritualidad (...) no es algo que pertenece a una utopía, sino que es completamente pragmático.
La evolución de la conciencia y sensibilidad humana va desde un egoísmo instintivo y craso de supervivencia, hasta el sacrificio por los otros que vemos en los momentos de amor más sublimes. Parecería ser que, al saturar la presión sobre los recursos del planeta, y mantener una comunicación instantánea gracias a la tecnología y la sobrepoblación vivimos en el umbral de una nueva coyuntura; o incorporamos plenamente a nuestra ética el conocimiento de unidad y continuidad de la vida, y desarrollamos una nueva humanidad basada en esta fuerza llamada amor, unidad, el continuo de la vida, o nos hundimos en el sálvese quien pueda. Esta es la disyuntiva.
Esa tarde, después de su discurso Don Ernesto me pidió si lo podía llevar a un centro comercial, pues quería llevar un regalo a una sobrina que estaba enferma. Y fuimos con Elvirita, quien lo acompañaba entonces, a Plaza las Américas el centro comercial, allí mientras ella compraba el regalo, me senté con Don Ernesto a conversar y le conté que mi hermana había leído su libro Al Final y que ella me había dicho que, en el segundo capítulo, parece que él había tenido una visión de lo que pasó con las torres gemelas en Nueva York.
Estas líneas escribió Don Ernesto en Al Final (publicado en 1988).
Hoy intenté descansar al menos hasta las cinco, pero sobrevino una especie de visión (...) algo dislocado (...), y así pasé un rato largo debatiéndome entre la realidad y el delirio. Algo turbio, relacionado con la realidad que estamos viviendo, desde el inconsciente, como un murmullo, me recordaba lo que estoy pintando en estos últimos años: (...) torres que se desploman, pájaros en cielos incendiados. No sé lo que significan, quizás advertencias.
Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordarle yo estas líneas, y me dijo «ahora me acuerdo, sí, ahora me doy cuenta. Matilde [su esposa] me lo decía, que eran cosas del futuro».
Pensé después, parece que Don Ernesto, tenía la capacidad de la premonición, que quizás permitía no sólo ver advertencias, sino también esperanzas, y por eso su voz temblorosa, en aquella mañana de hace 17 años, en la conferencia resuena hoy en mi mente y proyecta una esperanza. Y pienso que está basada en una visión.
Muchos hombres y mujeres que, anónimamente, sostienen la condición humana en medio de la mayor precariedad unidos en la entrega a los demás y en el deseo absoluto de un mundo más humano, han comenzado a generar un cambio, arriesgándose en experiencias hondas como son el amor y la solidaridad. Y la tierra, así, va quedando preñada de su empeño.
Y parafraseando el artículo de Febbro, no son ni Che Guevaras, ni Gandhis, ni Hồ Chi Minhs. Son gente común, que exponen su libertad y su integridad física, para salvar el mundo.
Será esta visión de unicidad, la nueva espiritualidad que nos salvará de nosotros mismos, en estos tiempos, donde las amenazas que se ciernen sobre nosotros nos dejan como única salida la colaboración, la compasión y una percepción unitaria de la vida, en donde la compasión hacia el otro no nace del deber, sino del preclaro entendimiento de que estamos todos en el mismo barco. Que, como dijo Desmond Tutu, «un día de estos nos vamos a dar cuenta de que todos somos familia».
Y que el planeta es nuestro terruño.