La cuestión del poder es ciertamente la cuestión más importante de toda revolución. ¿Qué clase ejerce el poder? Ese es el fondo del problema.
(V.I. Lenin)
Protestas: admirable reacción del pueblo de Chile. Represión: infame respuesta de la clase política. Un clásico. Cuando los poderosos tienen miedo, echan mano a las armas. A los sicarios. A los pistoleros a sueldo, con y sin uniforme. Étienne de la Boétie decía, allá por el año 1547, que la soldadesca, la tropa, los esbirros que protegen a los tiranos, provienen del mismo pueblo que asesinan. Lucidez en el siglo XVI.
Un cartel orgullosamente levantado por un joven manifestante reza: Nos quitaron todo… Hasta el miedo. Ahí está el problema. Desde la noche de los tiempos, la tiranía prefiere ser temida a ser respetada. Perdido el miedo, el poder tambalea. ¿En qué se apoya Sebastián Piñera? Ricardo Lagos diría, tan caradura como siempre, «en las instituciones que funcionan».
Hoy por hoy, las únicas que funcionan son las instituciones represivas. Con entusiasmo en el caso de Carabineros, renuentemente en el caso de los militares. Pero funcionan. ¿El Congreso? Una payasada. ¿Los ministros? Caricaturales. ¿El presidente de la República? Tiene miedo y no sabe lo que dice. ¿Los poderes intermedios? Nunca tuvieron ni arte ni parte en la repartija.
Piñera elogiaba «el oasis chileno», remanso de paz en América Latina, hace solo 10 días. Los dioses ciegan a quien quieren perder. Piñera es ciego, sordo y mudo. A tal punto que, sorprendido por las masivas manifestaciones de protesta, –como un Pinochet cualquiera–, comienza por declarar «la guerra». Alguien le sopló la reflexión de Maquiavelo, es más seguro ser temido que ser amado. Pero, como queda dicho, los manifestantes perdieron el miedo.
A estas alturas conviene precisar que este mequetrefe no es tema. La cuestión de fondo es el sistema, lo que dieron en llamar el modelo. Modelo que se declina en los ámbitos institucional, jurídico, económico, financiero, político, cultural, periodístico, educativo, sanitario, represivo y de saqueo sistemático de las riquezas de todos (previsión, cobre, litio, mar, etc.).
Si las gigantescas manifestaciones no logran abatir, definitivamente, el sistema, no habrán logrado nada. El paquete de regalos ofrecido por el Gobierno –precediendo en dos meses la Navidad– es una listilla de compras para ir a la feria. Un platito de lentejas para aplacar la fiera, antes de darle de latigazos de nuevo, con bríos renovados.
El gobierno se reúne con los presidentes de partidos políticos cuyos únicos elementos comunes tienen que ver con sus deseos de salvaguardar la teta que los alimenta, y la ausencia de apoyo popular de la que padecen. Tan asustados como Piñera, pero acostumbrados a los usos del libre mercado en política, van a sugerir dos o tres analgésicos y algo de apoyo (?) a cambio de alguna ventaja.
Entretanto… ¿en qué se apoya el Gobierno? Si, –y este es un gran si–, las FFAA recordaran un instante que declararle la guerra a su propio pueblo no es ni fue nunca su función… ¿en qué se apoya Sebastián, el capitán Araya?
Piñera es tan limitado que no se da cuenta que, a partir del momento en que todo el poder reposa en las armas… no hay ninguna razón para que las armas no tomen el poder.
Lo que recuerda la reflexión de Vladimir Ilich Lenin:
La cuestión del poder es ciertamente la cuestión más importante de toda revolución. ¿Qué clase ejerce el poder? Ese es el fondo del problema.
¿Para qué tomar el poder? Para acabar con el modelo. Para restituirle el poder al pueblo que es su única fuente legítima. Para refundar la República sobre bases realmente democráticas.
Algunas almas bienintencionadas buscan nombres para sustituir a Piñera, olvidando que el poder aún no cae en manos del pueblo que lo genera y lo legitima. El poder –o al menos sus símbolos– sigue estando secuestrado por los genitores del golpe de Estado de 1973 y por los herederos de la dictadura: la clase política parasitaria.
La cuestión del poder, de sus símbolos y de su legitimidad, es vital. Milenios antes de Maquiavelo, el brahmán Kautilya, en su Arthashastra (siglo IV AnE), precisaba que el orden y el progreso dependen del danda o castigo: lo que trata del danda es la ley de la punición o ciencia del gobierno. El castigo, o punición, es administrado por el mandamás. Por consiguiente, «quienquiera desea el progreso del mundo debe mantener en alto el símbolo del poder (udyatadanda). No puede haber mejor instrumento que ese símbolo para mantener al pueblo bajo control».
La única forma de escapar a ese triste destino es derribar el poder ilegítimo. Se trata, desde luego, de una medida radical. Que va a las raíces. Del mismo tipo de lo que prescribe un oncólogo cuando descubre un tumor: hay que sacarlo. Ponerle parches curita, o emplastos de mostaza, no ayuda.
A mi modesto modo de ver, ese es el camino. Conozco las objeciones. Las mismas que nos tienen donde estamos desde hace 46 años.
La alternativa es aceptar las dádivas que, aconsejado por más astutos que él, Piñera ha ofrecido al tiempo que pide perdón para seguir pecando. Dos o tres avemarías, y cuatro chauchas. Cuatro chauchas que por lo demás serán financiadas y pagadas por el mismo pueblo que las recibe. Los poderosos aun no pagan impuestos, y no los pagarán.
En el siglo XVI –decididamente no hemos inventado nada– Étienne de la Boétie, un joven de apenas 17 años, ya lo tenía claro cuando escribió:
Los tiranos eran generosos con un cuarto de trigo, con una medida de vino, con los sestercios, y era terrible escuchar luego los gritos de: «¡Viva el rey!». Esos imbéciles no se daban cuenta de que con aquella falsa generosidad no hacían más que recobrar una mínima parte de lo suyo y que el tirano no se la hubiera podido dar si antes no se la hubiese arrebatado.