La riqueza más segura consiste en la multitud de pobres laboriosos... Para que la sociedad sea feliz y el pueblo esté contento incluso de su penosa suerte, es necesario que la gran mayoría permanezca tan ignorante como pobre. Los conocimientos desarrollan y multiplican nuestros deseos, y mientras menos desea un hombre, más fáciles de satisfacer son sus deseos.
(Bernard de Mandeville. The Fable of the Bees, 5ª ed. 1728. Citado por Karl Marx. El Capital)
Nuestro amigo Roberto Pizarro acaba de publicar en América-economía una muy interesante nota cuyo título nos interpela: Chile: otra vez el desarrollo frustrado.
Pizarro es un economista digno de crédito. Cuando sostiene que en nuestra corta historia se dieron algunos periodos de crecimiento algo más coherentes que el desorden reinante, lo hace escarbando con cuidado en el pasado, buscando autorizadas referencias.
Cuando afirma que la responsabilidad de la triste frustración de un desarrollo económico sustentable, –cuyos frutos hubiesen podido beneficiar a la inmensa mayoría de población–, recae en la ausencia de «una política industrial», Pizarro apunta con justeza a la incuria, la irresponsabilidad, la incompetencia y la sumisión a intereses foráneos de los sectores sociales que han conducido los destinos del país durante décadas.
Pizarro sabe, porque participó en ello, que en los años 1960 y siguientes la simple definición de lo que es el “desarrollo” fue objeto de encendidos debates en América Latina y el mundo. Quienes sostenían –y sostienen aún– que el «desarrollo» se resume al crecimiento de algunas cifras y de ciertos índices, o aún peor, al crecimiento a secas, han dominado la «ciencia» económica formando parte de los areópagos que difunden el dogma de Washington a Buenos Aires y de Chicago a Santiago, y están presentes en todos los centros del pensamiento oficial y autorizado.
Todo lo cual plantea una cuestión ausente de la nota de Pizarro, ausencia que se explica por la necesaria brevedad de las notas periodísticas que hace imposible un análisis exhaustivo de cada tema.
Esa cuestión es la de la división internacional de trabajo o, si se prefiere, la del dominio sin contrapeso ejercido por los sucesivos imperios que se repartieron el mundo, o aun, la de la colonización de las economías del Tercer Mundo, simples apéndices de las estrategias económicas de las metrópolis.
En una monografía que escribí en la segunda mitad del año 1981, América Latina: transferencias de tecnología y desarrollo, subrayé las constataciones a las que habían llegado todos los economistas que se ocuparon seriamente del tema, incluyendo las muy inútiles organizaciones internacionales como el Banco Mundial, el FMI y la OCDE: solo se transfieren tecnologías obsoletas y siempre en el interés y en provecho de quien las transfiere. Mejor aún, las tecnologías tienen esa maravillosa propiedad que hace que quien las «cede» –cualquiera sea el precio– sigue siendo su propietario y sigue gozando de todos los derechos de esa propiedad.
De ese modo fueron transferidas al Tercer Mundo las manufacturas más contaminantes, así como las tareas productivas más embrutecedoras, logrando con ello mantener en un nivel muy bajo la formación profesional de la inmensa mayoría de los trabajadores asalariados y el de sus respectivos salarios.
¿Desarrollo? Pizarro hace referencia a la baja productividad de los trabajadores chilenos y la insuficiente formación profesional que prevalece en el país: la explicación es tan sencilla que ningún economista neoliberal podría entenderla. El papel que los imperios le asignan al Tercer Mundo en la división internacional del trabajo no requiere una alta calificación, ni siquiera –y sobre todo– en los empresarios.
El crecimiento basado en el llamado modelo extractivista y el recurso a las exportaciones masivas de materias primas y productos básicos no se diferencia mucho de lo que precede.
Acelerar la depredación de las riquezas básicas y la destrucción del medio ambiente, dejando atrás –a cargo de los pueblos– las benditas externalidades negativas, no puede ser asimilado a la noción de desarrollo. Tanto más cuanto que el instrumento para medir el crecimiento que asimilan al desarrollo (el PIB), no sirve para eso según advirtió en su día su propio creador, Simon Kuznets, economista ruso avecindado en los EEUU.
En el prólogo al texto ya citado más arriba, escrito para la edición del año 2001, yo escribía:
Por todo lo que se agitan con el «modelo exportador» los «empresarios moscas» de América Latina y unos cuantos gobernantes que olvidaron su pasado progresista, en el año 2000 la región representaba sólo 5,5% de las exportaciones mundiales comparado con un 10,6% en 1948.
La participación de América Latina en los intercambios económicos planetarios se reduce. Vaya crecimiento… Por otra parte, profundas mutaciones tecnológicas anuncian una sociedad posindustrial, relativizando el interés que supusieron antaño las manufacturas y los grandes conglomerados industriales.
En el ámbito de las nuevas tecnologías, no solo Chile sino América Latina en su conjunto están completamente ausentes en la investigación y desarrollo (I+D) de productos innovadores, así como de su producción.
América Latina continúa exportando sobre todo materias primas y productos básicos: 85% del total de exportaciones en el año 2000, -el mismo porcentaje que en los años 1980-, situación que, como destaca Pizarro, no ha cambiado significativamente al día de hoy.
Entre los 30 primeros exportadores de productos de fuerte contenido tecnológico del mundo a principios de siglo, de América del Sur sólo figura Brasil con 4.000 millones de dólares sobre un total de 1,087 billones, o sea un ridículo 0,00367 del total.
Si sumamos las exportaciones tecnológicas de México (con inversión fuertemente dominada por los USA en el seno de la ALENA) las exportaciones tecnológicas «latinoamericanas» sumaban 42.000 millones de dólares, o sea, sólo 3,86% del total (PNUD. Rapport mondial sur le développement humain, 2001).
La conclusión me parecía extremadamente clara: la inversión extranjera y las políticas neoliberales fueron definidas, adoptadas e implementadas desde el extranjero, en el marco de la protección de intereses foráneos.
Un rápido examen de la situación de América Latina en la hora actual, y el análisis de las cifras disponibles, nos muestran que ambas han contribuido más bien a perpetuar y a agudizar los viejos problemas: subdesarrollo, miseria, dependencia, endeudamiento, retrógrada e injusta distribución del ingreso, deformación de las economías locales, déficit de educación y de formación profesional, salud pública a niveles indignos, etc.
Por otra parte no quiero pasar por alto un elemento que me parece importante: la cuestión del valor añadido.
Un cuidadoso análisis de la contabilidad y de los Balances (Annual Report) de las principales compañías mineras presentes en Chile muestra que el trabajador minero más modesto genera más valor añadido que un ingeniero o que un cirujano. Es poco probable que el procesamiento de los minerales en Chile –por deseable que sea y desde luego lo es– pueda generar una masa de valor añadido similar a la de la extracción del mineral.
Paul Krugman, en su libro La mundialización no es la culpable, muestra que diferentes sectores productivos, a priori sin ninguna sofisticación particular, ostentan los valores añadidos más altos de la industria.
Si hago el alcance, es porque países del llamado Primer Mundo tienen una estructura productiva en la que el aporte de los sectores primario, secundario y terciario son similares a los del Tercer Mundo, y en los que las materias primas juegan un papel no despreciable.
Es el caso Noruega, país en el que la distribución del PIB por sector de la economía es el siguiente:
• sector primario: 3%
• sector secundario: 32% (14% para los hidrocarburos)
• sector terciario: 65%
Chile ostenta una distribución muy similar:
• sector primario: 4%
• sector secundario: 31%, (14% para la minería)
• sector terciario: 65%
Desde el año 1986 los noruegos trabajan 7:30 horas cinco días a la semana, lo que da una semana laboral de 37 horas y media. La Confederación de sindicatos (LO) busca lograr la jornada laboral de seis horas (30 horas semanales) en el año 2020… o sea el año próximo. Curiosamente, Noruega no se ha hundido…
El caso de Noruega prueba al menos que disponer de riquezas básicas no es necesariamente una «maldición». La maldición de sus riquezas básicas es la explicación que suelen entregar los economistas para el subdesarrollo de países ricos en materias primas.
¿Y si la explicación residiese más bien en el grado de autonomía o de independencia de cada país con relación a los imperios que dominan el mundo? Dicho de otro modo, en su capacidad a definir políticas económicas que beneficien a su propia población, no a los capitales foráneos.
¿Y si la explicación del nivel de vida de Noruega, país clasificado en el primer lugar del mundo en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, tuviese que ver con la justa distribución de la riqueza y con el alto nivel de educación y formación profesional de los noruegos?
El índice de Gini establece la justicia relativa de la distribución del ingreso en cada país. El índice de Gini de Noruega es de 27,5, uno de los mejores de la OCDE, mientras el mismo índice en Chile es de 46,6, uno de los peores del continente americano. ¿Y si el desarrollo tuviese que ver con la justa distribución del ingreso?
Eso pensaba David Ricardo, uno de los fundadores de la economía clásica, cuando en el año 1820 le escribió a Thomas Malthus, uno de sus pares:
La economía política es, en su opinión, una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza. Yo estimo por el contrario que ella debe ser definida como una investigación sobre su distribución… Cada día me convenzo más de que el primer estudio es vano, y que el segundo constituye el verdadero objeto de la ciencia.
Volviendo al tema de la dependencia, colonización y sumisión de las «elites» gobernantes, y por vía de consecuencia de las economías que dirigen, me parece útil recordar las palabras de Joan Garcés, en su obra Soberanos e intervenidos (1995):
Toda Potencia imperial que haya pretendido dominar ha buscado crear Estados divididos allí donde existía una sola comunidad nacional.
Garcés cita los casos de Panamá con respecto a Colombia, la inhumanidad impuesta a los pueblos de Yugoslavia... y recuerda que en la ONU están reconocidos más de cuarenta Estados con una población inferior a la de la sola ciudad de Valencia (España).
Mientras «más de un tercio del intercambio comercial mundial se realiza directamente entre las solas empresas multinacionales». Así, ciertamente, las organizaciones administrativas de la mayor parte del rosario de Estados son «susceptibles de subordinación y manipulación».
Sin embargo, claro está, «a diferencia de los gobiernos, las grandes corporaciones multinacionales no están sometidas a responsabilidades políticas democráticas, ni incluso a los vaivenes de la opinión publica. En cambio sí pueden atacar -someter- a los mercados y finanzas de gobiernos y Estados. Cuentan con agentes en los altos puestos de las Administraciones, en los medios de comunicación y en las agencias donde nace la información». Rechazan toda organización que las controle. No quieren ni oír hablar de participación de los trabajadores. Desean a los Estados débiles, pasivos, lo menos participativos de sus ciudadanos. Si algún Gobierno se rebela en los ámbitos controlados, las fuerzas del llamado ‘mercado libre’ movilizan contra el rebelde la secuencia conocida de intervenciones encubiertas o preventivas, bloqueos financieros, represiones, militarización, dictaduras, guerras internas o externas».
Desde este punto de vista el subdesarrollo chileno –el de los países latinoamericanos– no es en el origen una cuestión económica sino una cuestión política. La cuestión fundamental planteada por Salvador Allende y su gobierno (1970-1973).
Allí está la razón de fondo por la que los EEUU y sus yanaconas locales, con el concurso de un puñado de generales felones, frustraron una vez más las posibilidades de desarrollo de Chile. Hasta el día de hoy.
A cambio impusieron la búsqueda del «crecimiento» que beneficia principalmente a los capitales foráneos y a un manojillo de familias que pretenden que Chile no es un país sino su Club privado.
Los Gobiernos que se han sucedido desde 1990 en adelante han sido parte del esquema de dominación impuesta por la «elite» dependiente, colonizada y sumisa, cuyos intereses coinciden con los del imperio de turno.