Nadie puede ser sensato con el estómago vacío.
(George Eliot)
La inseguridad alimentaria y el hambre infantil están asociadas con muchos problemas del desarrollo, incluidos los problemas de control de impulsos y de violencia. Existe evidencia de que niños que pasaron hambre o prolongados estados de malnutrición, desarrollaron una impulsividad significativamente mayor, un peor autocontrol y una mayor participación en varias formas de actividad interpersonal en la edad adulta. Pasar hambre es una de las experiencias más devastadoras que existen. El hambre influye negativamente sobre una gran cantidad de patrones de comportamiento en los niños, como la agudeza sensorial, el bajo rendimiento académico o la disminución empática, entre otras muchas. La alteración de los mecanismos básicos de la conducta adaptada de las personas, y en especial de los niños y jóvenes en situación de exclusión social, depende tanto de las alteraciones originadas en el contexto socio cultural en el que se desenvuelven, como de la exposición a episodios de desnutrición. La nutrición inadecuada derivada de la inseguridad alimentaria, ya sea por privación material por la pobreza familiar o por negligencia intencional, o por una combinación de ambos factores, se asocia a importantes problemas de salud y a graves desafíos neurocognitivos, psicoemocionales y de precariedad de habilidades sociales.
Diferentes estudios, entre los que me gustaría destacar el de Negligencia alimentaria y conducta violenta, 2016, del Dr. Alex Piquero, psiquiatra, psicólogo y criminólogo (lo acabo de recuperar de una de esas revistas de medio ambiente y salud pública que recibo en mi consulta), establecen una clara correlación entre el hambre infantil, las dificultades para controlar el temperamento y la violencia interpersonal en la vida adulta. Algunos de los datos publicados son ciertamente estremecedores. Muchos de los niños que pasan hambre hacen daño intencionadamente a otros niños, en mayor medida, pero también tratan de lesionar a adolescentes y personas adultas.
El hambre, la violencia social y étnica, ocurren porque se ha acelerado la destrucción de nuestra propia naturaleza.
(Masanobu Fukuoka)
Las áreas prefrontales del cerebro, involucradas directamente en la inhibición del comportamiento, son particularmente sensibles a los efectos de la desnutrición. La disminución crítica de glucosa necesaria para un correcto funcionamiento de la corteza prefrontal, ejerce efectos sobre las conductas violentas al facilitar la disminución de nuestra capacidad para el control de los impulsos. El déficit de control de los impulsos tiene una base etiológica básica en relación con los comportamientos antisociales y la delincuencia.
Estudios como el de Piquero, vienen a demostrar que la capacidad de mantener el control de los impulsos y la agresividad depende, en buena medida, de la energía derivada de los niveles adecuados de glucosa.
Existen informes correlacionales que especifican que en los países en los que existen mayor número de niños con metabolismo de glucosa interrumpido debido al hambre, se produce un mayor grado de violencia no bélica entre adultos. Cabe señalar, llegado a este punto, que las personas expuestas en los primeros años de su vida a un deficiente ambiente de crianza y situaciones estresantes, tienden a recibir también menos estimulación cognitiva y emocional sobre las área prefrontales del cerebro, lo que da como resultado una reducción en la regulación de los impulsos y en actitudes de intolerancia y agresividad en edades más avanzadas.
La desnutrición, el hambre, cambia la naturaleza de nuestra relación con el medio. Sí, modifica nuestro fenotipo, lo hace más resistente al funcionamiento adaptativo del circuito neuronal que subyace a la autorregulación de los comportamientos apetitivos. Como consecuencia, el individuo tiene una propensión a participar en comportamientos impulsivos de mayor riesgo, que comprometen su salud, en la búsqueda de satisfacción inmediata y fácil de esos estímulos apetitivos. Las experiencias frecuentes de hambre durante la infancia se asocian con una mayor probabilidad de conflictividad social: no solo a través de la participación en comportamientos violentos interpersonales generalizados, sino en manifestaciones específicas de violencia, como iniciar peleas, lesionar intencionadamente a personas del entorno social y familiar, el uso de armas blancas, etc., en situaciones de arrebatos de temperamento o enojo.
Un aspecto muy relevante de las investigaciones en torno a la relación entre el hambre y los comportamientos impulsivo-violentos, es el grado en que esta relación está moderada por el género. Los resultados indican que el hambre infantil se asocia significativamente con una mayor probabilidad de violencia interpersonal en los hombres que en las mujeres. En general, la mujer desarrolla mejores mecanismos de contención contra la intensificación de las respuestas agresivas. Es importante destacar que se considera útilmente como beneficio de salud, que la reducción de la inseguridad alimentaria pasa, también, por la disminución de la violencia masculina.
Mientras la pobreza, la injusticia y la desigualdad existan en nuestro mundo, ninguno de nosotros podrá realmente descansar.
(Nelson Mandela)
Durante la última década se ha reconocido cada vez más que la violencia puede conceptualizarse como un problema de salud pública. No cabe duda de que las condiciones persistentes de pobreza, desigualdad e injusticia, condiciona que las personas puedan desarrollarse en su vida diaria sin verse afectadas por condicionantes lesivos. Vivir en la miseria y la malnutrición es un correlato robusto de los comportamientos impulsivo-violentos.
La mente se altera porque se altera el cerebro. Un cerebro mal alimentado sufre desequilibrios que acarrean problemas de salud mental. Los comportamientos que generan una impulsividad violenta, que desafían y superan todos los mecanismos de autocontrol de la personal, suelen producirse por una mente distorsionada. Vivir en la exclusión, el abandono y la invisibilidad social, en la miseria y el hambre, distorsiona cualquier mente. En la interacción de los desiertos alimentarios (acceso limitado a alimentos accesibles y nutritivos) en las comunidades urbanas más desfavorecidas, con la falta de oportunidades de mejoras educativas y sociales de la población que las habita, pueden aumentan el riesgo de sufrir las consecuencias adversas de una infancia llena de carencias, de problemas de salud y de conflictos psicológicos, que se complican exponencialmente a medida que los niños se hacen mayores.
Las estrategias de salud pública son, incuestionablemente, no solo la mejor solución para combatir el hambre y su impacto sobre el desarrollo y funcionamiento neurocortical de los niños, lo que contribuiría a disminuir el vínculo entre la desnutrición y la violencia interpersonal, sino que también pueden ayudar a identificar proscripciones adicionales relevantes en cuanto a las políticas ante la inseguridad alimentaria, la malnutrición (que paradójicamente genera individuos obesos con frecuentes trastornos emocionales e impulsividad) y la desigualdad económica y social, que es el factor más determinante en el desarrollo de conductas violentas.