Hay papeles que parecen estar hechos a medida para un actor. Eso es lo que pensé cuando, tras leer en la universidad Cinco horas con Mario, supe que durante muchos años había sido Lola Herrera quien había representado ese papel. Y es que no puedo imaginar a nadie más que a ella dando vida a la figura de Carmen Sotillo.
Desde 2005 no había vuelto a ser Menchu. Por eso, a pesar de ser uno de mis libros predilectos, y de haber otras actrices, nunca quise ir a ver la obra, esperando que un día volviera ella. Al fin, este 2019, de nuevo se ha subido a las tablas para representar la que anuncia que será la última gira del célebre personaje que tanto, reconoce, que la ha marcado, en lo personal y en lo profesional.
Vallisoletana, igual que Delibes, lo mismo que los protagonistas, «de una ciudad de provincias», esta señora que encarna la viva imagen de la elegancia y la serenidad lleva desde 1979 siendo Carmen Sotillo para pasar esas últimas cinco horas con Mario, su marido, junto a ella de cuerpo presente, en una suerte de pretendido diálogo.
Corre el año 1966 cuando muere Mario de manera repentina. Precisamente del corazón. Él que nunca había sido de preocuparse ni de tener aspiraciones, ni nada que pudiera haber perjudicado a semejante órgano. Carmen, sin ser aún consciente de su estrenada viudedad, reflexiona enhebrando unos temas con otros con asombrosa verborrea, en un inconsciente intento de desahogo ante la angustia del momento, pero también de las frustraciones de toda una vida.
Las palabras de Carmen no son sino un retrato de la mentalidad de una época: los años 60 en España. Son las quejas de esta mujer en la improvisad «conversación» con el que fuera su esposo, pero son las quejas de muchas otras mujeres que, relegadas a las tareas del hogar, nunca supieron cómo poner voz a tantos deseos que se han vuelto necesidades.
Están presentes preocupaciones de muy diversa índole que ponen de relieve la personalidad inquieta de quien vivió, como la correspondía, a la sombra de un marido. Cuestiones que Carmen repite machaconamente que dejan al descubierto las insatisfacciones de tantos años durmiendo al lado de un hombre que ni la conocía ni la comprendía.
La humillación de una noche de bodas que no termina como debiera, el capricho por el Seiscientos que todas las señoras del barrio ya tenían, los gustos proletarios que gastaba Mario con esa costumbre suya de ir al trabajo en bicicleta (¡un catedrático de instituto!), la fantasía del encuentro con otro hombre con quien sí se sintiese deseada.
Tras el aparentemente bien avenido matrimonio se esconden una colección de resentimientos y sinsabores que bien podía haber pronosticado su madre, con ese ojo clínico que la caracterizaba, años atrás, cuando ya la avisaba de estar confundiendo el amor con la compasión. Con todo, lo que se dibuja es un matrimonio como tantos otros, en el que se hacen patentes las diferencias y los conflictos, en el que se calla más de lo que se habla, un matrimonio modélico de puertas para fuera, pero dos desconocidos de puertas para dentro.
Delibes, a través de Menchu, nos muestra los asuntos eternos del ser humano: incomunicación, vacío, soledad, deseos y frustraciones y, al final, la culpa, ese saco de piedras con el que, a pesar de todo, una tiene que cargar. Una mujer que estoicamente ha asumido la realidad que le ha tocado vivir, pero cuya fachada impoluta esconde una mujer compleja, con sus luces y sus sombras, una vida ejemplar que no la impide ansiar otra mejor.
Tras la muerte de Delibes, en 2010, Lola Herrera recordaba la amistad que ambos forjaron gracias a la obra. Hablaba del escepticismo del autor al conocer que su obra iba a ser llevada al teatro: no creía posible que la actriz pudiese memorizar semejante texto, con tantos saltos temporales, debió de pensar que el público se aburriría. Después admitió que ya no podía ver otro rostro y otra voz para su personaje que no fueran los de Lola.
Desde el momento del estreno, con las primeras filas ocupadas por académicos de la Real Academia de la Lengua y la actriz hecha un manojo de nervios, fue todo un éxito, ni el público ni la crítica escatimaron en elogios. Sospecho la enorme satisfacción de Delibes al comprobar la magistral interpretación de Lola. Una excepcional interpretación que ha repetido de manera impertérrita a lo largo de los años, aportándole a su papel la calidad que le da el paso del tiempo y la experiencia, la solera propia de los buenos vinos.
Cuarenta años han pasado desde aquella primera función en 1979, ¡quién sabe si Delibes habría imaginado tantos años de su Menchu sobre las tablas! Lola Herrera ha pasado media vida en la piel de esa mujer, siempre de la mano de Josefina Molina y José Samano, como directora y productor, que la han acompañado de la mano en esta larga trayectoria en el que ha sido el papel de su vida, el papel que ha representado durante toda una vida.
Y es que pocas veces un actor se ha adaptado tan bien a las características del personaje, o tal vez sea al contrario; en cualquier caso, un traje hecho a medida. Ya no es que Lola no vuelva a ser Carmen, es que Carmen no podrá ser nunca otra que no sea Lola.
Lola Herrera nos invita por última vez a disfrutar de un espectáculo que los amantes de la obra solo podremos calificar como sublime. Una excepcional actuación que alcanza lo inefable tan solo para recordarnos que esto mismo es la magia del teatro.
Gracias por todos estos años, Lola.