Parece mentira que una historia de estas características fuera tan poco conocida en España.
(Diego Carcedo)
Chile abrió sus puertas insulares a los exiliados españoles de la Guerra Incivil, aquel 3 de septiembre de 1939, sin condiciones (salvo las que todas las burocracias esgrimen contra los menos afortunados), pero los hijos de aquellas Españas tan distintas entre sí, como lo son los habitantes de Galicia, de Cataluña o de Andalucía, iban a insertarse en la nueva tierra del austro con una acogida incomparable. Hubo políticos -es verdad- que se opusieron al ingreso de intelectuales de ideas «disolutas» y «perversas», pero el espíritu abierto de los hijos de la patria de Mistral y de Neruda prevaleció sobre la mezquindad de los poderosos (por eso, quizá nos duela más aún el trato vejatorio que se da hoy a muchos compatriotas chilenos y hermanos de otras naciones de Iberoamérica en la España recién advenida al primer mundo).
Meses después del arribo de aquellos dos millares de seres humanos que desembarcaron del paquebote canadiense, a fines de diciembre de 1939, a bordo del Formosa, llegarían Antonio Rodríguez Romera y su esposa Adela Laliga; el profesor Alejandro Tarragó y su hermano, el escultor Claudio Tarragó; Eleazar Huerta y el arquitecto Germán Rodríguez Arias. Los hermanos del poeta Antonio Machado, José y Joaquín, con sus esposas, porque las tres hijas de José debieron abandonar España con aquel abigarrado grupo de niños enviados a la Unión Soviética, en previsión de los desmanes de las hordas «nacionales». En noviembre de 1940 arribó un grupo más reducido. Entre ellos venía el poeta Antonio Aparicio; el arquitecto Fernando Echeverría Barrio; el escritor Pablo de la Fuente; el doctor José García Rosado; Santiago Ontañón, escenógrafo, que trabajaría junto a Margarita Xirgu en la puesta en escena, en Santiago de Chile, de la obra teatral de Federico García Lorca. También arribaría el controvertido y luminoso Arturo Soria. Y nuestro caro Ramón Suárez Picallo, a finales de 1940.
El escritor chileno, Julio Gálvez Barraza, destacado especialista en la historia del Winnipeg, escribe:
Los inmigrados organizaron o reorganizaron la pesca del atún, la pesca del camarón e, incluso, varios de ellos derivaron en la industria conservera, con lo que abrieron otros caminos que dieron grandes beneficios y contribuyeron a mejorar la economía del país.
La industria del mueble fue otro de los oficios que se enriqueció con la llegada de los republicanos españoles. Hasta nuestros días en Chile perduran industrias como «Muebles Sur», creada en 1942 por Cristián Aguadé, Claudio Tarragó y Germán Rodríguez Arias. Los primeros muebles fueron confeccionados de forma casi artesanal en el patio de la casa de Claudio Tarragó. Antes de tres años la empresa ya estaba consolidada y en 1947 ya habrían la primera sucursal en el puerto de Valparaíso. El arquitecto Rodríguez Arias fue un verdadero visionario, hizo los primeros diseños para la nueva empresa y creó toda una línea de muebles en madera de pino, madera barata, abundante y de poco uso en el Chile de esos tiempos. Luego diseñó «La Chascona», la mítica casa de Pablo Neruda a los pies del cerro San Cristóbal en Santiago.
Oficios como la talla en madera, la marquetería y otras especialidades que convierten a la madera no sólo en funcionales muebles sino en verdaderas obras de arte, también crearon escuela debido al aporte de los artesanos españoles. Igualmente en la ingeniería observamos la contribución de los pasajeros del «Winnipeg» en las obras públicas de este país. Un ejemplo de ello es el proyecto y la construcción del puerto de la ciudad de Arica. Entre los diversos testimonios de pasajeros del barco, hay varios de ellos que describen la nortina ciudad, -primera escala en Chile-, como un peladero en el que no había ni muelle.
Los hermanos Víctor y Raúl Pey Casado, ambos ingenieros, con revalidación del título en Chile, a los diez años de arribar al país se desplazaron a la limítrofe ciudad nortina y se hicieron cargo de la tarea de diseñar y construir el nuevo puerto. A partir de esa fecha, como contratistas, los hermanos intervinieron en el diseño y la construcción de varios puertos y espigones de atraque en las costas chilenas. Entre ellos destacar los puertos y muelles de Punta de Lobos, Mejillones, Huasco, Punta Arenas, Puerto Williams, Talcahuano, Castro. Además, en la Gran Avenida de Santiago, construyeron la Ciudad del Niño Presidente Ríos, edificio que por muchos años albergó a niños huérfanos y otros de escasos recursos y que, gracias a la «economía de mercado», dejó de prestar su noble servicio y fue demolido para construir nuevos bloques de viviendas.
El aporte de los exiliados alcanzó también a la gastronomía. No sólo la modificaron sino que, además, indujeron nuevas costumbres culinarias, algunas desconocidas y otras poco arraigadas en los usos de la sociedad chilena. Quizás el ejemplo más típico, además de los «callos» y el «cocido», sea el de los famosos «churros», fritura que hasta nuestros días se consume en el país. Pero más allá de la incorporación de nuevos platos o de un cierto profesionalismo de hostelería, crearon nuevos ámbitos ciudadanos, absolutamente desconocidos en Chile. Unos cuantos emigrantes vascos crearon el restaurant Capri, que más adelante se convirtió en Boite. En ese restaurant, los maitres tradicionales fueron reemplazados por la atención de esposas y familiares de los dueños, costumbre, hasta entonces no practicada por los empresarios chilenos.
El diseño gráfico y las empresas editoriales se enriquecieron enormemente gracias al aporte de personas como el polaco españolizado Mauricio Amster (Polonia, 1907 - Santiago, 1980), por cuyas creadoras diagramaciones llegó a ser llamado el «Toesca de los libros», también reconocido por muchos como «el renovador de la Tipografía chilena», sus trabajos se vieron reflejados, además de los libros, en revistas y diarios. Amster fue asesor permanente de la Editorial Universitaria y cumplió una destacada labor docente, como profesor de Técnica Gráfica, en la Cátedra correspondiente del Departamento de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad de Chile. Es autor de diversos textos relacionados con la impresión, entre ellos «Técnica Gráfica», y «Normas de Composición; Guía para Autores, Editores, Correctores y Tipógrafos». Ambos textos no sólo son básicos en las clases a futuros periodistas, sino que también sirven de valioso apoyo a los profesionales en ejercicio.
Aún hoy, en las actuales librerías chilenas vemos ejemplares editados por Joaquín Almendros, creador de la editorial «Orbe», entre otros sello. En una de sus colecciones, «Vidas Ilustres», Orbe editó una de las muchas biografías de Pablo Neruda. Se trata de la «Biografía Emotiva» de Efraín Szmulewicz. En él encontramos un curioso ejemplo de la integración peninsular en Chile. El libro, editado por Joaquín Almendros, contiene un prólogo de Vicente Mengod, autor también de una «Historia de la Literatura Chilena», y un artículo de opinión de Antonio Rodríguez Romera. Tres refugiados colaborando en un libro sobre Pablo Neruda. Seguramente una de las mayores empresas literarias intentadas en Chile por los transterrados españoles fue «Cruz del Sur», la editorial creada y dirigida por Arturo Soria en el año 1942. También aquí encontramos un valioso ejemplo de integración y aporte cultural.”
No es posible reseñar, en este breve espacio, la obra monumental de los hombres y mujeres del Winnipeg, en las más diversas áreas de la cultura, la docencia, el arte y la economía. Sólo queremos contribuir a la preservación de su memoria histórica, cuyos frutos no han terminado de cosecharse. Por desgracia, las jóvenes generaciones, herederas de aquellos pasajeros de la esperanza, desconocen la epopeya. Lo mismo podemos decir de la historiografía española, tan desmemoriada de lo que debiera investigar a fondo y difundir, porque los pueblos sin memoria –lo dijo Miguel de Unamuno- no merecen pervivir.