La primera noche me dormí pues sobre la arena, a mil millas de toda tierra habitada. Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del Océano. Ud. puede imaginar mi sorpresa, al amanecer, cuando una curiosa vocecita me despertó. Esa vocecita decía: Por favor… ¡dibújame un cordero!
(«El principito», Antoine de Saint Exupéry)
En alguna de mis paridas te conté que los bancos no tienen plata. Sus capitales propios son ridículos si comparas su monto con la masa de créditos que cualquier banco le acuerda a sus clientes. En el año 2010 el mínimo de capitales propios Tiers-I requerido por los acuerdos de Basilea era de un 4% de los créditos acordados.
Ahora bien, tales acuerdos, -más endebles que el puente Cau Cau-, no son obligatorios, sino simples recomendaciones. Cada Estado puede plasmar tales recomendaciones en sus propias leyes, o bien hacerse el cucho.
Cuando en el año 2007 se produjo la crisis de los créditos subprime (créditos impagables), quebró el sistema financiero planetario y los Estados tuvieron que asumir el costo de la borrachera.
A posteriori se descubrió que había bancos que ni siquiera poseían capitales propios. No solo prestaban plata que no tenían –es lo que hacen todos los bancos– sino que debían hasta los llamados fondos propios reglamentarios. Si te gusta la jerga de los economistas, esos bancos disponían de fondos propios negativos. Fundar un banco sin disponer de un solo kopeck… confiesa que la idea no es mala.
De ahí que la comunidad financiera (un chiste) se dijese que conviene regular (en Chile dirían «fiscalizar», otro chiste) el riesgo que representa cada banco, eminente institución que gana dinero prestando plata que no tiene.
Se sustituyó pues el ratio Coke (esa humorada del 4%) por el llamado ratio McDonough –según el apellido del presidente de la comisión–, que estipula que los fondos propios de cada banco deben ser superiores al 8% del riesgo total, en el que los riesgos que representan los créditos pesan un 85%, los riesgos de mercado un 5%, y los riesgos operacionales un 10%.
Una vez más, esto no es sino una recomendación. No existe en el planeta una institución capaz de obligar a ningún banco a respetarla. De entrada, los EEUU se negaron a considerar siquiera el ratio McDonough –que se pasaron alegremente por las amígdalas del sur–, declarando que nadie, aparte las autoridades estadounidenses, puede controlar una institucion financiera yanqui.
Dicho sea de paso, si aún no comprendes cómo es posible que un banco preste dinero que no tiene, basta con que sepas que contablemente los créditos hacen los depósitos, y no lo contrario. Cualquier estudiante de contabilidad de primer año te lo explica con manzanas. La creación monetaria… ¿te dice algo?
Así llegamos al tema de los bancos centrales, que tampoco tienen plata. ¿En serio? En serio.
La razón es muy sencilla: un banco central inventa el dinero. Lo crea, lo emite a partir de la nada, Avada Kedavra... he aquí un billón de dólares en el caso de la FED, banco central de los amerlocks, o bien Sectumsempra... he aquí un billón de euros en el caso del BCE, Banco Central Europeo. Harry Potter al lado es un pobre diablo.
Si crear un banco sin disponer de un pinche maravedí es tremendo negocio… ya puedes imaginar lo que representa la posibilidad de disponer de un Banco Central. A tal punto que Thomas Jefferson, tercer presidente de los EEUU, declaró (1802):
«Creo que las entidades financieras son más peligrosas para nuestras libertades que un ejército en armas. Si el pueblo americano permitiera alguna vez que los bancos privados controlen la emisión de moneda circulante, primero a través de la inflación y luego por la deflación, los bancos y las corporaciones que crecen a su alrededor despojarán al pueblo de toda propiedad hasta que nuestros hijos despierten un día sin hogar y desamparados en el continente que sus padres conquistaron».
Puede que Jefferson estuviese al corriente de una de las más grandes estafas de la Historia de Francia. El 6 de febrero del año 1800, gracias a un formidable tráfico de influencias, fue creado de facto el Banco de Francia, obra insigne del prodigioso Imperio napoleónico.
La llegada al poder de Napoleón –golpe de Estado del 18 Brumario mediante– fue financiada por un grupo de rufianes encabezados por un banquero suizo, Jean-Frédéric Perregaux. Una vez en el poder, en pago de sus servicios, Perregaux le «sugirió» al Primer Cónsul la creación de una institución financiera privada, llamada Banco de Francia, única habilitada a emitir moneda, moneda cuya aceptación sería obligatoria.
El Banco de Francia, precisó Perregaux, «libre por su creación, que no le pertenece sino a particulares (...) no negociará con el Estado francés sino en función de sus propios intereses privados».
Hasta ese momento prevalecía el uso de la moneda metálica (oro, plata, aleaciones…), y el Banco de Francia, institución privada –ya se dijo–, se deshizo de la obligación de poseer oro y plata imponiendo el uso de la moneda fiduciaria, o sea la circulación de trozos de papel impreso.
El Banco de Francia –que de francés no tenía sino el nombre– pudo así inventar, crear, emitir a partir de la nada, todo el dinero que le pareció oportuno para enriquecer a sus propietarios.
A pesar de Jefferson, la Reserva Federal (FED), Banco Central de los EEUU, nació el 2 de diciembre de 1913, como... un consorcio privado. La participación pública se limita a la Junta de Gobernadores.
Convenientemente, la Reserva Federal tiene una estructura dividida en dos partes: una autoridad central, llamada Junta de Gobernadores, basada en Washington D.C., y un red descentralizada de 12 Bancos regionales diseminados en el territorio de los EEUU. La política monetaria la define el FOMC, que incluye miembros de la Junta de Gobernadores y presidentes de los 12 Bancos regionales. Cada año la FED constata, en sus balances, un lucro del cual se habla poco o nada.
Largo sería contar la historia de la familia Rothschild, cuyo fundador -Mayer Amschel Bauer– tuvo un ojo clínico enviando un hijo a Londres y otro a París. Ambos llegaron a dirigir los Bancos Centrales respectivos. Los Bauer cambiaron su apellido por el de Rothschild («Escudo Rojo») con el cual se hicieron célebres, porque el escudo rojo era el símbolo del negocito de prestamistas que tenían en Frankfurt en el siglo XVIII.
En el Tercer Mundo asistimos a fenómenos no menos extraordinarios. El Banco Central de Chile, por ejemplo, dispone, como es natural, de un Estatuto.
El Artículo 2° del Título I de ese Estatuto precisa lo siguiente:
«El Banco, en el ejercicio de sus funciones y atribuciones, se regirá exclusivamente por las normas de esta ley orgánica y no le serán aplicables, para ningún efecto legal, las disposiciones generales o especiales, que se dicten para el sector público. Subsidiariamente y dentro de su competencia, se regirá por las normas del sector privado».
Como el banco central tiene entre sus funciones las de «fijar» o «dictar» las normas por las cuales se rigen los bancos privados... ¡quiere decir que el banco central se fija a sí mismo sus propias reglas!
No es por incordiar, pero cuando el llamado Consenso de Washington determinó que los bancos centrales debían ser «independientes», había que comprender «privados».
El Banco Central de Chile es «independiente». E irresponsable: no le debe cuentas a nadie. Ni al Ejecutivo, ni al poder Legislativo.
De ahí que, habida cuenta del precio del ganado ovino en los mercados internacionales, no quiero que me dibujen un cordero.
Quiero que me dibujen un banco central.