Su producción es una de las más celebradas por los escasos lectores de nuestro tiempo. Directo y certero, su decir, como una bala de plata, perfora la realidad para revelar dimensiones desconocidas del entorno y de nosotros mismos. En ella, la morada interior, la palabra, se abre en abanico y muestra las infinitas tonalidades del ser en el transcurso de su existencia: vida que pugna por expresar aquello que no deja de escaparse y huir del verbo que la encarna. Edad, geografía, destino... conforman la red significante a través de la cual el sujeto habla con la impresión de hollar, por vez primera, un territorio sin límites precisos donde la imaginación, proscrita por la ley, vuelve sobre sus pasos para nombrar el secreto acontecimiento del día que habitamos. No hay más esperanza que la de sabernos vivos y la palabra del poeta es el único (y tal vez último) recurso que nos queda para contrarrestar la humillación, el desencanto, la ignorancia o el olvido.
Memoria y deseo son, en la obra de esta poeta, el haz y el envés de un mismo quehacer en la trama del verso. Discurso que parte del poema, que participa del relato o de la narración viajera, para darnos cumplida noticia del flujo interno de un sujeto que siendo único, es, asimismo, universal, colectivo, en todo aquello que posee de hermético o que queda como resto de algo nunca apuntado o dicho.
Desde sus primeros libros, en los ya lejanos años ochenta, la de Concha García se perfilaba como una voz muy personal, característica de un lenguaje inexplorado, generalmente prohibido por su capacidad manifiesta para exponer una diferencia frente a la cual no existe voluntad alguna de diálogo. El suyo era el relato de un grito ahogado, desterrado en los anales de la historia común del género humano; un desgarro que no hace otra cosa que mostrar la herida profunda de la que mana la vida, y, con ella, la fragilidad del sentido en la construcción de cualquier identidad; lo ficticio de la misma. Así, títulos como Por mí no arderán los quicios ni se quemarán las teas, Otra ley o Ya nada es rito constituyen los primeros rumores de una enunciación que no hará sino crecer y afirmarse frente a prejuicios y lugares comunes de toda índole en volúmenes posteriores: Desdén, Pormenor y en ese otro poemario que será decisivo en la proyección de su trayectoria: Ayer y calles, premio Jaime Gil de Biedma en 1995. Tras este espaldarazo por parte de crítica y público, su poesía madura plenamente en sucesivos volúmenes, que dan títulos tan sugestivos como Árboles que ya florecerán, Diálogos de la hetaira, Acontecimiento, o, el más reciente de ellos, Las proximidades.
Pero Concha García derrama su poesía en otros géneros como son el de la novela (Mi amor.doc), la relación viajera (La lejanía. Cuaderno de Montevideo; Los antiguos domicilios) o el ensayo (Asomos de luz). Sin embargo, su labor no olvida la construcción de un canon poético mediante el trabajo desarrollado en diversas antologías ni la traducción y edición (Ingeborg Bachmann) o la tarea audiovisual en documentos tales como Entre dos orillas, realizado en colaboración con la cineasta Barbara Mayer para dar noticia de poetas uruguayas y argentinas: Circe Maia, Selva Casal, María del Carmen Colombo, Diana Bellesi, Graciela Cros y Nini Bernardelo.
Para hablar de su obra, de su creciente influencia en la poesía contemporánea, de su recorrido personal en el universo creado por ella a lo largo de su actividad como poeta, Concha García nos concede en exclusiva esta entrevista. La misma se desarrolla en su apartamento de Barcelona, situado en la parte alta de la ciudad, muy cerca de la plaza Bonanova. En su gabinete de trabajo, cargado de libros y recuerdos personales, se respira una atmósfera de calma y concentración, de silencio que busca la palabra exacta susceptible de evocar «la lejanía como un acto de presencia, los encendidos vasos, las largas colas, toda esa vasta territorialidad que enamora a las ajenas» (de Acontecimiento).
Mi primera pregunta, Concha, pretende explorar ese momento tan especial de los años ochenta, cuando, alrededor de la revista Garimau, en compañía de otros poetas y escritores, empiezas a dar a conocer en tertulias y cafés (como el de Amagatotis, tan celebrado en el transcurso de esos años) tu poesía. Una poesía que indaga en esa región del alma donde mora la experiencia que orbita alrededor de lo no dicho, de lo que ni siquiera ha sido advertido en etapas anteriores de nuestra historia. Recordemos que son años de naciente y recobrada libertad; que, colectivamente, vivimos un tiempo donde empezamos a romper tabúes y prohibiciones, donde diferencias de toda clase y condición empiezan a ventilarse a plena luz del día, mediante una palabra que ansía la ruptura con el pasado. Un pasado cargado de rencor, de amenazas, donde hablar libremente era poco menos que imposible (entre otras razones por la propia autocensura). En ese particular momento de nuestra vida, aún existían en España ocultos poderes que no querían otra cosa que volver a sepultarnos en aquellos años siniestros de «penitencia nacional» (como así lo dejara escrito Carlos Barral). ¿Cómo recuerdas, ahora, ese momento?
Con el paso de los años los recuerdos se amoldan a la experiencia y cambian dejando tan solo fotos fijas. De aquellos años, la década de los ochenta, recuerdo una permanente alegría de vivir —quizá relacionada con la juventud— y una gran curiosidad. No era difícil entablar relaciones amistosas con gente que se dedicaba a escribir o a pintar; me parece que la bohemia aún no había desaparecido, o, sin darnos cuenta, aquellos iban a ser los últimos años. Después, el capitalismo, es decir, las transacciones con interés en el campo de la cultura, borrarían aquellas reuniones en cafés del Born, o en la galería de arte Amagatotis, y en librerías como Tartessos, El Negro o Documenta. Las Ramblas no estaban tomadas por el turismo, y podías encontrarte con conocidos para tomar un café en los alrededores de la Plaza Real. No lo digo con nostalgia. Ahora todo reviste un carácter más institucional; además, la brecha se ha abierto en Barcelona entre independentistas y constitucionalistas; es decir, no hay lugar para quienes pensamos en otras maneras de gobernar. Se hablaba en catalán y castellano, indistintamente. No quiero idealizar, pero el retrato que queda en mi memoria es el de la alegría de vivir y la sensación de que en Barcelona podías elegir tu identidad. Era más europea. No podía imaginar que, con el tiempo, acabaría deseando irme; al menos, por temporadas, como así vengo haciendo. Mi poesía durante esos años se iba construyendo en aquel ambiente, pero sin olvidar de dónde veníamos: el sentimiento de culpa, la falta de libertad, más la orfandad o ausencia de referentes. En esas condiciones tuve que inventarme una lengua poética. Había, cuando menos, dos realidades: la expansiva ciudad y el poso de represiones y castigos con el que nos habían educado, particularmente a las mujeres. El franquismo fue terrible. De todo ello hablo en un ensayo que se publicará en 2020.
Tengo muy presentes en mi memoria, como auténticos iconos de la gran cultura de esos años en Barcelona, a Ángel Crespo y Pilar Gómez Bedate, Antonio Rabinad, José Batlló, Amelia Romero, a Jaime Gil de Biedma. También, cómo no, a Carlos Barral y José Agustín Goytisolo, Juana Bignozzi, José Luis Jiménez Frontín, Javier Lentini, Enrique Badosa, Ana María Moix, Cristina Peri Rossi, María Mercé Marçal, Antonio Beneyto, Manuel Vázquez Montalban, que prologó uno de mis poemarios... En fin, a tanta gente que podría citar y que no cabría en el espacio de esta entrevista.
Sí, desde luego, fue un gran momento. Cargado de ilusiones y deseos puestos en un futuro mejor para todos. Éramos jóvenes... éramos tan jóvenes que no podíamos ver la trampa que incluía aquella democracia hecha a la medida de poderes que, a la sombra del pasado, siguen condicionando los destinos de nuestras vidas y la evolución de España. Ese momento, lo recuerdo bien, dio paso a otro en que, hastiados de una vida pública que ya entonces empezaba a envenenarse con la ponzoña de la especulación y de una cultura sometida a los dictados del poder de turno, muchos creadores pertenecientes a muy distintos ámbitos decidieron apartarse, tanto de la furia como del ruido, para tratar de desarrollar una estética más acorde con valores éticos y principios propios. Así, por ejemplo, tu poesía, mediados los años noventa, se hace más intimista, se vuelca en la exploración de un sujeto poético cuyo deseo no es otro que el de alcanzar una expresión cabal de sentimientos y sensaciones, intuiciones y saberes que parten del lenguaje mismo, para lograr la madurez plena de un decir verdadero. Ese instante, que yo sitúo en tu producción poética en el momento en que Visor publica tu poemario de Ayer y calles, ¿cómo lo vives, qué notas diferenciales detectas en tu evolución como poeta?
Fue una gran alegría porque la publicación de un premio como el Gil de Biedma dio visibilidad a mi poesía. Significó la culminación de un tiempo en el que también sostuve mi evolución hacia otra concepción de la función poética; así lo sostuve en un artículo publicado por la revista Ínsula en abril de 1994, titulado «Poco a poco he dejado de ser ella para ser una». Aquellos tiempos fueron mucho más interesantes para la poesía. Había crítica, se formaban grupos, debatíamos el estado de la cuestión y nos juntábamos poetas de distintas tendencias para discutir. Algunas hispanistas norteamericanas se habían interesado por mi obra y la de otras mujeres poetas. Ahora es todo más chato; el capitalismo también ha intervenido en la poesía, que comienza a dar dinero a unos cuantos. Pero volviendo a tu pregunta, soy la primera poeta mujer que plantea un sujeto poético radicalmente solitario, una flaneadora, si se me permite el neologismo de influencia gala. Una flaneadora que recorre la ciudad y vive en un apartamento pequeño en un barrio obrero. Aquel giro desde el punto de vista del sujeto poético fue bien recogido por la crítica, desde José María Guelbenzu, hasta Juan Carlos Suñén o Vázquez Montalbán. También, en este sentido, cabe mencionar el trabajo de Sharon Keefe Ugalde, pleno de aciertos en sus muchas y diversas interpretaciones.
He ahí la cuestión que más nos interesa a muchos de tus lectores. Una visión moderna del sujeto poético que aborda una nueva existencia: la de un ser solitario que se interroga por el sentido de la vida, por la formación de la subjetividad a partir de nimios elementos del diario discurrir; que recorre barrios apartados de ciudades en tránsito hacia nuevas realidades que nadie, a ciencia cierta, sabe si podrán conformarse como espacio común. Es como una metáfora de nuestro mundo, del que nadie tiene noticia del objeto que persigue. Solo tenemos la certeza del lenguaje, el ritmo de una voz que titubea pero que habla sin mordaza alguna, que se plantea una identidad de la que solo puede recibir fragmentos de la propia experiencia y de la vivencia del mundo. Un mundo que apenas si brinda una sarta de juguetes rotos: la felicidad; el dinero; un relativo bienestar basado en la acumulación de bienes materiales sin cuento; un ritmo de vida trepidante donde el ruido, la contaminación, la insolidaridad y un silencio ominoso cargado de amenazas planean sobre nuestras vidas como nubarrones de negra tormenta. En definitiva, la vida como una estafa de altos vuelos. ¿Estamos en lo cierto al hacer esta interpretación de tu obra muchos de los lectores de la misma? Por supuesto, hay otras lecturas de tus textos, claro, ¿pero qué dices de esta?
La vida no es una estafa. Quizá la estafa sea tener por verdadera la percepción que nos inculcan desde que nacemos; cultural y de género. Es muy difícil escapar de esa idea. Como lo es salir de la miseria si las políticas no se ocupan de ello. El neoconservadurismo que llega es mucho peor que otros porque nos hacen creer que todos tenemos idénticas posibilidades de consumo. Por algún lado estallará la costura.
Estamos atravesados por experiencias que dejaron su huella en la infancia y que repetimos hasta apercibirnos del daño recibido. Solo el lenguaje puede aproximarnos a la verdad vivida.
La poesía no es un sonido ni un ritmo ni una serie de palabras que nos cuentan una historia. Para que un poema capture algo de lo real ha de existir, necesariamente, una experiencia detrás del mismo. El lector, a su vez, lo recibirá como parte de una vivencia que le atañe. El lenguaje es multiforme y cambiante, como nuestra mente. Mi poesía no ha podido ser clasificada; no entra en un canon donde pueda agruparse con otras. De alguna manera me tuve que inventar una lengua poética, con sus elipsis, metáforas, encabalgamientos, silencios y torpezas; sobre todo en los primeros libros.
Desde que dejamos atrás el sujeto romántico hemos aprendido a mirar desde varios lugares, siempre con la sospecha de que cada instante era vulnerado por una percepción de lo real. Como decía Freud, el dominio del poeta no es otro que el de describir la vida anímica de los humanos. En estos momentos la poesía española está experimentando un parón anímico, o dice obviedades con las que cualquiera puede estar de acuerdo; o bien tiende a exagerar la pérdida de un referente y se balbucea —hay excelentes excepciones, pero ya no forman tendencia—. Recuerdo que hace poco, en el transcurso de una lectura poética celebrada en Barcelona, alguien dijo que la poesía se había quedado sin sujeto y no estoy de acuerdo. El sujeto que puede capturar la poesía en estos tiempos no debe estar revestido de complejidades ni de obviedades. Todo se ha hecho, intencionadamente, demasiado complejo. Han caído creencias que sostenían nuestra subjetividad y nos sentimos desamparados. Ni la Academia, ni los Estados, ni las Instituciones, ni, claro está, la Iglesia, nos devuelven nada. Esa es la estafa, y por eso la poesía precisa de otra subjetividad; una subjetividad abierta a todas y cada una de sus dimensiones. Nos están dejando sin esperanza y sin lazos sociales, y ese empeño por parte de poderes ocultos debemos impedirlo. La poesía de moda es polvo; un polvo dañino que trata de confundirnos todavía más. La poesía crea conciencia. El cambio que llega ya está aquí; muchos se aferrarán a una cometa que arde y otros a los viejos tiempos, donde parecía que todo estaba ordenado. Me parece que es un buen momento, siempre que conservemos el deseo; el deseo tal y como lo trata Deleuze, una de las mentes más brillantes que conozco.
Precisamente del deseo y de sus articulaciones nos habla in extenso tu poesía. Una poesía que, como la de Juan Larrea en este aspecto, no duda en buscar, más allá de sí misma, su propia rendición de espíritu. Estoy pensando en ese encuentro de tu mundo poético con el vasto universo del Sur. Hablando de esto contigo, aquí y ahora, me vienen a la memoria los versos y la música de Astor Piazzola: Vuelvo al Sur, / como se vuelve siempre al amor, / vuelvo a vos, / con mi deseo, / con mi temor. // Llevo el Sur, / como un destino del corazón, / soy del Sur, / como los aires del bandoneón. Esos viajes en los que tu poesía buscaba otras voces, otros ámbitos más sólidos y auténticos que los que, ahora mismo, sufrimos en esta España bastante artificial e impostada, ¿qué han aportado a esa morada interior que articula el misterio del deseo y de la poesía que nace del mismo como una emanación de la vida?
En efecto, la España que vemos en los medios no es la España de una viajera curiosa y atenta. Nada tienen en común una aldea gallega con un pueblo de las Alpujarras, ni siquiera la lengua. ¿Cómo decirme española? Esa falta de identificación, quizá debido a que mi familia emigró de Córdoba a Barcelona, me dejó sin territorio afectivo y lo dejé, como un precioso tesoro, en la infancia. Imagínate el cambio, pasar de un paisaje verde y llano, pletórico de olivos y vides, con atarcederes fabulosos que permitían divisar la lejanía en Córdoba, a un barrio obrero de Barcelona dentro de un pequeño apartamento compartido con toda tu familia. Pasar de ser abrazada, querida y atendida a sentirte prácticamente sola porque había que ganarse el pan, como vulgarmente se dice. La emigración no deseada es uno de los mayores dramas de la humanidad. Pensemos en las pateras que llegan al sur de Andalucía, o toda esa gente que quiere atravesar la frontera mexicana. Eso es causa de mucho dolor, por eso no puedo sentirme «española» mientras los países sean responsables de políticas que solo piensan en la acumulación del capital. Fíjate qué curioso, Ezra Pound, en uno de sus Cantos, relacionó como mal de la humanidad la usura. Lo terrible es que el mismo Hitler encontró un motivo para combatir las finanzas internacionales en el programa de su Partido Nacional Socialista. Pound dijo que la usura era el cáncer del mundo y solo el bisturí del fascismo puede extirparlo, así que nos encontramos en un territorio muy peligroso.
Los viajes hacen que se relativice casi todo —digo casi todo porque el dolor no admite distancias—. En Argentina y Uruguay, donde he vivido temporadas muy cortas, conocí poetas cuya lengua, que yo pensaba era la misma, no lo era. Encontré más matices, metáforas inauditas, ritmos nuevos, mezcla de otras lenguas que daban resultados diferentes y deslumbrantes. Descubrir, tanto en Argentina como en Uruguay, a Juan L. Ortiz, Alberto Girri, Carmen Colombo, Joaquín O. Gianuzzi, Graciela Cros, Circe Maia, Selva Casal… o narradores de la talla de Haroldo Conti, Hebe Uhart, Felisberto Hernández o Armonía Somers, ha tenido para mi práctica poética consecuencias muy positivas. Lo mismo puedo decir de los ensayos poéticos de Jorge Monteleone, de María Negroni, de César Aira, o de la inteligencia para captar lo cotidiano de Estela Figueroa…
Recuerdo que una tarde, viajando hacia la Patagonia en un autobús, sentí tanta alegría de vivir que comenzó a invadirme una sensación de bienestar convertida en palabras, en deseo sexual, en curiosidad. No daba crédito cuando comprobé que un simple cambio de territorio te hace renacer. Lo mismo he sentido cuando estuve en Austin impartiendo un curso de poesía: los paseos del campus a mi apartamento —que era una linda casa de madera— los recuerdo con particular intensidad. La rutina nos envilece, sobre todo las rutinas que no son creativas y que ahora son casi todas. Mi familia era artesana; tocaban el barro, lo moldeaban, tenían huerto y con sus propias manos recogían las verduras. Sin embargo, no quiero idealizar; también te puedes sentir presa en medio del campo.
En cuanto a estar alejada de Barcelona me hizo mucho bien porque lejos te conviertes en una extranjera “privilegiada” y se rebaja la intensidad de algunas emociones, que en el lugar donde vives apenas puedes transitar por estar demasiado cerca. Pienso en situaciones laborales adversas a causa del factor humano, que casi siembre está ausente; o simplemente en la necesidad de respirar en otro lugar. Para concluir te diré que la idea de desdoblarme también formaba parte de mi deseo. ¿Cómo se sentiría aquella otra que era yo misma en otro lugar? Sentir el extrañamiento necesario para saber que la imaginación es poderosa y puede hacernos transitar, simultáneamente, por varios tiempos y espacios. Al fin y al cabo ese es el tema fundamental de mi última poesía.
Tiempos y espacios diferentes, pero comunicados entre sí por lazos que, aunque invisibles, resultan muy reales y no menos poderosos. Situaciones que nos bloquean en nuestros lugares habituales, que nos apresan y condenan, como la circunstancia que describe Kavafis en su famoso poema «La ciudad», de pronto, hallan su íntegra resolución en otras geografías, en tierras remotas que la imaginación o el sueño han preparado cuidadosamente como escenario de una transformación radical y que revela eso precisamente: nuestra raíz más profunda, que no solo pertenece a este o aquel lugar sino que se desparrama por toda la tierra como la vida entera. ¿Es así?
Fíjate, y no es una idea mía, la filosofía occidental empieza a preguntarse por las cosas... si son agua, fuego o aire… Es más admirable el hecho del asombro que lleva el preguntar mismo. La filosofía oriental nace del asombro, cada día es un acontecimiento, cada instante se perpetúa en otros, como estratos bajo las montañas, y así, con la capacidad de sorpresa, vamos descubriendo el mundo porque nacemos con un mundo dentro e ignoramos las posibilidades de las que no carecemos. Son temas de mi poesía, sobre todo en Acontecimiento y Las proximidades.
Voy a terminar esta entrevista con unas palabras de Agustín Andreu, quien expresó lo que pensamos tantos, con un acierto encomiable:
«El muro de Berlín no fue la Muralla China, no podía serlo porque salía de una sociedad con Ilustración fragmentaria, pasada, despreciada, pero operante. Las religiones dominan los ánimos y anulan los brotes de Ilustración. Esos muros se fortifican cada vez más con los materiales mismos de agravio y guerra, de odio teológico y desprecio religioso, y se endurecen de generación en generación. Quienes no tienen más remedio que vivir en esos ambientes amurallados haciendo trabajar su inteligencia han de tener paciencia milenaria».
Los humanos tenemos una capacidad extraordinaria con el lenguaje para salir de las situaciones de bloqueo —paciencia milenaria—. Pienso en el psicoanálisis, tan denostado últimamente, y en la poesía, la gran desaparecida en los medios. Por fortuna su recorrido se expande adoptando formas rizomáticas. La poesía está en todas partes, solo hay que saberla encontrar, y eso es precisamente lo que quieren que no veamos.