Los aportes rusos han sido indispensables para la formación de la técnica, la coreografía y la música del ballet; además, no es un secreto el hecho de que la tradición soviética constituye una leyenda universal, debido a la gran calidad de sus artistas.
Los primeros espectáculos de danza clásica que vio Rusia fueron a finales del siglo XVII, y consistían en bailes pausados y solemnes con cambios de poses refinadas e inclinaciones. Todo esto en la época cuando la instrucción del ballet era obligatoria en los colegios, siguiendo las órdenes del zar Pedro el Grande.
Como protagonista del baile ruso se destaca el coreógrafo francés Charles-Louis Didelot en el siglo XIX, puesto que al desarrollar nuevos repertorios de más de cuarenta ballets nacionales e internacionales, enriqueció la enseñanza en la Escuela Nacional de Ballet e introdujo la madurez creativa a este ámbito en Rusia.
No se puede hacer referencia a los inicios de este arte sin mencionar al bailarín, coreógrafo y maestro francés Marius Petipa, ya que, además de implantar conceptos como pas de deux y adagio, dejó un legado que se conserva hasta nuestros días. Tomando en cuenta que Petipa consideraba a la mujer como el personaje principal en sus producciones, vale resaltar que algunos de sus espectáculos famosos son precisamente los que produjo en colaboración con el compositor Piotr Ilich Tchaikovsky — La Bella Durmiente, El Cascanueces y El Lago de los Cisnes —; sus coreografías para Giselle y Don Quijote; sus reconstrucciones de La Sílfide y Coppélia; entre otros.
La danza clásica rusa empezó a influir en Europa, Estados Unidos y Asia a causa del famoso empresario Serguéi Diáguilev, dado que el mundo conoció los tesoros de la cultura soviética gracias a su organización de giras por París y capitales europeas y americanas. Como fue la mano derecha del director del Ballet Imperial, Petipa, no pudo obviar que entre los bailarines jóvenes había una cierta reacción contra sus tradiciones; entonces tuvo la idea de combinar tres factores renovadores: música, diseño y baile, con la inclusión de artistas como Michel Fokine, George Balanchine y Anna Pávlova, junto con diversos compositores y pintores que enriquecerían la puesta en escena de los ballets.
Al igual que Diáguilev, Michel Fokine aseguraba que la síntesis del arte — música, danza, escenografía y trajes — creaba la unidad estilística del espectáculo, debido a que, para él, la inspiración coreográfica dependía de la calidad de la música. Asimismo, Fokine hizo del cuerpo de baile un factor de igual importancia que el resto de los participantes en el escenario.
Al llegar al ballet neoclásico, es necesario referirse al maestro George Balanchine, quien añadió dinamismo a la tradición conservadora de Petipa y aseguró que el baile es un factor autosuficiente que no precisa decorados para ser impactante – en contraposición al pensamiento de Diáguilev y de Fokine —. De hecho, hoy por hoy, el New York City Ballet y la Escuela de Ballet Americano se basan en la estética de los ballets de Balanchine, cuya herencia es de más de 400 obras, por lo que su influencia no puede ser sobrevalorada.
Por otro lado, se encuentra la bailarina rusa Anna Pávlova, reconocida por su interpretación de La Muerte del Cisne – coreografiada para ella por Fokine – y por haberse destacado en Giselle, La Sílfide y Coppélia. A pesar de sus diversas imperfecciones técnicas y de su falta de musicalidad y sentido del ritmo, Pávlova logró ser la artista rusa más reconocida de su época.
Después de la Primera Guerra Mundial —1914 a 1918 —, en la mayoría de las danzas, ahora condicionadas por la ideología política soviética, destacaban los saltos altos y los giros bruscos. Una de las profesoras que contribuyó al desarrollo de este estilo fue Agrippina Vagánova: su sistema formó bailarines capaces de interpretar tanto danzas románticas, de tiempos pasados, como espectáculos acordes al momento.
Paralelo a este período post-guerra del siglo XX, en Estados Unidos se estaba desarrollando el baile moderno, pero no era tomado en cuenta por las tradiciones rusas. Los aficionados del ballet se dividieron: aquellos que se mantuvieron fieles a sus bases clásicas y quienes empezaron a buscar una nueva coreografía, para mostrar las necesidades espirituales y las pasiones del ser humano; de esta manera, surgió la danza moderna a manos de Isadora Duncan.
Se debe tomar en cuenta que Rudolf Nuréyev, el gran bailarín ruso, fue uno de los primeros que trató de reconciliar el baile moderno con el clásico: añadió nuevos movimientos discontinuos y bruscos para ampliar sus posibilidades. Además, fue primero Balanchine y después Nuréyev quienes retaron la ideología de Petipa y buscaron reforzar el papel del hombre en la danza.
Este paso del clasicismo al modernismo ha sido fuertemente criticado por conocedores del tema, quienes afirman que la pérdida del tradicionalismo lleva a la muerte del ballet como arte. En contraposición, algunos creen que es necesaria la enseñanza del baile moderno en las escuelas, ya que el sistema del ballet clásico es universal y está en un nivel alto de abstracción, por lo que los nuevos movimientos se unen a él fácilmente.
Más allá de las opiniones a favor y los juicios en contra de esta metamorfosis de la danza, se debe recordar que su verdadero objetivo es constituir un escape para el ser humano; ser un estilo de vida; reflejar una realidad, un sentimiento y una pasión.