Toda generación cuestiona su pasado inmediato. Si creemos en la evolución de la especie humana hacia mejores estadios de relación social, en un proceso civilizador progresivo, concordaremos en que este fenómeno crítico es elemento primordial, aunque implique, en términos psicológicos, «asesinar al padre y desgarrarse de la madre». Este necesario ascenso a partir de un desentrañamiento o quema de las naves en el umbral, lo manifiesta la sentencia bíblica: «dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne».
No toda generación deja impronta significativa en la historia de su tiempo. Algunas han llegado a ser emblemáticas, como la célebre Generación del 98 en España, nacida y forjada por notables intelectuales que estaban en el cenit de su capacidad creadora cuando su patria fue conmovida, hasta los cimientos, por la conflagración con los Estados Unidos de Norteamérica, que significó la pérdida de las últimas colonias y el certificado de defunción del más extenso de todos los imperios. Hablamos de Unamuno, Valle-Inclán, Antonio Machado y Azorín, a quienes les dolía España, al sentirla ultrajada como madre menesterosa de todas las madres.
Otro grupo vuelto paradigma fue la Generación del 27, integrada por Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Emilio Prados, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre; también Miguel Hernández, el más joven de ellos, muerto en las mazmorras de Franco. Asimismo, el importante grupo de mujeres que integraron María Zambrano, Rosa Chacel y María Teresa León. Y en el ámbito de otras artes, Dalí, genio de la pintura; Buñuel, adelantado del cine; Manuel de Falla, maestro y compositor excepcional.
En Chile, destaca la Generación del 38, que no sólo fue un movimiento literario, sino que abarcó otras áreas de la cultura, donde sobresale, durante la década del 40, la creación del teatro experimental de la Universidad de Chile y la Orquesta Sinfónica. Se dejó sentir, en estas iniciativas y en otras similares, el influjo de intelectuales que arribaron, en septiembre de 1939, en el legendario Winnipeg, cuyo embarque articularon Delia del Carril y Pablo Neruda. Señeros escritores, como Manuel Rojas, con Hijo de Ladrón, y Nicomedes Guzmán, a través de su obra Los Hombres Oscuros, que narra la vida en el conventillo y exalta la lucha sindical. Otro autor fue Volodia Teitelboim, quien desnuda en su obra realista las atrocidades del capitalismo. Volodia hace profesión de fe ideológica y generacional escribiendo: «Los aprendices de escritores pusimos algo de nuestra alma en esa lucha y nos sentimos parte del pueblo».
La Generación del 50 nos entregaría figuras que sentimos más cerca de la nuestra, la que llamamos «dispersa» o de los Veteranos del 70, según título inventado por el poeta José Ángel Cuevas, para designar a escribas maduros en tiempos de «la noche de piedra». Recordemos a los mejores cincuenteros en las figuras de José Donoso, Alfonso Calderón, Miguel Arteche, José Miguel Varas; admiremos, asimismo, a Sergio Villalobos, Armando Uribe, Enrique Lafourcade y Jorge Edwards. También su historia está hecha de reacción e innovaciones, cuya experiencia nutrirá a los sucesores, en la cadena interminable de la cultura.
Ya ven ustedes que el recuerdo de las generaciones suele centrarse, de preferencia, en la intelectualidad destacada de cada época. Quizá en futuros recuentos serán considerados los empresarios exitosos –emprendedores, como se dice ahora- y los famosos del deporte, sobre todo los futbolistas y entrenadores de primera línea, que amasan fortunas en ese circo moderno de las fieras que son los estadios, «héroes» cuyos nombres y apodos lleva la juventud a flor de boca.
Pero apunto a una cuestión de mayor relevancia, que me preocupa hasta el desasosiego. Es el quiebre generacional rotundo, quizá absoluto, que se aprecia y prevé en los jóvenes de hoy, cuyas edades pudiésemos estimar entre 18 y 25 años. Hemos tenido la oportunidad y el privilegio de dictar clases de lengua y cultura literaria a algunos de ellos, y, a pesar de la supuesta inclinación por tales especialidades humanistas, manifiestan alarmante desconocimiento de la historia de la literatura, como si pretendiesen trazar una línea divisoria infranqueable con el pasado, para partir de cero, construyendo sus propias experiencias creativas sin antecedentes previos… Cuando nuestros abuelos y padres nos mencionaban a Dostoievski, a Gogol, a Flaubert y Balzac, a Pérez Galdós y a Baroja, si aún no los habíamos leído, al menos entendíamos de qué se trataba. Ya conté la cercana experiencia que padecí, frente a un alumno estadounidense, de carrera humanista, que no conocía ni de nombre a Walt Whitman.
Si llevamos esta actitud hasta sus alcances extremos, podemos concluir que el lenguaje, como lo conocimos, como aún funciona entre minorías académicas e inútiles parroquianos de bar y tertulia, está en riesgo de desaparecer, para ser reemplazado por jergas mediáticas y coloquiales de mínima expresividad, ya en boga, orientadas a una virtual sujeción del ser humano por las máquinas cibernéticas y otros artilugios del simio tecnificado, en pos de resultados de pseudo comunicación inmediata, donde no interesan las etimologías, ni las paráfrasis, ni las paradojas, ni las antinomias, ni las metáforas, ni el sentido figurado, ni menos el brillo en los ojos del interlocutor…
Así pues, con los restos de este idioma en descomposición, otrora hermoso y rico, se empieza a enlazar parte de la nueva lengua universal, que tal vez devenga en ríspido esperanto, desprovista de los numerosos atributos que, para nosotros y nuestros antepasados, lo engalanaban como a una doncella turbada de promesas.
Mi buen amigo, Guido del Valle, escritor sobre temas de genética, me tacha de academicista trasnochado, que no entiende la dinámica progresiva de las lenguas humanas y que se aferra al apotegma «todo tiempo pasado fue mejor».
No niego que el implacable Guido lleve buena parte de razón y procuro no ser un idealista crepuscular… Es posible también que nuestra actual cultura y civilización desaparezcan. Quizá en siglos venideros, que ni siquiera anticipamos, bípedos diferentes hallen, entre antiguos escombros y bajo las capas de tierra donde reposan nuestros muertos, restos fosilizados de viejos libros que ameritarán el estudio de esos raros jeroglíficos, hallazgo de futuros investigadores, curiosos signos que constituyeron el más preciado de los alimentos para el espíritu de una época en vías de enmudecer, sin vuelta atrás, como esos pájaros abatidos por el cazador aleve, incapaces de gorjear las hondas melodías de la existencia.
Quizá alguien pregunte, ante aquellos despojos, reviviendo los mustios latines: ¿Ubi sunt? ¿Qué se fizieron?