Cuando el escritor Fernando Vallejo le dijo al periodista Daniel Rivera —durante una de las entrevistas que le hizo para construir el perfil publicado en la revista Gatopardo— que regresaba de México para quemar Colombia, le contó la trama de su última novela: Memorias de un hijueputa.
Como en sus otras novelas (La virgen de los sicarios, El desbarrancadero, Casablanca la bella, entre otras), la realidad alimenta hasta el límite cada página. Tanto es así, que la novela empieza con el derrocamiento del actual presidente de Colombia, Iván Duque, y la instauración de una dictadura a cargo de un «hijueputa» anciano, de 95 años, a quien los militares buscan para entregarle el poder.
Vallejo, quien tiene 19 años menos que el «hijueputa», no se atrevió a decir en aquel perfil que lo que tenía entre manos era una novela: «A veces escribe, apunta frases para el libro en que anda, que no es ni novela, ni autobiografía, ni ensayo, ni nada». El lanzamiento de esa «nada» tuvo lugar en la trigésimo segunda Feria Internacional del Libro de Bogotá (Filbo), el sábado 27 de abril. Allí contestó con humor y gana las preguntas hechas por su interlocutor, Mario Jursich, hizo aclaraciones sobre el libro e hizo reír a al público.
Tuvo una actitud muy diferente a la que muchos en Colombia imaginan: la de ser un tipo apático, tosco y de mal genio. Sobran los testimonios de personas que se sorprendieron con su gentileza, como el del cineasta suizo Barbet Schroeder, quien llevó al cine La virgen de los sicarios, una película en la que un escritor se enamora de un joven sicario de Medellín, de esos que abundaban (¿abundan?) en el final de los 80 y comienzos los 90.
Vallejo —quien dijo en televisión que era bisexual: le gustaban los hombres y los muchachos— se enamoró del escenógrafo mexicano David Antón, a quien conoció un día después de llegar a Ciudad de México proveniente de Nueva York, donde había deambulado por las noches, como lo hiciera en Roma, Bogotá y Medellín. Fueron 47 años los que pasaron juntos, en los que sobrevivieron a dos terremotos y cultivaron el amor por los animales, ese que hizo a Vallejo vegetariano.
En 2017, Antón murió a los 94 años. Parece que esa fue la razón del regreso de Vallejo a Colombia. Otra versión apunta que lo hizo para evadir a la justicia, puesto que había apuñalado en el brazo a un vecino suyo allá en México y apareció una demanda por tentativa de homicidio, según un artículo publicado en el diario mexicano Reforma.
Para incendiar Colombia no tenía que estar presente. Ya lo lograba con sus visitas esporádicas, como cuando dio un discurso en la Filbo del 2016 —«Colombia tiene la perversión de creer que lo grave no es matar sino que se diga»—, con sus textos, como cuando escribió su libro de ensayos sobre la Iglesia Católica, llamado La puta de babilonia.
Por supuesto, la Iglesia no sobrevive a la dictadura del «hijueputa», así como tampoco sobreviven los últimos cuatro expresidentes colombianos. La bandera tricolor desaparece para dar espacio al rojo, el único color que queda y que representa la sangre derramada.
Y como si la realidad quisiera alcanzar a la novela de Vallejo, el pasado 22 de abril algunos habitantes del municipio de Concepción, en Norte de Santander, encontraron a hombres del ejército cavando una fosa para enterrar al exguerrillero Dimar Torres, quien se acogió al proceso de paz del 2016 y fue asesinado de un tiro en la cabeza luego de ser torturado. El Ministro de Defensa colombiano, Guillermo Botero, dijo que el excombatiente murió luego de forcejear con un militar para quitarle el arma. Seguramente el «hijueputa» habría reconocido el hecho sin problema.