Carlos Martínez Rivas (el más grande poeta de Nicaragua después de Rubén Darío) vivió muchos años en la habitación 301 del falso hotel Sheraton, al final de la Avenida Central de San José Costa Rica. No era muy claro quién pagaba esa habitación, pero allí vivió el poeta en los últimos años de Somoza y también en los primeros del sandinismo. Después se fue a vivir y a morir en Nicaragua.
Las malas lenguas decían que el hotel lo pagó siempre el gobierno de Managua (Somoza primero, después Ortega), no importaba la ideología, pues se trataba de mantener dignamente a una gloria nacional, es decir, como si Francia le hubiese pagado la habitación del hotel a Balzac o a Verlaine si ellos se hubieran exilado en Madrid. Sergio Ramírez me dijo una vez que eso no era cierto, que era pura mitología literaria, leyendas urbanas, cuentos de camino, que en realidad el poeta sufragaba la habitación del hotel mensualmente con su salario de funcionario del CSUCA...
Lo cierto es que el poeta vivió muchos años en el falso hotel Sheraton, tal vez más de una década. Y frente estaba la famosa cantina La Barcelonesa, donde recalaba casi todas las noches a tomarse un jaibol de whisky. O quizá dos o tres. O varios más.
Yo tenía quince años, vivía en la casa de mis padres, y algunas noches el cantinero de La Barcelonesa nos llamaba, pues «al poeta se le había pasado la mano...». Y tarde, a las nueve o diez , salía con mi padre — su gran amigo y también poeta — y nos encontrábamos a Carlos Martínez con cinco o seis whiskies encima, recitando en la barra a Rimbaud y a Baudelaire, en perfecto idioma francés, al lado de los muchos seres de la noche que llenaban el bar: borrachines trashumantes, agentes de seguros trasnochados o prostitutas que ya habían cobrado dos o tres servicios y recalaban para abrevar y seguir la faena. Llegábamos a la cantina y allí estaba el poeta recitando a viva voz:
Je ne parlerai pas, je ne penserari rien,
Mais l´amour infini me montera dans l`ame
Et j´irain loin, bien loin, comme un bohemien
Par la Nature — heureux, comme avec une femme.
Carlos Martínez Rivas exigía silencio absoluto a los clientes de la cantina. «¡Respeto por la poesía, respeto por la historia!», bramaba, y después de leer a Rimbaud, declaraba que «Mallarmé era un cabrón, un impostor que no merecía la fama que tuvo!».
Y el poeta estaba dispuesto a trenzarse a golpes con cualquiera que musitara palabra o hiciese ruido «¡contra las glorias de la cultura universal!». Entonces había que llevárselo endulzado con un litro de Passport Scotch (era la marca que siempre llevaba mi padre bajo el brazo, nunca lo olvido), cruzar la calle hasta el falso Sheraton, pedir copia de la llave en recepción (pues el poeta, siempre la perdía en algún lado) y dejarlo en la habitación 301, mientras de camino empezaba a hablar del tránsito del arte medioeval al renacentista, y más propiamente del Giotto. Hablaba mucho de la pintura del Giotto a esa última hora de la noche.
El Giotto y el whisky se llevan muy bien, alguna extraña conexión existe en algún lado, decía el poeta mientras se quitaba los zapatos y uno le cerraba la puerta para dejarlo dormir. La ginebra va muy bien para leer poesía sucia y mala, nos explicó en otro momento. La dignifica un poco. El vino sirve, sobre todo, para enamorar mujeres.
En fin, los poetas le enseñan a uno ese tipo de cosas.