«A partir del momento en que el impuesto tenía por objeto, no de alcanzar a los más capaces de pagarlo, sino a los más incapaces de evitarlo, debíamos llegar a esta consecuencia monstruosa de exonerar al rico y de aplastar al pobre».
(Alexis de Tocqueville: «El Antiguo Régimen y la Revolución», 1856)
Poco a poco, imperceptiblemente, estamos llegando a un punto en el que se hace difícil, si no imposible, dialogar, debatir, comunicar. Los dispositivos electrónicos que te permiten llamar desde el quinto infierno, enviar un mensaje a la Península de Kamchatka en el Mar de Ojotsk, o compartir una fotografía con un astronauta, son el árbol que no deja ver el bosque.
La cuestión reside en la perversión del idioma. Para ser más precisos, de los idiomas. Victor Klemperer dio cuenta de la degradación de la lengua alemana en su conocido libro Lingua Tertii Imperii – Apuntes de un filólogo. Eric Hazan hizo lo propio con la lengua francesa en un libro que tituló Lingua Quintae Republicae - La propaganda cotidiana. Servidor describió la depravación del castellano que se habla en Chile en un libro cuyo título es Lingua Comoediae Chilensis – La lengua del circo chileno.
Progresivamente las palabras son vaciadas de su contenido semántico, los significantes cambian de significado, se abusa de improbables barbarismos con el pretexto de la vivacidad del idioma y de su capacidad para generar nuevas palabras o integrar conceptos innovadores.
Los ejemplos abundan y no es el caso ofrecer la interminable lista en estas líneas. No obstante debo mencionar uno. En la jerigonza que se practica en la actualidad la palabra radical designar una suerte de extremismo, un comportamiento despiadado, severo, cruel.
En realidad la palabra radical viene del latín radicalis y significa «relativo a la raíz». Sus componentes léxicos son: radix, radicis (el enunciado del sustantivo compuesto por nominativo y genitivo),«raíz», más el sufijo -al («relativo a»). De modo que al proponer una solución radical no se hace otra cosa que sugerir atacar el meollo de la cuestión, ir a sus raíces.
Mala cosa en una época en que nos habituamos a irnos por las ramas, a metaforizarlo todo, a mamar en la teta del consenso, a esquivar las decisiones más simples.
A tres meses de manifestaciones de los «chalecos amarillos», con más de tres mil heridos, al menos quince tuertos producto del uso de las LBD (balas de caucho), cinco mancos gracias a las granadas explosivas y no menos de 15 muertos en el curso de los bloqueos de la circulación, Emmanuel Macron, con el agua al cuello, no encontró nada mejor que convocar un ‘Gran Debate Nacional’ para escurrir el bulto. Ahora, mientras las manifestaciones continúan, su drama reside en qué proponer como resultado del ‘Gran Debate’.
Falto de ideas, no encontró nada mejor que convocar un press the flesh (Macron habla así, en franglish…) en el Palacio del Eliseo. La prensa parisina y europea lo destaca en titulares:
«Emmanuel Macron se reúne durante ocho horas con 64 intelectuales para buscar salidas a la crisis».
Uno de estos ‘intelectuales’ reflexionó intensamente y le declaró a los periodistas: «Estamos haciendo un ejercicio extraordinario de chaleco-amarillología». Ya ves el nivel. Un monarca, así sea republicano, evita rodearse de gente inteligente y brillante, para no pasar por un borde.
Al parecer ni Macron ni este refinado areópago de genios escuchan la calle. Ni siquiera la radio. Si lo hicieran tendrían claro lo que hay que hacer para darle solución a la crisis. Hoy por la mañana los noticieros daban cuenta de una aceleración del crecimiento en virtud de los 13.000 millones de euros que ya obtuvieron los ‘chalecos amarillos’: darle plata a los pringaos tuvo un efecto positivo sobre la actividad económica, algo que cualquier economista digno de ese nombre podía prever sin necesidad de forzar el talento. Mejor aun, Francia se pone a la cabeza de los índices de crecimiento en la UE, por encima de Alemania. ¿Gracias a quién? A los ‘chalecos amarillos’...
Como puedes ver, la ‘radicalización del movimiento’ es una buena noticia para 67 millones de franceses e incluso buena parte de Europa. No hay ninguna razón para detenerse en tan buen camino: mejorar la condición de los miserables contribuye poderosamente a dinamizar una economía moribunda a fuerza de aplicarle curas de austeridad.
La desigualdad, lo que Jacques Chirac llamó la ‘fractura social’, es insoportable. De un lado un puñado de privilegiados, del otro una masa de ciudadanos que genera la riqueza de este país, sin recibir los frutos de su esfuerzo. Al trabajador asalariado, obrero o profesional, solo le queda matarse trabajando y cerrar la boca. Literalmente. Hace un par de días Agnès Buzyn, ministro de la Salud, declaró que a su juicio («por algo soy médico») hay que aumentar la edad legal de la jubilación a 65 años. Esperando, como sabemos, llegar algún día a los 70.
Alain Juppé, que fue primer ministro de Chirac –antes de ser condenado a 14 meses de prisión remitida y un año de inelegibilidad en el año 2014 por meter las manos y los pies– acaba de ser nombrado por Macron miembro del Consejo Constitucional. Alain Juppé jubiló a los 57 años y medio (2004) y percibe una pensión mensual de 9.400 euros.
De un lado los privilegios, del otro las obligaciones. El fenómeno no es nuevo. Ni Macron ni su ramillete de 64 intelectuales conocen la Historia de su propio país. De ahí que no entiendan cuál es el origen de la bronca, ni cuales son las políticas que el país necesita y la nación reclama.
Una de las primeras reivindicaciones de los ‘chalecos amarillos’ fue la de terminar con la injusticia fiscal. El pobrerío paga cada vez más impuestos, mientras los privilegiados los eluden, están exentos, o practican el fraude fiscal en escala industrial. Al respecto, en el año de gracia de 1856, Alexis de Tocqueville escribía:
«Tomemos el más odioso de todos estos privilegios, el de la exención de impuestos: es fácil ver que, desde el siglo XV hasta la Revolución Francesa, no ha cesado de crecer».
De Tocqueville citan con frecuencia y abundantemente su libro De la Democracia en América. Por alguna razón su obra El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) no tiene esa suerte. Gracias a ella sabemos que la injusticia fiscal no cesa de crecer desde el siglo XV hasta nuestros días. Tocqueville se dio el lujo de describir el fenómeno con una cierta ‘radicalidad’:
«Aunque la desigualdad, en materia impositiva, se estableció en todo el continente de Europa, había muy pocos países en los que fuese tan visible y tan constantemente resentida como en Francia» (Op. cit.).
A quienes intentan esconder el sol con un dedo negando la lucha de clases, es decir la lucha de los privilegiados por la conservación y la consolidación de sus privilegios, les haría bien leer a Tocqueville:
«Ahora bien, de todas las maneras de distinguir los hombres y marcar las clases, la desigualdad impositiva es la más perniciosa…» (Op. cit.).
Puede que Tocqueville se haya inspirado en otro libro célebre, La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, publicado en 1776. Allí, Smith precisa cuál es el objeto de los impuestos: financiar el gobierno civil. Ahora bien, el gobierno civil tiene una eminente misión:
«Los ricos, en particular, están necesariamente interesados en sostener el único orden de cosas que puede asegurarles la posesión de sus ventajas (…). El gobierno civil, en cuanto tiene por objetivo la seguridad de la propiedad, es instituido en realidad para defender a los ricos contra los pobres, o bien, aquellos que tienen alguna propiedad contra aquellos que no tienen ninguna».
(Adam Smith. «La Riqueza de las Naciones», 1776)
Las clases poseedoras, los privilegiados que durante siglos no han hecho sino ampliar y consolidar sus privilegios (eso es la lucha de clases), buscan insaciablemente –por una parte– incrementar la parte de la riqueza nacional que cae en sus bolsillos, y secuestrar –por la otra– el ejercicio del poder político. Tocqueville menciona el santo horror de la burguesía ante la simple posibilidad de ‘ser pueblo’, y de someterse al escrutinio democrático del pueblo:
«Pero lo que se percibe en todos los actos de esta burguesía, es sobre todo el temor de verse confundida con el pueblo, y el deseo apasionado de escapar por todos los medios al control del pueblo». (Op. cit.).
El mismo Tocqueville cita a los burgueses de una ciudad que se dirigen por escrito al representante del monarca:
«Si pluguiera al rey que el cargo de alcalde volviese a ser electivo, sería conveniente obligar a los electores a elegir solo entre los principales notables…».
Es el sistema que más tarde tomó el nombre de democracia. Utilizando, para elegir a los magistrados, el método que la oligarquía ha preferido durante 25 siglos: las elecciones. Como ya he tenido la ocasión de mostrarlo (De la desgana de votar), a la hora de elegir dos precauciones valen más que una. El propio Tocqueville lo cuenta con fruición:
«Cuando la reforma municipal de 1764, un intendente consultó con los responsables municipales de una pequeña ciudad sobre la cuestión de saber si había que conservarle a los artesanos y al populacho el derecho de elegir los magistrados. Los responsables municipales respondieron que a la verdad “el pueblo nunca abusó de ese derecho, y que sería sin duda gentil conservarle el consuelo de elegir a quien debe mandarles; pero es aun mejor, para el mantenimiento del orden y la tranquilidad pública, reposarse para ello en la asamblea de notables”».
Como se ve, ya en el siglo XVIII había consciencia de que el orden y la tranquilidad pública tienen un precio.
En estos días la prensa y la TV parisinas lloran los destrozos ocasionados en los Campos Elíseos, particularmente el incendio del lujoso restaurant Fouquet’s. Tal parece que reconstruir el restaurant y reparar los destrozos ocasionados por los vándalos que se sumaron a la manifestación del sábado pasado va a costar una pasta gansa (así se refiere Macron al dinero destinado a la asistencia social: ‘una pasta gansa’).
Nadie ha mencionado una cifra. Lo que sí sabemos es que el congelamiento de las pensiones –que le hace perder cada año a los jubilados un 3% de su modesto poder adquisitivo– le ahorra al Estado 5.500 millones de euros anuales. Esto dura ya desde hace seis años, lo que hace un total de 33.000 millones de euros y seguimos contando.
Al mismo tiempo, la eliminación del impuesto a la fortuna le ahora al riquerío unos 3.500 millones de euros al año.
Uno tiene la debilidad de pensar que con esa ‘pasta gansa’ los privilegiados pueden construirse una docena de Fouquet’s al mes y les sobra plata.
Lo que importa, no obstante, es que nadie confunda ‘chaleco amarillo’ con vandalismo. Prosper-Olivier Lissagaray, ese inmenso historiador de la Comuna de París, explica que ya en el año 1869 la policía francesa infiltraba provocadores en las manifestaciones para culpar luego a los trabajadores de los desórdenes y los destrozos ocasionados por sus propios agentes.
Lo digo claramente, de manera radical, para no irme por las ramas…