El presidente de Colombia, Iván Duque, ha revivido la polarización política del país entre el SÍ y el NO, que se manifestó en el plebiscito por la paz en octubre del 2016, al objetar la ley estatutaria de la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz), heredada del presidente Santos. Y no es que la mitad de los colombianos quieran la paz y la otra mitad la guerra, como pudiera verse a prima facie. No, en honor a la verdad, todos quieren la paz, pero unos «echando bala» y otros «echando lengua», como muy gráficamente se ha resumido esta insuperable polarización.
Resumen ejecutivo
Colombia ha vuelto a encontrarse partida en dos a cuenta de la paz versus la guerra, un tema que nos tiene eligiendo presidente hace muchos años, unas veces para que les eche bala a los grupos alzados en armas hasta extinguirlos, y tantas otras para que busque su desmovilización a través del diálogo. Esta historia podría datarse desde 1948 tras el mítico crimen del líder social, Jorge Eliécer Gaitán.
Un par de últimos ejemplos al canto ilustra el aserto: elegimos a Pastrana (1998) porque se mostró en fotos abrazándose con Tirofijo «en algún lugar de las montañas», pero en el 2002, elegimos a Uribe para que lo matara. Y, en efecto, a partir de su Gobierno arreció la lucha bajo la sombrilla de la Seguridad Democrática.
En el 2010 la gente eligió a Santos porque era el ministro de Defensa de Uribe que llevó a las FARC-EP a su mínima expresión: «Les llegó el fin del fin», alcanzó a decir el flamante ministro, después de cazar a media noche en la frontera colombo-ecuatoriana, el 13 de enero del 2008, a la más rutilante estrella de la guerrilla en esos momentos: Raúl Reyes.
Pero Santos traicionó la causa, tal como él mismo lo confirmó dos años después, el 26 de agosto del 2012, cuando admitió oficialmente que desde el primer día de su Gobierno «he cumplido con la obligación constitucional de buscar la paz». Y un mes después, el 4 de septiembre, inició formalmente las conversaciones con sus otrora aguerridos enemigos.
La oposición del uribismo al incipiente proceso de negociaciones, fue feroz. La política colombiana en solo cuatro años nos mostró su paradoja más patética eligiendo a Santos en el 2010 para culminar el exterminio de las FARC-EP, y reeligiéndolo en el 2014 para que continuara el diálogo que culminó felizmente en noviembre del 2016 con la suscripción del Acuerdo de Paz.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado, se pensó con demasiado optimismo, entonces… Pues, no señor: en el 2018, o sea cuatro años después de la reelección de Santos, los colombianos volvieron a elegir a Uribe, en cabeza del más primíparo militante de su Centro Democrático, Iván Duque, para que hiciera «trizas» los acuerdos de paz… Y es lo único de su campaña que está cumpliendo al pie de la letra.
Volvimos a empezar
Tal como venimos dando vueltas y revueltas, la paz en Colombia sigue estando en el ojo del huracán, ahora a cuenta de las controvertidas objeciones presidenciales como epílogo de un intenso y oscuro proceso en que los uribistas han logrado desestabilizar la JEP como emblema de los acuerdos de paz.
Ahora recuerdo el cuento de un inquieto nieto que cuanto caía en sus manos lo desbarataba en un taller que llamaba «departamento de daños irreversibles», con el sugestivo lema de que, «nada podía estar tan malo que no fuera susceptible de empeorar».
¡Eureka!: acaba de llegar al taller del nieto el Acuerdo de Paz, remitido por el presidente Duque, con el encargo de que revise seis objeciones. «Son solo seis artículos», dice el presidente. «Si hubiera querido destruir el Acuerdo de Paz, lo hubiera objetado todo», agregó días después ante un grupo de desmovilizados a manera de mensaje de tranquilidad, con más arrogancia que convencimiento. Pero es que, para matar a alguien no hay necesidad de hacerle trizas el cuerpo, basta con tocarle el corazón.
La metáfora de que nada puede estar tan malo que no sea susceptible de empeorar se convalida en lo tormentoso de este proceso de paz, sacado adelante por el presidente Santos, haciendo malabarismo con la Constitución y, en gracia de discusión, otorgando concesiones políticas, judiciales y hasta económicas a los victimarios (guerrilleros y militares) que no se corresponden, al menos de momento, con las concesiones previstas a las víctimas sobre verdad, justicia, reparación y no repetición.
Pero como en algún momento dijo el jefe negociador del Gobierno Santos, Humberto de la Calle, «el acuerdo logrado es el mejor acuerdo posible», bajo la premisa, que también se advirtió reiteradamente de que, en una negociación de paz, nadie depone las armas para irse directo a la cárcel.
Las objeciones de Duque a la ley reglamentaria de la JEP, abren un debate ya superado y ponen en bandeja un ‘bistec’ de sapos que ya nos habíamos tragado.
¿Quién manda a quién?
La clase dirigente colombiana tiene mucha experiencia en eso de las discusiones bizantinas. Parece egresada, summa cum laude, de los concilios de Constantinopla… De hecho, su historia registra un interesante periodo conocido como la Patria boba (1810-1816) dentro del cual, tras el «grito» de independencia de España, que no fue más que una frívola discusión entre un chapetón y un criollo sobre un florero, con solo eso, se sintieron libres y empezaron a discutir quién mandaba a quién...
Por lo visto, el periodo de la Patria boba no se ha cerrado porque seguimos en discusiones bizantinas, y una prueba al canto son estas objeciones a la estatutaria de la JEP que nos regresa al principio de las negociaciones emprendidas por Santos en octubre del 2012, Oslo, Noruega… En otras palabras, muy usuales en nuestro lenguaje popular: vamos a barajar y volver a repartir.
El asunto hasta sería interesante: nada tan paliativo como embeberse en el paisaje para olvidar las penas del alma. Es lo que hacen los poetas, los pintores y los diletantes: todo lo disuelven en metáforas, abstracciones y ensueños, lejos de la cruda realidad.
Pero es que detrás de las «inocentes» objeciones de Duque, se mueve la poderosa ultraderecha enhiesta del expresidente Uribe y su cohorte, una ralea de terratenientes y empresarios, nacionales y extranjeros, principales responsables del horror del paramilitarismo que arrasó con todo un partido político de izquierda, la Unión Patriótica (UP); masacró a miles de líderes sociales, activistas, guerrilleros y colaboradores y desplazó a millones de campesinos e indígenas apropiándose de sus tierras.
Como la JEP tiene el encargo constitucional de establecer la verdad, impartir justicia y proteger a las víctimas en sus derechos de reparación y no repetición, el presidente Duque, que ciertamente, y sin ofender, es un títere del expresidente Uribe, ha enervado la JEP. La idea que domina el imaginario colectivo es que detrás de las objeciones, se camufla la intención de paralizar el proceso judicial que llevaría al destape del papel protagónico del expresidente Uribe, su familia y sus más cercanos secuaces políticos y oligarcas, en el oscuro episodio de los paramilitares y su carrera política desde la alcaldía de Medellín, la gobernación de Antioquia hasta la Presidencia que ejerció entre el 2002 y el 2010, torciéndole el pescuezo a la Constitución para hacerse reelegir en el 2006.
A tres bandas
La jugada de las objeciones es a tres bandas:
Al tacar contra la JEP, los uribistas impulsan una soterrada venganza contra JM Santos, padre del Acuerdo, a quien no le rebajan el mote de “traidor” a su clase.
Se asegura, o por lo menos se prolonga indefinidamente la impunidad de Uribe en esos tormentosos días de las limpiezas sociales (Medellín), los falsos positivos (Bogotá-Soacha) y las masacres de los paramilitares en distintas partes del país.
Se despliega un efecto político de cara a las próximas elecciones regionales de gobernadores y alcaldes – asambleas y concejos municipales en octubre de este año. Con esa bandera de la «paz sin impunidad», el Centro Democrático del expresidente Uribe puede asegurar mayorías estratégicas en los territorios con vistas a las presidenciales del 2022.
Un valor agregado
Si las objeciones a la JEP hubieran presupuestado revivir las grietas ideológicas en los partidos de la oposición, no habría salido tan bien.
Resulta que, a raíz de las objeciones, se estrenó en Colombia el derecho de réplica al presidente por parte de la oposición, un punto que, paradójicamente, está en los acuerdos de paz. Como Duque enlazó la televisión para explicar las objeciones, la oposición adquirió el derecho de replicar al Presidente en el mismo escenario mediático y durante el mismo tiempo utilizado por el Presidente.
El asunto era, ¿quién haría la alocución? La lógica señalaba a Petro, pues, fue el candidato presidencial que llevó a Duque a segunda vuelta para dirimir la contienda electoral. En lógica y en política, Petro personifica la oposición más preclara que tiene el Gobierno actual…
Pues, no fue así: la oposición encarnada en cuatro grupos políticos, no solo desconoció el derecho constitucional de Petro, sino que lo marginó de la foto (literalmente hablando) y designó a la representante por el Partido Verde, Juanita Goebertus, eso sí, inteligente y carismática, como vocera en la alocución. Pues, ese aparente impasse baladí, tiene agarrados de las mechas en las redes sociales a los líderes de la oposición y, por supuesto, a los uribistas, frotándose las manos…
Para los no familiarizados con los intríngulis de la política colombiana, es una lucha refractaria entre los dos excandidatos presidenciales que más votos tuvieron en las pasadas elecciones: Gustavo Petro y Sergio Fajardo. Esta es la hora en que parece más fácil un apretón de manos entre Santos - Uribe que entre Petro – Fajardo.
La onda de las objeciones ha repercutido también en la programación de marchas previstas «sin distinguidos ideológicos» contra el plan de desarrollo presentado por el Gobierno al Congreso plagado de reformas sociales en contra de las clases menos favorecidas y, entre otras, una marcha convocada inicialmente para el 18 de este mes precisamente en protesta contra las objeciones. Y se sabe que uno de los excandidatos, Fajardo, no va a estar presente, seguramente por no encontrarse con Petro quien ya anunció que marchará en primera fila.
Fin de folio
Y se podría insistir que todo eso hasta sería de recibo, políticamente hablando, pues, (1) si la venganza es dulce, la venganza política es un panal de abejas mieleras. (2) Sobre la impunidad de Uribe, mientras judicialmente no se establezca su responsabilidad material e intelectual en las más de 200 demandas que cursan ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes y la Corte Suprema de Justicia, seguirá siendo inocente mientras no se le demuestre lo contrario y (3) toda bandera política, bien que se despliegue en Colombia, en EE.UU. o Europa es agresiva con el adversario y, además, en el escenario político es donde más se presenta la disyuntiva de que cualquier medio justifica ciertos fines, sobre todo si son protervos.
Pero es que las «inocentes» objeciones tienen dos efectos colaterales muy graves –supremamente graves—. Primero, un choque de trenes entre el Ejecutivo y el Judicial, en el que ha quedado atrapado también el Legislativo, obligado a pronunciarse sobre unas objeciones inconstitucionales, pues, según los juristas de oposición, se trata de juzgar cosa ya juzgada. Segundo, desata una feroz polarización política en Colombia que preludia el retorno de una violencia más cruda que la que se trata de restañar con los Acuerdos de paz, deficientes, si se quiere, pero con unos resultados en términos de disminución de homicidios y fortalecimiento democrático.
A cuenta de un presidente pusilánime; un expresidente vengativo y un partido político retardatario, en medio de un agitado escenario social asediado por el desempleo, la desigualdad, los bajos salarios, la mala calidad de salud, la quiebra de los agricultores, el desplazamiento de la población indígena y campesina de sus asientos tradicionales, y de sobremesa la corrupción rampante de su clase política, Colombia es lo más parecido al preludio de una tormenta perfecta, con todo los «juguetes» para que el desastre sea insuperable.
Y no hemos hablado de la errática política internacional del Gobierno Duque, liderando el cerco diplomático que conlleve la caída de Maduro en Venezuela que parece otro cuento pero que, viéndolo bien, podría hacer parte de los rayos y centellas que se ciernen sobre el suelo de Colombia.