«Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
Es insensata la palabra ingenua…».(Bertolt Brecht)
Estoy aquí, en medio de las palabras. Ya no puedo salir de ellas. Me sonríe la E, con sus dientes lisos y perfectos, con su cara de cínica irremediable. La A parece compungida, con sus comisuras hipócritas abriéndose hacia abajo, como una beata que ocultara oscuros deseos frente al confesor que la excita. La I se alarga, elusiva y hierática, como si quisiera alejarse de mí para siempre, como una virgen que escapa, incólume y fría, del beso seductor. La U ensaya un sarcasmo inútil y busca las cremillas para cambiar de prosodia y ocultar el estreñimiento de su atávico sonido. La O extiende su interminable grito, la forma del clamor humano que atraviesa los siglos en la esperanzada angustia del Arte, esa boca que el pintor ensaya y delinea para simbolizar la desesperación metafísica o el azoramiento frente al misterio; ese motivo que el músico ofrece a los concertistas para que armonicen con la voz del universo.
Pero todas ellas, vocales airosas y a la vez equívocas, se enmaridan con las consonantes esclavas y sumisas, para crear esta red inextricable del verbo en la que estoy atrapado desde que abrí las hojas del libro inaugural; quizá a partir de aquel viejo silabario del Ojo, donde mi madre me enseñara las primeras ligazones vocálicas. Puede que ella no conociese la sentencia terrible de Bertolt Brecht: «La palabra es el peligro de los peligros para el hombre», aunque intuía ya que toda grandeza y toda miseria se ocultan detrás del lenguaje y de él emergen para darnos la vida o la muerte, el odio o el amor, la riqueza o la inopia. No sabía ella que este hijo, mitad díscolo y mitad evasivo, iba a terminar sus días en el amor incondicional por aquel verbo que la cosmogonía judeo-cristiana consagra como la llave mágica de la creación: «En el principio era el Verbo…».
Porque cuando te enamoras de las palabras, entiendes que ellas y la cosa o el ente que designan son lo mismo, que aquello que está fuera del lenguaje humano es pura especulación de la nada, en complicidad con el caos, pues si las estrellas pudiesen expresarse, jamás se sumirían en los negros agujeros del cosmos sin estallar antes en un alarido metafórico, en un verso escrito con la ignición primordial de la materia, donde Dios o el Big Bang o quien fuere, pusieron el germen de toda vocalización y de toda escritura, para confundirnos en el fascinante y aterrador rompecabezas del idioma.
Pero todo amor conlleva una servidumbre. La de las palabras no conoce límites, no se aplaca en la repetición de innumerables sacrificios, no se satisface con las constantes ofrendas, no calla sus urgencias con las cópulas cotidianas que le brindes como amante compulsivo.
Y si esperas recibir su galardón, jamás podrás aprehenderlo, porque se escurrirá de tus manos anhelantes como el agua prístina del cauce salvaje. Allí reside su espantoso encanto, en la imposibilidad de cualquier pertenencia. Habrás padecido la amarga frustración de vislumbrar una idea, de pergeñar un poema, de elaborar un concepto cabal, y al llevarlos a la escritura su ilusión se deshace en palabras imprecisas, en expresiones titubeantes, en frases equívocas que parecen el reverso triste de tu impulso creativo.
Pero así como las amas, también las respetas y veneras. Ellas tienen sus templos, sus mercados, sus tabernas, sus orquestas y sus lenocinios. Tú las acoges en tus habitaciones íntimas, las proteges y las halagas, cohabitas con ellas, aun cuando al amanecer se hayan fugado, no yazgan como quisieras y anhelaras entre tus sábanas exangües; quizá hayan partido en busca de un trovador amante más propicio o en pos de una casa más hospitalaria.
Te hiere el ultraje cotidiano infligido a las palabras. Quisieras defenderlas a brazo partido, como ese ilustre paladín nacido de ellas para enaltecerlas, en los caminos de la Mancha, enarbolando la decidida pluma de su lanza contra los zafios que las vomitan sin sentido, que las transforman en pedruscos homicidas, en puñales aleves, o en el discurso sin vacuo del tribuno infame que profana el ágora.
Desandas los caminos del mundo porque no las encontraste, como esperabas, aguardándote bajo la sombra de umbrales venturosos. Regresas, como si fueses un Ulises del Verbo. Penélope no está en el centro de la Casa, pero encuentras en el lugar del fuego el infinito tejido de las palabras y sabes que en medio de ellas la vida hilvana con sus sílabas todos los ingredientes de un discurso sempiterno, al que intentarás agregar una palabra nueva, que aún no conoces, pero que ya murmura en ti, como vieja campana que renueva sus bríos en la alcoba secreta del corazón.