Cuando nos dedicamos a leer un poco sobre historia universal, nos damos cuenta de que la mujer ha sido víctima de exclusiones en muchos sentidos. Sin embargo, mencionando esto no busco abrir un foro sobre el tan en boga empoderamiento femenino, pues cuando hablamos del mundo artístico las cosas son un tanto diferentes: en la danza, el discriminado es el hombre.
En pleno siglo XXI, muchos siguen sin aceptar el hecho de que los varones se involucren con la cultura del ballet clásico por el tabú de verlos en licras de baile, tomando en cuenta que este estilo suele distinguirse de otras danzas por el uso de las zapatillas de puntas; sus gráciles, fluidos y precisos movimientos; y sus cualidades etéreas. La ignorancia de algunos conlleva a que su primera reacción sea juzgar y reprochar esta inclinación artística como «deshonrosa para la tradición». ¿Cuántos de ustedes no lo han pensado al menos una vez? ¿De qué «tradición» machista estamos hablando realmente?
En Venezuela, la cantidad de bailarines hombres que han puesto su pasión por encima de los prejuicios sociales no se compara con las cifras de países como Estados Unidos y Rusia, donde los caballeros que se involucran en la danza son aclamados por sus oficios y, vale mencionar, existe la cultura de respeto hacia el artista que permite que haya un estable campo laboral para que estas figuras se desempeñen profesionalmente. ¡Todo es cuestión de idiosincrasia!
Temiendo a lo «no convencional», la sociedad se atribuye el poder de decidir dónde debe estar cada quién, qué debe hacer el hombre y a qué debe dedicarse la mujer, etiquetando a las personas y encerrándolas en una casilla mínima, cuyos límites dependerán de su género. «Si es mujer, que baile; si es hombre, que juegue fútbol».
No es de conocimiento popular que el rol del hombre en la danza clásica consiste en funcionar como complemento para la mujer, transmitiendo fuerza y resistencia, al tiempo que expresa ligereza y elegancia. Incluso, muchos movimientos y pasos de baile que ejecutan los caballeros pueden resultar increíblemente complicados para la anatomía femenina – y viceversa –.
Para ilustrar mis argumentos, recomiendo ver Billy Elliot, la película dramática británica del año 2000, dirigida por Stephen Daldry y protagonizada por Jamie Bell. La historia se desarrolla durante la huelga de los mineros del Reino Unido de 1984-1985 y se centra en el personaje de Billy Elliot – Jamie Bell –, un niño que ama el baile y a quien le abriga la esperanza de convertirse en bailarín de ballet profesional, a pesar de las opiniones contrarias que existen entre los miembros de su familia.
Hago un llamado a las autoridades pertinentes: familias, escuelas, universidades, empresas, entes gubernamentales y, concisamente, a toda institución que tenga en sus manos el poder de influir en la sociedad y educarla, de una manera u otra, respecto a estos temas, ya que es innegable que se suele repudiar lo desconocido. En ese sentido, bailarines, coreógrafos, creadores, maestros y trabajadores del medio deben ser los primeros defensores de su arte, los mayores portadores de la tolerancia y el respeto que amerita el oficio de la danza.
Recordemos que un país se construye desde la tolerancia y la cultura, promoviendo la más pura expresión artística y creando espacios para el disfrute pleno, analítico y libre de sesgos o intereses políticos.
El arte es un concepto omnipresente e infinito que no distingue entre las características que nos definen como seres humanos, mortales, finitos.
Ahora, les pregunto: si la danza no discrimina, ¿por qué nosotros, sí?