«Sediciosos, facciosos, agitadores, violentos, ‘casseurs’ (destructores)…».
Así se refiere a los chalecos amarillos Benjamin Grivaux, ministro vocero del Gobierno de Emmanuel Macron. Un coro de cacatúas periodísticas repite en los medios: «Sediciosos, facciosos, agitadores, violentos, ‘casseurs’…». Luego, cuando los chalecos amarillos denuncian el periodismo tarifado, infame, manipulador y a las órdenes del poder, los cagatintas se lamentan como vestales impolutas: «Los chalecos amarillos atacan la libertad de prensa».
Sin embargo, una de las características más evidentes del chaleco amarillo, junto a su determinación, su capacidad de sacrificio, su generosidad y su humanismo, es su voluntad de actuar pacíficamente. Como para demostrarlo, ayer domingo –día de la Epifanía–, salieron a la calle -solas- las mujeres chalecos amarillos.
Haciéndole frente a una cohorte de policías armados hasta los dientes para la guerrilla urbana, gritan al unísono: «¡Dame un beso!” “¡Dame un beso!» (Un bisous! Un bisous!).
Los mensajeros armados de la paz y el orden ponen cara de culo y se tornan hacia su comandante: «¿Qué hacemos jefe?»
El pasado sábado, Acto VIII del movimiento que sacude Francia hasta sus cimientos, el número de manifestantes dobló con relación al sábado anterior, desmintiendo al Gobierno y a los medios que afirman, contra toda evidencia, que el movimiento pierde fuerza.
Los chalecos amarillos son un movimiento revolucionario, ejemplar e histórico. Salen a la calle, se reencuentran y rehacen la sociedad… El pobre suele hacerse pequeñito, baja la voz y la cerviz, vive como disculpándose de estar ahí, culpabilizado de su pobreza por los winners, los expertos, los que saben, el riquerío y sus sirvientes. El chaleco amarillo comprendió que el pueblo es él, y recordó lo que le enseñaron en la escuela pública, laica y gratuita: «La Revolución Francesa eliminó para siempre las desigualdades sociales ante la Ley, e hizo del pueblo el único soberano». El chaleco amarillo es pueblo, ergo… es soberano.
Frente a la crisis de régimen surgen dos caminos: unos, los demócratas, exigen ampliar, extender los derechos ciudadanos, practicar la democracia directa. El referendo de iniciativa ciudadana (RIC) traduce esa voluntad del pueblo de decidir de lo que le concierne. Otros, los autoritarios, apuestan al hombre/mujer providencial que, imponiendo otro orden, el suyo, le restituya a Francia el orden y la tranquilidad que hacen las delicias del gran capital.
En este bivio, en esta alternativa, surge otra vez, como en setiembre de 1789, la diferencia entre izquierda y derecha: la izquierda lucha contra los privilegios, se opone a ellos, los declara inadmisibles. La derecha protege los privilegios, vive gracias a ellos, y los justifica por ser de ‘origen divino’ o el premio de la riqueza acumulada despojando al pueblo.
La costra política instalada llora el fin de la democracia representativa. Los chalecos amarillos responden que las reglas de la representación deben ser definidas por los representados. No por los representantes. Es el pueblo el que debe fijar los límites de la representación, la misión del representante, y establecer los mecanismos de control que le permitan revocar al representante si este no obedece el mandato recibido de quienes lo eligieron.
¿Democracia representativa? Sí, pero como en la Atenas de Pericles: mandato breve, no renovable, revocable, controlado y sin privilegios.
La masa de periodistas sirvientes no entiende. Por eso no para de preguntarle a los chalecos amarillos: «Pero… ¿cuáles son sus reivindicaciones?».
Emmanuel Macron propuso «un gran debate nacional». Y se apresuró a fijar los límites del debate. «No podemos deshacer lo que ya hemos hecho», declaró, jupiteriano. Antes de insinuar los temas que a su juicio pueden ser discutidos.
Los chalecos amarillos, recordando una vez más la Revolución Francesa, retrucan: «No es el representante el que fija los límites de la soberanía de los representados. ¿Porqué debiese estar limitada nuestra soberanía? ¿Con qué legitimidad puede alguien limitar los derechos de los ciudadanos, que son, precisamente, la fuente de la legitimidad?».
«Hay cuestiones muy técnicas», osa argumentar algún politólogo, suerte de comentarista deportivo surtido de muchas pelotas. La respuesta no se hace esperar: «En política no hay ‘expertos’: todos somos iguales y tenemos derecho a un voto»
La reflexión va más allá: elegir es no votar. Elegir significa designar un «electo» que es el que vota todo en nuestro nombre, prescindiendo de nuestra opinión. Al elegirle, abdicamos de nuestra propia soberanía durante 4, 5 o 6 años.
La Constitución, que debe debe proteger al ciudadano, sus libertades y sus derechos, es en realidad una prisión política que nos mantiene maniatados. No hay ningún artículo de la Constitución que niegue abiertamente la soberanía del pueblo (a menos que se trate de la Constitución chilena). Pero la Constitución establece que las leyes las vota el Parlamento, no los ciudadanos. Los representantes, diputados y senadores, votan leyes que les convienen a ellos y a sus mandantes.
Ese hecho, verificado no solo en Francia sino en el mundo entero, es el que lleva a los chalecos amarillos a reclamar su derecho a controlar y a revocar a los electos. Porque los electos, los representantes, instituyen su propio poder, despojando al pueblo de su soberanía.
Étienne Chouard, un militante que piensa y hace pensar, sostiene que no se trata de pasar a la 6ª República, sino a la primera democracia… Hasta ahora ha prevalecido el poder de la oligarquía, sector social privilegiado que impuso el sufragio como la mejor herramienta para preservar su poder. Desde hace 25 siglos sabemos que la herramienta de la democracia no es el sufragio sino el sorteo: Montesquieu, Rousseau y otros grandes pensadores lo dijeron, antes de que esta gran verdad fuese convenientemente ocultada.
Étienne Chouard opina que esto no es una democracia porque, si uno examina la realidad, el demos no tiene el kratos.
En democracia ningún poder financiero debe ser dueño de los medios de comunicación. En democracia la moneda no puede estar al servicio del gran capital en manos de un Banco Central privatizado. Así como hay soberanía política, debe haber soberanía monetaria.
La revolución ciudadana de los chalecos amarillos no solo sigue viva, sino también grávida de una profunda reflexión relativa al tipo de sociedad que debemos construir.
Lo que no es óbice u obstáculo para escuchar una vez más la pregunta babosa del periodista teledirigido: «Pero… ¿cuáles son sus reivindicaciones?».
La respuesta es simple. Los chalecos amarillos, o sea el pueblo, quieren recuperar el kratos.