En España no somos muy dados a analizar nuestros propios errores y defectos, y sí muy propensos a culpar a algún agente externo por nuestras desgracias, muchas veces sin tener demasiada razón, aunque hay que decir que muy probablemente no sea la española la única sociedad que adolece de tal mal.
Las continuas, molestas y, en ocasiones, absurdamente violentas manifestaciones de taxistas me hicieron pensar en ello. Tan injustos como son los desorbitados precios que se pagan por las licencias de taxi en la actualidad, hablamos de un sector que siguió prácticas monopolísticas durante muchos años, y que protesta ante una competencia modernizada y, en varios aspectos, mejorada, pues ofrecen elección musical, agua, trato cordial y altos estándares de higiene.
Por el contrario, en los últimos tiempos, no era raro encontrar taxis sucios, taxistas huraños, precios inflados, profesionales que rechazaban clientes si no les convenía el destino, o que directamente evitaban parar ante según qué usuarios dependiendo la zona y hora, lo que daba un amplio margen a que apareciera competencia a mejor precio y con un servicio mejor y más completo.
Lamentablemente no ha habido ningún ademán en el sector del taxi de corregir esas prácticas, sin duda monopolísticas en ese sector, por más que puedan tener parte de la razón en la reclamación por la falta de regulación de las licencias y sus precios, que la tienen. No solo no hubo corrección ninguna, pero es que las manifestaciones de taxistas molestaron a mucha gente en las grandes ciudades, acabaron con escándalo público y en algunos casos con violencia hacia los conductores de la competencia e incluso hacia sus clientes.
Algo que echó gran parte de la opinión pública en su contra y que les hizo perder al público más joven, el que normalmente está abierto a las alternativas y que evalúa las posibilidades, y tal vez hayan perdido gran parte de ese sector para siempre. Bien jugado, y muy inteligente por parte de los profesionales del taxi, liderados por el sindicato Élite.
Otra situación en los últimos tiempos en la que una buena autocrítica a tiempo hubiera ayudado es en la gestión del movimiento independentista catalán. Por parte de ambos lados podría haber venido bien un poco de sosiego y revisión, pero no ha habido ninguna voluntad de corregir conductas en el bando que está a favor de la no independencia, más responsable del crecimiento del independentismo que los secuaces de Mas y compañía. De haber aceptado y negociado el famoso Estatuto de Cataluña hace más de una década no estaríamos así, ni tampoco lo estaríamos de haber accedido a un referendo pactado en las preguntas, para así dar la opción de un nuevo Estatuto y dividir las posiciones catalanistas, en 2012 o 2014, momento en el que, con toda probabilidad, el bando ‘unionista’ hubiera arrasado. Pero no hay voluntad de consenso, ni mucho menos de aceptar errores. Tan solo la hay de radicalizar posturas.
Lo cierto es que podríamos encontrar muchos otros ejemplos de actitudes similares, es una lástima lo que pueden conllevar el orgullo y el miedo a lo que se puede perder, o dejar de ganar, en caso de admitir errores y mostrar debilidades. Y qué ejemplo constituye eso para los más pequeños.