Era el río, solo el río, el río infinito. Amplio y majestuoso en su sinuoso cauce flanqueado por densas selvas, discurriendo incesante, raudo y silencioso hacia su destino final. Desaguadero -como le llamó el colonizador español-, pues drena hasta el litoral las eternas aguas del inmenso lago Cocibolca, acrecentadas por los voluminosos caudales del San Carlos y el Sarapiquí, sus fieles tributarios. Río desbordado en correntadas y crecidas descomunales, que carcomen las riberas y falsean las raíces de los árboles, arrastrándolos consigo, como recios compañeros de travesía e infortunio.
Era el río, pero también su curiosa fauna. Los adormilados e inmensos cocodrilos asoleándose en sus playones, evocadores de reptiles antediluvianos, ajenos a los minutos y a los siglos. Los peces sierra, de formas desmedidas y hasta surrealistas. Y el heterodoxo tiburón toro, capricho de la naturaleza, que puede subir a contravía desde la costa hasta el lago, sin importarle que el agua sea salada o dulce; inverosímil escualo que confirmó al amado Fabián Dobles que En el San Juan hay tiburón, y que incluso ese podía ser el título de una de sus novelas. Muchísimo más pequeños, pero notables por su exorbitante abundancia, esos remedos de pirañas que, por su insidioso hábito de mordisquear piernas y otras partes corporales menos expuestas, se ganaron el mote de picaculos. Y, como clímax de las rarezas, el mítico manatí, plácido mamífero con aspecto de pez, gentil monarca de estos territorios fluviales.
Era el río, aunque también sus siempre verdes e impenetrables selvas ribereñas, olorosas a lodo y a humus, de doseles infaliblemente rezumantes de humedad, máxima expresión del bosque lluvioso tropical, émulo de vastedades amazónicas. Árboles descomunales, de fustes rollizos y rectilíneos, ávidos de sol y alturas, generosos hospedantes de prolíferas epífitas y musgos, andamios de bejucos y de acróbatas plantas trepadoras, que con obstinación se empeñan en demostrar que la tal ley de la gravedad es un invento de los hombres. Palmeras regias, que con sus insólitos penachos rompen la repetitiva uniformidad de las interminables frondosidades selváticas.
Montañas esas, cundidas de criaturas silvestres. Por los suelos, sapitos que como diminutas perlas rojinegras saltan sobre la hojarasca, batallones de hormigas arrieras que arrasan con todo cuanto se topan, ranas-ternero grotescamente guturales e intimidantes, rastreras y taimadas tobobas, matabueyes y terciopelos, así como corales de aposemáticos colores. Tepezcuintles y guatusas tímidas y huidizas, chanchos de monte en manadas pendencieras, dantas solitarias y cándidas, atrevidas para vadear el río hasta los intermitentes islotes que lo pueblan, al igual que jaguares de potente y temible rugido. Arriba, en las ramas, hormigas bala de despiadada ponzoña, pestañudas bocaracás de amarillo oro, ágiles iguanas rayadas o verde esmeralda -ambas de aspecto prehistórico-, parsimoniosos y bonachones perezosos, antípodas de la celeridad y el apremio, así como congos oscuramente negros y de aullido grave y penetrante entre la compacta espesura.
En el aire, la algarabía y el júbilo desde el clarear del día, como confirmación y certeza de que en cada alborada la creación se revalida y se perpetúa, al dar la bienvenida a los que, ya sea como semillas, plántulas, rizomas, estolones, brotes, retoños, ápices, flores, frutos, huevos, larvas, polluelos o cachorros surgieron la víspera. Un gozo colectivo alentado y celebrado en bella epifanía por los trinos y gorjeos de las pequeñas aves, los breves pero intensos ayes metálicos de oropéndolas, las inconfundibles vocalizaciones de ruidosas cofradías de chachalacas y piapias, los carrasposos graznidos de tucanes de desmesurado pico, las multicolores y espléndidas guacamayas y las bandadas de verdes pericos y loras en frenético vuelo.
Era el río, el río silencioso y rumoroso, con sus aguas, sus selvas y sus voces silvestres. Era diciembre y los aguaceros torrenciales no amainaban. Es cierto que siempre lo surcaban botes, así como pequeños vapores atiborrados de cabezas peliamarillas y blancas pieles enrojecidas por el inclemente sol del trópico, a tal grado sedientas de riqueza y de aventura, que solo el oro californiano podía aplacar. Pero de un tiempo para acá los vapores también transportaban a otros, a mercenarios o soldados de fortuna al servicio de los aviesos sueños esclavistas del filibustero William Walker, quien había incautado los barcos a Cornelius Vanderbilt, poderoso magnate por entonces venido a menos.
Entre marzo y abril nuestros combatientes habían derrotado al ejército de Walker en Santa Rosa y Rivas, y también aquí cerquita, en Sardinal, pero la sabandija se había robustecido, y hasta se las había agenciado para ser electo como presidente de Nicaragua. Estaba más fuerte y armado que nunca antes. Por eso, con la gente aún aprensiva y temerosa por las secuelas del devastador cólera, don Juanito Mora ordenó enviar tropas al río. No importaba que estuviera cerca la Navidad. Urgía cortar el flujo de soldados, armas y víveres, por lo que había que tomar La Trinidad, la fortaleza del Castillo Viejo y el fuerte San Carlos, estratégicos bastiones filibusteros a lo largo del río.
Pero nuestras tropas no tenían embarcaciones, y muy pocos de los combatientes sabían nadar. Aun así, se entró por la región de San Carlos, y en canoas y balsas hechizas se lanzaron por el río homónimo, bravíamente henchido con los chaparrones de ese diciembre. Embarcaciones volcadas o descerrajadas por las correntadas, hombres ahogados nomás empezando la faena, así como armas, provisiones y ropa mojadas. Suficientes razones y motivos para recular, para postergar o abandonar la confrontación bélica, pero la patria estaba gravemente amenazada, y la convicción de defenderla era superior a cualquier adversidad.
No importaba entonces que, malcomidos, sin poder cambiarse la empapada y muy pesada ropa, con el frío calando hasta los tuétanos, ateridos tratando de dormir apretujados en las balsas y canoas, y además perforados por insidiosos zancudos, hubiera que avanzar de manera subrepticia por la orilla del río. Sí, por el silencioso pero tan crecido río.
Era la mañana del 22 de diciembre. De cielo no azul cristalino, como en el Valle Central, sino encapotado y plomizo, lóbrego. Se adentraron en la montaña, para de manera sigilosa hacer difíciles fogatas para medio secar los fusiles y las municiones humedecidas. Entumidos, y con la ropa ya enlodada y hasta averaguada por tantos días de lluvia. Cerca del mediodía, con las armas algo secas, se decidió atacar a pie el campamento filibustero de La Trinidad, donde había trincheras y cañones.
Avanzar. Avanzar. Avanzar, a pesar de aquellos terrenos pantanosos y de los arbustos espinosos que rasgaban la piel. A trote incursionaron en cuatro columnas aquellos 30 valientes, para enfrentarse a unos 70 enemigos. Para peores, muy pocos fusiles funcionaron, pero sagaces y corajudos los nuestros tomaron rápido una de las trincheras y empezaron a atacar fieramente con sus bayonetas. En esas se lució Nicolás Aguilar Murillo, muchachito barveño con coraje de felino. En 40 minutos todo había concluido, con apenas dos heridos. Muertos o heridos, o incluso ahogados, en el bando filibustero tan solo seis se libraron de morir y escaparon, pero serían capturados.
Es decir, las balas habían perforado el inmemorial mutismo del río, en cuyas aguas corrían ahora sangre y cuerpos.
Caía la tarde, pero a pesar de la tensión, el desgaste y la extenuación de haber librado esa relampagueante batalla, no había tiempo que perder en la consecución del objetivo estratégico de incautar las naves filibusteras en San Juan del Norte. Por tanto, sin mayor dilación había que proseguir aguas abajo, lo que se hizo en cinco botes, cautelosos de las correntadas en la cerrada oscuridad nocturna, y eso lo hizo Máximo Blanco con un contingente de hombres decididos a todo.
Con gran astucia, y sin disparar un tiro, al amanecer del día siguiente ya estaban en sus manos los vapores Wheeler, Morgan, Bulwer y Machuca, que fondeaban en la bahía de ese puerto caribeño. Ahora sí se contaba con una flota naval, y con ella poco a poco y durante cuatro meses se fueron ganando todas las posiciones clave del río, a pesar de algunos reveses serios pero momentáneos.
Por eso es que fue en el río, en este río, aquí en La Trinidad, en la hermosa confluencia con el Sarapiquí, donde se gestó el final de Walker, quien, gracias a la unión de los ejércitos centroamericanos, se rendiría en Rivas el 1° de mayo de 1857.
Sí, fue en las aguas de este río infinito, caudaloso y silencioso, así como rodeado por magníficos bosques colmados de asombrosa fauna donde, ya sin amenazas siniestras, emergió y se reafirmó para siempre la libertad.