«Viajar por estos lugares es sentir el alma estrenada a cada instante».
(Eduardo Blanco-Amor)
Hace unos meses , el pasado 13 de septiembre, recibí un breve mensaje de Luis González Tosar, mi buen amigo y poeta, nacido en Buenos Aires, de estirpe gallega:
«Mañá 14 de setembro, celebraremos o 117 aniversario do nacemento de Eduardo Blanco Amor, un dos ilustres fillos de Auria e quen máis a elevou literariamente…».
El espíritu es un duende travieso, inasible dada su incorporeidad, fecundo y de conversación trascendental cuando establecemos confianza y comunicación con él. Está en las almas simples también; sin embargo, se entrega en forma distinta cuando existe esa sutil iniciación suya en la cultura, como bien lo expresara en su hora Federico García Lorca. Y con qué irreal majestad se evidencia a los poetas. Los poetas pueden viajar con los ojos cerrados o con todos los sentidos en avidez de descubrir y de revelar. Estaríamos en el segundo caso, sintetizando a Blanco Amor, este hombre de la mágica Galicia, que enciende una luz repentina sobre el largo territorio de Chile.
Los que hemos nacido en esta tierra tenemos sobre ella una mirada posesiva, amorosa, tal vez con algo de Edipo. Ocurre lo mismo que con nuestra casa de la memoria: la amamos, no podemos vivir sin ella, tejemos en sus habitaciones nuestros sueños y esperanzas:
«Mentres os fillos dos celtas
cumpren serva e innobre vida,
entonces o espírito invade do bardo
escura melanconía».(Eduardo Pondal)
Difícilmente despertamos a la realidad para sentir, aun con hedonismo, nuestro hábitat tal cual es. Como en la enseñanza: descubrimos la historia y la geografía en la palabra de un maestro; como en la literatura, amanecemos en otros países absortos en el texto de un gran escritor. Es necesario, entonces, que alguien nos despierte y nos muestre el verdadero calor de nuestro hogar, la nobleza de la madera, el olor de la comida que es parte de nuestra sangre, y la cantidad de ensueño e historia colgados en los muros y en el cielo de su bóveda íntima.
Chile, en el siglo XIX, recibió numerosos visitantes que dejaron en la pintura y en la crónica muchas imágenes y rasgos o costumbres que hoy constituyen parte de nuestro irreemplazable patrimonio cultural. Sin embargo, hay que esperar hasta 1940 para que recibiéramos un trabajo completo, una visión extensa y morosa sobre los desiertos, los valles, cordilleras y volcanes, los ríos, las ciudades, los puertos, islas y canales, para aquilatar las energías potenciales y las bellezas de nuestra «Casa». En efecto, Benjamín Subercaseaux presentó ese año su libro Chile o una loca geografía, que se transformó de inmediato en un texto emblemático.
Colocados uno al lado del otro: Chile o una loca geografía (1940) y Chile a la vista (1951), surgen –sin menoscabo para ninguno de ellos- diferencias apreciables. Ambos textos equivalen a un gran documento sobre este largo país durante la primera mitad del siglo XX, cuando se está consolidando la incipiente república al ritmo de significativos cambios sociales y tecnológicos. Chile está dejando atrás –antes que España- el aire decimonónico que arrastra con la mayoría de sus defectos y lacras, y con pocas de sus virtudes: persistía un amplio estrato popular con escasa o mínima alfabetización, entregado al dominio de la plutocracia criolla, con sus atisbos aristocratizantes en una nación que careció siempre de aristocracia, sino de burgueses acomodados y arribistas.
En agosto de 1948, procedente de la próspera y cosmopolita Buenos Aires, arriba a Chile Eduardo Blanco-Amor, hijo ilustre de la mítica Auria que conocemos como Ourense. De inmediato, su prurito de inagotable escritor se vuelca a escribir crónicas para El Mercurio, principal medio de prensa escrita en Santiago del Nuevo Extremo y en Valparaíso. El singular estilo de Blanco Amor, esa exquisita mezcla de lo cotidiano inmediato con la reflexión intelectual erudita, aderezado con fino humor galaico… Tres años más tarde, esos textos integrarán su célebre libro Chile a la Vista, a instancias del principal crítico literario chileno, Hernán Díaz Arrieta (Alone), con quien traba honda amistad.
Benjamín Subercaseaux comenzó su periplo indagador para Chile o una loca geografía, viajando de norte a sur. En cambio, Blanco Amor, después de sus magníficas pinturas literarias de Santiago y Valparaíso, viajó al extremo sur, a Punta Arenas, y desde allí fue remontando el interminable territorio hasta quemarse la piel con las sales calcinadas del Norte Grande. Eduardo había leído a Benjamín (lo cita en la página 304) y tuvo la inteligencia y el buen sentido para acoger, de quienes lo admiraron, los consejos y los estímulos para desarrollar esta empresa que ni él mismo había soñado: retratar un país de cabo a rabo.
El resultado de la publicación, con el libro agotándose en las librerías de Santiago, Valparaíso, Concepción y Punta Arenas, se tradujo en el reconocimiento oficial del Gobierno de Chile, entregándosele a Blanco-Amor la Medalla al Mérito en su grado de Comendador, galardón muy pocas veces entregado a intelectuales foráneos. La Editorial del Pacífico, fundada en Chile por exiliados republicanos españoles, mantenía un numeroso «público cautivo» gracias a un extenso club de suscriptores.
En su ágil escritura, el poeta gallego creó una auténtica forma poética para la articulación de su prosa, basada en una rica lexicografía, encontrando en su desarrollo lazos íntimos y comunitarios de fina estirpe, entre la literatura y la pintura, como podemos apreciar en parte de su retrato de Valparaíso:
«Donde falta la estructura, el color es la forma y el espíritu. Y aun sobre las estructuras y osamentas del mundo, el alma es el color. Por eso, el Valparaíso del ‘plan’ es ‘cuerpo sin alma’. Y por eso los cerros son ‘alma sin cuerpo’. He aquí la desigual conducta del cemento y de la piedra: la piedra termina dejándose convencer por el argumento temporal y acaba floreciendo en líquenes y musgos y dando, en la minuciosa entraña de su poro, cuenta y razón del paso de sus témporas…».
La palanca principal del intelecto es la imaginación. La efervescencia de la imaginación conduce a la creatividad, al arte. Y toda poética maestra nos recordará que «…tanto bienestar (...) hay que sustituir la fórmula general del filósofo: ‘el mundo es mi representación’ por la fórmula: ‘el mundo es mi apetito’ (Gaston Bachelard)».
En los párrafos –si pudiéramos decir- más significativos de Blanco-Amor, encontramos que supera la simple pintura de la ciudad mágica sustentada en los cerros que circundan la bahía amplia y majestuosa, desde el prodigio de sus casas colgadas como por milagro en las anfractuosidades del terreno resbaladizo, a punto de derrumbarse hacia el «plan». Cada palabra está allí para ampliar el significado común y entregar un placer intelectual y poético profundo, como si fuera un licor refinado:
«Aquí no llaman la atención las casas verdes, ni las ocres, ni las azules, ni las de color cinabrio o amaranto que son colores poéticos, de esos que nunca se sabe a ciencia cierta qué colores son. Aquí el verde no se ve aislado sumando, sino que es pincelada de la infinita suma».
Todo lo real está transformado y destilado en sus esencias. Lo real transfigurado. Esto no es pintura verbal ni es el intento de elaborar un poema en prosa. Es todo ello, a lo cual habría que agregar la sonoridad de ciertos términos, lo que, de hecho, incorpora la música. Este logro es el estado del nirvana. El estado de ensoñación provocado por un nivel secreto de plenitud y felicidad. Es que Eduardo Blanco Amor estaba recibiendo aquí un afecto inesperado, y el paisaje, en cualquiera de sus formas, le estaba reflejando viejas estampas, un antiguo calor de su entrañable Ourense y la cordialidad de su anterga e inesquencíbel Galicia.
Chile a la Vista, este libro entrañable que venimos releyendo desde hace seis décadas -primero a instancias de nuestro padre Cándido, en la precisa dicción de madre Fresia, en aquellas sobremesas de la Casa-, nos permite reflexionar sobre nuestras propias raíces, nosotros los chilenos, renuentes a mirar el pasado, sintiéndonos como ilusorios habitantes de esta tierra del fin del mundo a partir de sus orígenes, sin advertir las sucesivas superposiciones de etnias y, sobre todo, la de los inmigrantes hispanos, que si bien no son aquí mayoritariamente gallegas, sí dejaron la reciente impronta de nuestros antepasados venidos de A Touza, Santa María de Vilaquinte, Galicia.
Porque la clase dominante, económica y culturalmente, desde la época colonial, ha dejado en la penumbra nuestro vigoroso ancestro gallego, mejor expresado, quizá, en el segmento de labriegos y grandes artesanos de la ciudad –mezclado con el aborigen-, como aquellos carpinteros de ribera que construyeron las primeras carabelas en Baiona y Vigo, que cruzaron todos los mares para afincarse en Chiloé, nuestra Nueva Galicia, donde aún hoy, asomados al tercer milenio, laboran la madera de los bosques australes, como afamados artífices, construyendo barcos de pesca y transporte que cruzan los canales fantasmagóricos del Último Reino.
Eduardo Blanco Amor sigue navegando en ellos, impulsándose con los hábiles remos de sus palabras inmortales.