El pasado martes 13 de noviembre de 2018, me enteré de la muerte del gran bolerista de todos los tiempos. Hace cinco años, escribí esta crónica especial y memoriosa. Te la hago llegar de nuevo, amiga lectora, amigo lector. Sea un rendido homenaje a mi admirado Lucho Gatica, quien ya estará cantando, para siempre, en el Parnaso de la mejor música popular.
Me telefonea mi amada mujer desde un restaurante de comida peruana, donde disfruta grato almuerzo de cumpleaños con sus amigas Ivonne, Chabela y Julia. «Te comunico con Lucho Gatica», me dice…
Escucho risas al otro lado de la línea. Imagino una broma urdida en trance etílico por este peligroso cuarteto de lectoras críticas, embalado en los fríos de junio, pero una voz inconfundible, suave, pastosa, avienta la mala sospecha y me traslada a fines de la década del 50, en el salón de la Casa, Paradero 27 de Gran Avenida, palacio de glorias pasadas y mundos perdidos… Hora vespertina del sábado, las muchachas en flor entrando, bellas, airosas y perfumadas –mejores aún que las de Marcel Proust en los salones de Combray-, mientras Kiko pulsa las teclas del piano y yo elijo boleros esenciales para encantar a nuestras novias de antaño en el baile contiguo y susurrante:
«Por alto está el cielo en el mundo/ por hondo que sea el mar profundo/ no habrá una barrera en el mundo/ que mi amor profundo no rompa por ti...».
Saludo hoy a Lucho Gatica, y en mi boca tiemblan las palabras, como si me volviese, a los setenta y dos años, un adolescente tímido ante el gran ídolo musical, rey indiscutible de este género que aún goza de entusiastas fieles y también de ácidos detractores. Entre los primeros, Gabriel García Márquez; entre los segundos, Álvaro Mutis.
Como sabemos, en sus inicios el bolero desarrolló su lenguaje a partir de tríos de guitarra, como acompañamiento del cantor. Luego surgirían las llamadas orquestas tropicales y ciertos arreglos de tipo sinfónico que pondrían una elevada y sentimental nota romántica. Cuba y México se convirtieron en la patria ideal para músicos y cantantes del bolero, aunque Perú y Chile no le fueron en zaga. Algunos intelectuales criticones quisieron asociar la profusión de este género de música popular con las dictaduras latinoamericanas, por su ausencia de contenido ideológico y de compromiso circunstancial, favorables a la modorra del pensamiento conformista. Algo semejante, quizá, al papel que cumpliera el cuplé bajo el régimen de Franco: alejar al grueso público de la áspera contingencia y adormecerle con música, fútbol y toreo.
Para nosotros se trataba, ni más ni menos, que de un sensible y entrañable vehículo de encantamiento amoroso, aunque ya estuviésemos sumergidos con los avatares políticos y sociales de un siglo convulsionado, en el preludio de la nueva canción latinoamericana y su mensaje estético de compromiso con los pobres del mundo. Una cosa no quitaba la otra, como decían los abuelos.
En tierras mexicanas, Lucho Gatica alcanzó el pináculo de su arte y el justo reconocimiento, merced a una voz privilegiada, de variados matices, y a un estilo de fino galán que enloquecía a sus millares de admiradores, incitando a los varones a emular sus dulces requiebros melódicos y a las féminas a rendirse bajo sus versos melosos. Es lo que intentábamos con mi amigo Kiko y con otros camaradas, no siempre con buena fortuna.
No he querido contarle a Lucho aquella anécdota de las postrimerías del colegio, cuando yo me vistiera como él para hacer la parodia de su canto en el auditorio escolar, respaldado por un tocadiscos oculto, especie de play back precario que conocíamos entonces como «fonomímica». Me ahorré la humillación adolescente de narrarle cómo se pegó la maldita aguja sobre el disco 78, sin que yo me percatara, y mientras yo gesticulaba el parlante repetía, majadero y cacofónico: «Profundo profundo, profundo…». Desperté de aquel lírico transporte con los destemplados gritos de mis compañeros que denostaban, a garabato limpio, mi fallida incursión en los sagrados ámbitos del bolero.
Un sábado de aquéllos elegí con mayor cuidado la música. Me había propuesto enamorar a María Elena, que bailaba con la levedad del colibrí, mientras mi mano sostenía su cintura durante los suaves giros. Calcé mis mejores zapatos de gamuza, sintiéndolos tan ágiles como los de Fred Astaire. Pero el hombre propone y la veleidosa divinidad dispone. Se me adelantó Kiko en la solicitud del baile, y le fue concedida la vibrante elocuencia de “Sabor a mí, para continuar con Quizás, quizás, quizás y Espérame en el cielo- Luego de tres intentos desesperados, hube de conformarme con los compases aleves y elusivos de Contigo en la distancia.
Ofrecí a Lucho Gatica regalarle mi libro Chiloé y Galicia, Confines Mágicos. «Aún no soy famoso como tú»,le dije, «pero estoy en trance de serlo». Me pidió que se lo llevara al restaurante, donde es huésped asiduo, una de estas tardes de invierno. Quizá bebamos un vino fraternal, aunque no sea en “La Copa Rota”. Espero estrechar su mano y agradecerle por tantas emociones; también por los amores perdidos en la nebulosa del tiempo.
Porque eso es el bolero, un dulce desgarramiento, una pasión huidiza entre los dedos de la nostalgia. Igual o parecido que el tango, aunque Cambalache desmienta la inocuidad ideológica de sus versos habituales con verdades rotundas.
Después de todo, ¿quién podría afirmar que los sueños de la política son menos efímeros que los anhelos del amor?