La pobreza es una plaga que azota a la humanidad desde siempre, y, al parecer, por siempre, porque en el mundo del mañana, al paso de hoy, no se ve ninguna posibilidad de alcanzar una sociedad global dentro de la cual todos tuvieran lo necesario para vivir dignamente: alimentación, vivienda, salud, educación y trabajo. La utopía es patética, como la define Quevedo: «no hay tal lugar».
Y aunque haya respetables conceptos sobre la utopía, como, p.ej., el de Anatole France que la define como el principio de todo progreso, o José Ingenieros que ve en la realidad de hoy la utopía de ayer, tal vez, solo debiéramos resignarnos a la idea de Fernando Birri (cineasta, director y actor argentino) que la define como el camino que se emprende en pos de un horizonte que tanto se va alejando de nosotros como tanto nos le vamos acercando.
La explosión de migrantes a Estados Unidos (desde México y Centro América); o Europa (desde Siria, Irak, Afganistán y Pakistán), y dentro de Suramérica (desde Venezuela), tiene un denominador común: la pobreza, esa que, en su forma más cruda, tiene aguantando hambre a 3.700 millones de personas en el mundo, según el informe de Oxfam presentado a Davos 2017.
Si uno intentara definir qué es pobreza en un párrafo, podría decir, con diccionario en mano, que es la «escasez o carencia de lo necesario para vivir». Pero si uno se preguntara por qué hay países pobres y ricos (inclusive vecinos), y grupos sociales pobres y ricos en un mismo país, ahí es donde empiezan a confrontarse los ideólogos, inculpándose mutuamente y desacreditándose unos a otros: los de la izquierda culpan al capitalismo (propio de la derecha), y estos al socialismo (propio de la izquierda); y, los del centro dicen que ni el uno ni el otro «sino todo lo contrario», como solíamos decir en antes los periodistas en Colombia, para burlarnos de los bizantinos debates.
En el ínterin, el fracaso es evidente, y hemos llegado al hecho cierto de que los políticos van quedando como adorno de la democracia, pues, no hacen otra cosa que seguir los dictados de unos cuantos organismos internacionales que le trazan el destino al mundo desde unos directorios que nadie ha elegido y pocos conocen.
De la democracia seguimos hablando, y se nos llena la boca ufanándonos de tener unas elecciones libres para darnos nuestro propio gobierno: unos congresistas y gobernantes que solo se encargan de ejecutar las directrices económicas y financieras trazadas por esos genios que detrás de un escritorio deciden políticas comunes a Pedro (el del polo norte) y Juan (el del polo sur).
Y cuando miramos los resultados nos encontramos con el fracaso, también, de los tecnócratas en el diseño de un mundo en el que haya lo mínimo vital para todos: alimentación, vivienda, salud, educación y trabajo.
Pero no. El mismo informe de Oxfam en Davos revela que «el 1% de los ricos del mundo tendría el 82% de la riqueza global», y en la presentación de la noticia en Colombia, El Tiempo (principal diario) suelta un subtítulo propio del 28 de Inocentes: «La lucha contra la pobreza: una batalla que el país está ganando...».
Este mismo medio, propiedad del empresario más rico de Colombia (Luis Carlos Sarmiento Angulo), informa periódicamente sobre el hambre que mata a niños y niñas diariamente en los departamentos de la Guajira y el Chocó, entre otras regiones, y las penurias que pasan los pobladores de Chambacú, un suburbio a solo media hora del centro de Cartagena, donde se aloja la elite turística internacional y se levanta el Palacio de Convenciones que anualmente alberga las asambleas de lo más granado de la clase empresarial y política del país.
Es decir, y, en conclusión, hasta aquí, la utopía, el horizonte tras el cual andamos, está trazado por unos políticos fracasados y unos técnicos equivocados en la conducción de la sociedad porque, y esto ya no es frase de cajón sino pura realidad, cada día los ricos son más ricos y los pobres más pobres.
¿Hay salidas?
No esperen al Chapulín Colorado, ese gracioso personaje del comediante Roberto Bolaños, popularizado en todo el mundo, que aparecía en los momentos más cruciales al conjuro de «y, ahora: ¿quién podrá ayudarnos?»
Personalmente confieso que me confundí buen rato buscando el epílogo de este editorial. Había como llegado a un punto muerto del que no podía, ni regresar, para enmendar la plana, porque lo dicho atrás se retrata en el espejo de la realidad, ni seguir adelante, porque me resisto a perder la esperanza de un mundo mejor en este mundo, a pesar de mi escepticismo. No me queda otra salida que la filosófica, que para eso sirve la filosofía, para todo aquello en donde lo demás no sirve para nada.
El futuro es ya
Como asesor de comunicaciones, en 1980 preparé una conferencia para la instalación de un seminario en Colombia auspiciado por el PNUD, titulada precisamente así: El futuro es ya; 17 años después, en 1997, un titular de El Tiempo repetía: «El futuro es ya» ¿Podría repetirse ese titular en este 2018? Claro que sí, porque el camino del presente hacia el futuro, no es más que una herencia del pasado. No se requiere ser mago ni tener bola de cristal para ver ya el porvenir deducido del presente. Cuando uno se percata que en 1960 el 20% más rico de la población recibía el 70% del total del ingreso mundial y que ahora, en este 2018, solo el 1% se queda con el 82%, lo que se registra es una abundancia de pobres que cunde al mundo frente a un puñado de ricos avaros, ventajosos e insensibles.
La conclusión es que, si los de adelante siguen muy ávidos, El fin de la historia será el fin de ellos, porque la gente marginada, pues, tendrá que seguir inexorablemente escribiendo su historia, es decir, sin ellos.
¿Pasó esto antes? ¡Fueron los dinosaurios los prepotentes del reino animal hace 65 millones de años? ¿Fueron los fenicios, los egipcios, los griegos y romanos los prepotentes humanos que se derrumbaron sobre sus propias soberbias?
¿Qué se ve hoy, a la par de esa soberbia del 1%?
Una revolución en marcha, igual en todo el mundo, clamando por alimentación, vivienda, salud, educación y trabajo. Las últimas elecciones, socialmente contradictorias (¿hasta mejor?), no son más que salidas desesperadas de los pobres que, más que ideologías, lo que tienen es hambre. Cuando esta futura revolución alcance su masa crítica, que también tiene su derecho a globalizarse e internacionalizarse, resonará en todos los rincones de la Aldea Global. Quisiera estar para entonces, pero bueno, si no, me cuentan cuando regrese…