Hace ya muchos años leí una serie de cuentos cortos en alemán. No me acuerdo del nombre del autor, pero recuerdo los temas. Uno de ellos, hablaba de una persona que todos los días y por varias horas se sentaba en la estación de trenes a insultar a los pasajeros que corrían a tomar su tren, porque para el personaje en cuestión era completamente absurdo e inexplicable tomar un tren para descubrir adónde llegaba, cuando le podían preguntar a él, que sin dificultades podría decirles no sólo el destino de cada tren, sino también todas las estaciones intermedias y el horario de llegada.
En otro cuento se presentaba el relato de un personaje que cambiaba arbitrariamente el nombre de las cosas. La puerta se transformó en ventana, el zapato en calcetín y así hasta abarcar no sólo los nombres sino que también los verbos, adjetivos, etc., creando un glosario personal que lo llevó a apartarse de todos y vivir en una realidad totalmente incompresible para él mismo y también para los demás.
El primer cuento nos habla de un tema importante que podríamos llamar el posicionamiento en la comunicación y, en pocas palabras, lo podríamos describir diciendo que cada conversación está basada en una serie de suposiciones que permiten contextualizar los mensajes y las acciones. Estas comprenden la situación, las intenciones y también una realidad compartida o la ilusión de ella. El segundo nos presenta otro aspecto, absolutamente relevante, y es que la lengua es un sistema de convenciones que nos permite delimitar y compartir una realidad. Alterarla implica, en cierta medida, cambiar la percepción común de esta realidad, ya que usando otros denominadores, se crea una cadena de asociaciones divergente y de esta manera, un contexto mental incompatible. Ser significa ser social y esto implica la aceptación de un código común.
Estos dos cuentos no llevan también a una pregunta más profunda y es: ¿en qué consiste realmente esa realidad que llamamos común? El lenguaje contiene una serie de etiquetas y estas indican objetos, posibles acciones y moduladores que encontramos en el mundo externo. Pero la percepción de estos elementos externos puede ser y es diferente de persona a persona y sin embargo suponemos el poder entendernos y superficialmente es así. Nos entendemos a un cierto nivel y este, como una isla pequeña, está rodeado por un océano de posibles e infinitos malentendidos, que muchos ignoran como irrelevantes, pero que a su vez, y muchas veces, son sustanciales. El color verde que yo percibo no es el mismo verde que tú percibes, pero ambos lo llamamos verde y algunos lo confunden con el rojo.
En muchos conflictos de parejas, descubrimos a menudo que cada uno entendió lo que quería entender y ninguno se preocupó de aclarar las cosas y por eso el matrimonio es un contrato que ha sido entendido de manera antagónica entre los participantes, los cónyuges, y los resultados los percibimos cotidianamente, a pesar de que cada uno insista sinceramente en el amor que siente por el otro. Estas divergencias se hacen también manifiestas en política. Muchos prometen sin que estas promesas se conviertan en realidad o escondiendo lo que implicarían en la práctica y se suscita una relación tacita e implícita entre político y elector, que una vez aclarada en voz alta, nos deja huérfanos de toda ilusión.
Una de las mejores herramientas que poseen los seres humanos es, sin lugar a duda, el uso del lenguaje, pero este es un arma de doble filo, pues detrás de cada explicación hay siempre, inexorablemente, una rotunda incomprensión.