La segunda mitad del siglo XX marcó un antes y un después en la forma que entendíamos el Holocausto. Dos obras publicadas con algunos años de diferencia, se colocaron en el centro de la polémica por la nueva forma de analizar el Holocausto: no eran bestias, ni engendros del mal los que condujeron a los judíos de Europa a las cámaras de gas y cremaron en los hornos, tampoco se trataba de enfermos mentales u hombres carentes de moral y sentido alguno; por el contrario fueron personas comunes y corrientes, mujeres y hombres respetuosos de la Ley, amantes de su vida en familia y con una rutina relativamente normal; estas afirmaciones, muy avanzadas para el contexto de los años 60 y 70 del siglo XX, y que hoy son reivindicadas por los estudiosos del Holocausto, fueron censuradas y su difusión prácticamente boicoteada.
Hannah Arendt, que fungió como corresponsal en Israel del New Yorker durante el juicio de Adolf Eichmann, fue blanco de escarnio y deslegitimación, cuando afirmaba en sus artículos y posteriormente en su libro que «el acusado no es el monstruo que se quiso presentar, sino uno más de entre tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y ubicuidad pretendían escalar en la pirámide del poder estatal alemán».
Lo que más impresionó a Arendt fue la naturalidad con la que el burócrata, encargado del traslado de judíos en vagones de tren hacia los campos de exterminio, contaba ante el tribunal de Jerusalén que «solo cumplía con su trabajo», y que él no tenía nada que ver con el exterminio de millones de judíos. Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén acuña una frase que la inmortalizará, y retratará la forma en que millones de nazis se manejaron entre 1933 y 1945: la banalidad del mal. Con esta nueva forma de entender las motivaciones nazis, Arendt ilustraba que el mayor grado de maldad de los perpetradores, no era el de ser monstruos antisemitas, sino personas normales que decidieron renunciar a los patrones morales de su época y adoptar (no renunciar) una nueva forma de entender el mundo, un mundo donde el judío no tenía cabida, por lo que debía de ser exterminado. Arendt, después de asistir al juicio de Eichmann y escribir para el New Yorker, fue censurada y rechazada; según sus críticos por apoyar a los nazis, y culpar a los judíos de su suerte; tergiversando sus afirmaciones de que sin la colaboración del Judenrat (Concejo Judío encargado bajo coerción y amenaza, del control de la población judía en los Guetos del Gobierno General en el Este) el genocidio no hubiese alcanzado los números que hoy conocemos.
Arendt logró definir lo que años más tarde Stanley Milgram reivindicaría, no con los exhaustivos análisis filosóficos e implicaciones jurídicas a las que tuvo que recorrer Arendt, sino mediante un experimento científico realizado en la universidad de Yale, el cual consistía en la aplicación de descargas eléctricas a un aprendiz con el objetivo de probar cómo el castigo influía en las formas de aprendizaje, claro está, esta era la forma en la que se le presentaba el estudio al sujeto que iba a ser objeto de análisis. El experimento se desarrolló así: tres individuos participaban, pero solo uno era objeto de estudio, dos de ellos estaban enterados, el experimentador a cargo del estudio; el aprendiz que recibía las supuestas descargas eléctricas; y el sujeto que aplicaba el castigo, este era con el que se pretendía examinar las implicaciones de la obediencia a la autoridad. Los resultados fueron espeluznantes.
Milgram trataba de dar respuestas a los comportamientos de los nazis y la sociedad que participó en este contexto, trataba de dilucidar por medio de su experimento cómo personas civilizadas participan en actos destructivos e inhumanos; por qué el Holocausto se efectuó tan sistemática y eficientemente, y cómo los responsables viven en paz consigo mismos aún después de ser participes directos del genocidio. Milgram demostró con un experimento sencillo, realizado en la tranquila comunidad de New Haven, con personas de distintas profesiones y grupos sociales, cómo estos se pueden transformar en seres capaces de electrocutar e infligir dolor y daño, en nombre de un experimento científico a personas iguales a ellos.
Su obra se polemiza, al igual que la de Arendt, debido a las conclusiones a las que llega su experimento: Milgram afirmaba que, bastaba una figura que mostrara autoridad mediante ordenes claras como «no se detenga, el experimento así lo demanda», y una entidad impersonal a la que se le traslade la responsabilidad de la labor, para que individuos comunes se comporten de manera sumisa y obediente, aunque lo que se les pida vaya en contra de sus patrones morales, y que «las personas más corrientes, por el mero hecho de realizar las tareas que les son encomendadas, y sin hostilidad particular alguna de su parte, puedan convertirse en agentes de un proceso destructivo»*.
A lo que Arendt llamó banalidad del mal, Milgram lo bautizó como estado agéntico, es decir, el sujeto encargado de infringir el daño en un estado de enajenación, queda preso y cautivo de las disposiciones de la figura autoritaria, con una suerte de robot que sigue ordenes y cumple con lo que se le solicita (los miles de individuos que fueron objeto de análisis durante el experimento de Milgram, al igual que los nazis acusados en los juicios de Núremberg y Eichmann durante su comparecencia, justificaban su cruel e inhumano proceder con el argumento de «solo cumplía órdenes que me eran impuestas».
Milgram concluye su estudio así:
«Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los imperativos morales de los individuos».
La pregunta al lector es, obviando la comodidad desde donde lee esto: ¿cuál sería su comportamiento ante peticiones inhumanas y destructivas? ¿Se impondrían los preceptos morales a los que estamos condicionados y bajo los que hemos sido criados, o devotamente obedeceríamos ordenes de una figura y entidad aparentemente legitima para infringir daño? Es obvio que desde la comodidad de nuestro sillón y sin ninguna figura autoritaria e impersonal a la que trasladar la responsabilidad, sepamos como conducirnos y las decisiones que deberíamos tomar; pero, como señalaría Milgram:
«...muy poco tiene todo esto que ver con el comportamiento factual bajo el peso de las circunstancias».