Los hay que transcurren bajo un sol abrasador, otros están inmersos en un manto de lluvia, también están los que se adentran dentro de una copiosa nieve o incluso los que son por una ventolera que llega a mecer a los vehículos como si los estuviera acunando. También están aquellos en los que ves únicamente un enorme camión en el cristal delantero, o los que te sorprenden rodeado de motocicletas, bicicletas, peatones y vendedores ambulantes. Están los que se enfrentan a un semáforo que permanece en rojo, o en verde sin que ninguna alma se mueva, o en un impreciso amarillo. Hay algunos, estos son de mis favoritos, en los que el semáforo dañado carece de señal alguna que pueda brindarnos cualquier información sobre nuestro futuro inmediato. Y, por supuesto, también son diferentes en virtud del medio de locomoción en el que te sorprenden: a veces tienes suerte y los vives en tu vehículo, solo, y escuchando el disco de música que más te gusta. O con tu pareja, tus colegas, tu familia, en una conversación agradable. A partir de ahí, todo empeora: algunos te pillan en la moto o la bicicleta, y debes zigzaguear continuamente para avanzar, otros los vives en el autobús, con la sensación de estar en una lata de conservas, disfrutando de los olores del fin del día de tus compañeros de penuria. También pueden llegar en plena discusión, transformando los minutos de la inmovilidad en eternas horas. O, por supuesto, los que te tocan llegando tarde al trabajo, a una cita o al tren que te lleva de vacaciones. Están por todos lados. Muchos de ellos permanecen arrastrados por las mismas avenidas de las ciudades, esperando al temerario conductor. Otros aparecen por sorpresa, fruto de una obra de la que no habías tenido noticia hasta que frenaste en seco tu carro.
Son los trancones, los atascos, el tráfico, los embotellamientos, los malditos parones que acaban con la fluidez de nuestros días. Están por todas partes, mayoritariamente en las grandes ciudades del planeta. Afectan por igual al cristianismo, islamismo, budismo, chamanismo o el hinduismo. Si el presidente es socialista, liberal, un dictador militar o un soviet, no importa. Además, los atascos son enormemente democráticos: caen a todos por igual: al empresario de éxito, al ladrón de automóviles, al ministro de Obras Públicas y al terrorista que llega tarde al asesinato que había concertado. Las ambulancias, los vehículos policiales y los camiones de bomberos son los únicos que ven cómo se abre el camino a su paso como si del Mar Rojo se tratase y ellos fueran el mismísimo Moisés, gracias a su prodigiosa sirena. Pero, aunque hayamos fantaseado con esas sirenas, hasta el punto de ser el primer deseo que le pediríamos al genio de la lámpara, los ciudadanos de a pie como tú y yo no tenemos derecho a una de esas. De esa forma, acabamos sumidos en el fin del tiempo, en el inicio de nuestros pensamientos tediosos y ocultos, en la más profunda de las nadas de las que brotan, quizá las decisiones que cambiarán nuestra vida: dejar al marido, matar al compañero de trabajo que tanto odiamos, cambiar de profesión, tener un hijo. Todo cabe en esos minutos, horas, ¡días! de atascos que perdemos anualmente. El colapso arrebata de nuestro presente un tiempo para enviarlo por el sumidero del pasado desaprovechado. De aquello que nunca más volverá y que, además, no sabemos ni tan siquiera qué era. Los sentimientos que se apoderan de tus emociones en ese momento fósil e inmóvil son muchos: enfado, ira, resignación, rabia, felicidad trágica. Nuestra alma se transforma en un recipiente por el que todos los estados transitan.
Me inicié en el mundo de los atascos en Sevilla, la ciudad más poblada del sur de España. Aprobé el carnet de conducir en esas calles y desde entonces probé las mieles de la primera marcha, el embrague y el frenazo. Recuerdo cómo me desesperaba en mis primeras experiencias. Sacaba el codo por la ventanilla, cambiaba la frecuencia de la radio en busca de una voz que me tranquilizara, hurgaba en los orificios de mi nariz, vigilaba los espejos ante el riesgo de un choque imprevisto... Inocente de mí, pensaba que algo podía pasar. Me comencé a acostumbrar a que en un atasco nada pasa. La única velocidad es la espera. Después de ese inicio, fácil si tenemos en cuenta las ciudades del mundo con más horas perdidas en atascos al año, tuve la desgracia de encontrarme con el trancón en su máxima expresión. En Luanda, la capital de Angola, país en el que viví durante casi tres años, observé por primera vez el sector económico de los atascos. En torno a la fila de vehículos se puede generar un motor financiero tan beneficioso como el turismo en Benidorm: a la ventanilla llegaban vendedores ambulantes de todos los productos imaginables (regalos para niños, accesorios para el carro, frutas, maní, bebidas, juegos de mesa, almuerzos, discos de música, ropa, perfumes, periódicos...). También había otras figuras, como aquellos que tocaban con un palo la rueda del vehículo para comprobar la presión e inflártelas (las ruedas) con una herramienta que sacaban de quién sabe dónde. Otros tenían una estrategia más agresiva: lanzaban tachuelas al piso de la carretera para que los vehículos pincharan sus ruedas. Inmediatamente, los culpables de tu desgracia aparecían con todo lo necesario para arreglar el daño y que pudieras continuar la marcha. Recuerdo atascos de más de 2 ó 3 horas, en los que los vehículos avanzaban algo menos de un kilómetro. Y estos atascos no eran esporádicos, sino más bien el pan de cada día. Cuando los atascos alcanzaban esa categoría, algunas personas salían con calma a tomar café al bar más cercano hasta que los vehículos volvieran a moverse.
La vida me llevó a otra ciudad de eternos embotellamientos y un servicio público colapsado. Bogotá, la capital de Colombia, está entre las 10 ciudades del mundo en las que más horas se pasan al año en atascos. La última cifra, del ranking INRIX, fija en 75 las horas de media que los residentes en Bogotá pasan en trancones a lo largo del año. Más de tres días esperando a que la vida reinicie. En uno de ellos me encuentro ahora, escribiendo estas líneas, en un autobús público atestado en el que, afortunadamente, he tenido la suerte de encontrar un asiento y un círculo inmediato a la redonda de jóvenes de 20 años. Tener ya mis años me da la oportunidad de encontrar un hueco en el bus para volcar todas mis desesperaciones acumuladas a lo largo de mis años en atascos. Reanuda la marcha el bus; el siguiente trancón está más cerca.