Los niños de nuestras ciudades pasan más del 90% de su tiempo en espacios cerrados, un factor a tener en cuenta cuando el correcto desarrollo del pequeño necesita movimiento desde que nace; de hecho, la forma más fácil e interesante de moverse es jugando y, si puede ser, al aire libre. Es más, desde finales del pasado siglo XX hasta hoy, se pueden encontrar multitud de estudios que confirman los beneficios del contacto y el juego en la naturaleza para la infancia a nivel físico, social y emocional.
El juego debe ser la principal actividad de un niño. Es lo que su cerebro espera: juegos y más juegos, sobre todo relacionados con la actividad física. Se puede jugar solo –aunque el cerebro también necesita aprender a aburrirse- y, sobre todo, en compañía. Cuanto más heterogéneas sean las edades de los niños que juegan, mejor será para el desarrollo de las relaciones personales, la modulación de la agresividad o la empatía.
«Por naturaleza, los niños no tienen excesiva conciencia del pasado y tampoco del futuro, viven el momento; por tanto, su actividad principal es jugar. Y el juego promoverá que el pequeño aprenda a moverse con habilidad, a no herirse, a valorar las situaciones de manera adecuada y, cuando no haya otro remedio, a ser agresivo y sobre todo a serlo en la medida adecuada, respetando en lo posible los valores aprendidos»,
afirma en este sentido Mario Fernández en el periódico El País.
«Durante las últimas décadas, en las sociedades modernas –sobre todo las occidentales- se ha dado un declive en la libertad de los niños para jugar, especialmente en juegos sociales y en grupos mixtos de edad que se hallen lejos de las miradas vigilantes de los adultos. Al mismo tiempo, se ha producido correlativamente en los niños un incremento considerable de trastornos de ansiedad, depresión, sentimientos de tristeza, impulsividad o narcisismo»,
añade el especialista.
En otras palabras, los análisis revelan que, en el instante que se coarta la libertad en el juego, entre cinco y ocho veces más jóvenes sufren niveles clínicamente significativos de ansiedad y depresión, según los estándares actuales, mucho mayores que en los años cincuenta. Así como la disminución en la libertad de los niños para jugar con cierto riesgo ha sido continua y gradual, también lo ha sido el aumento de la psicopatología infantil. Y así lo explica Peter Schober, de la Universidad de Graz (Austria), afirmando que los niños sedentarios –los que no asumen riesgo alguno- enferman cinco veces más de depresión que los que se mantienen activos.
Bajo esta perspectiva, no viene mal agregar la opinión de Mario Fernández:
«todos hemos sido pequeños y hemos disfrutado con el cosquilleo que produce asomarse a lo alto de un tobogán o subir por las estructuras de hierros de los columpios. Dar vueltas en los tiovivos o colgarse de cualquier lado como un mono es una fuente de evidente placer. Cualquier conducta que ponga a prueba nuestro sentido del equilibrio nos atrae como un reto desafiante. Tanto es así que, durante su desarrollo, los niños sondean los límites para superarse a sí mismos poco a poco. Un paso más, un escalón más, una vuelta más... El peligro les atrae, pues les marca sus límites».
A este respecto, los expertos en educación han alzado la voz para invitar a un profundo replanteamiento ante la sobreprotección en los niños. Su conclusión es que los más pequeños necesitan poder experimentar ciertas situaciones de peligro para su desarrollo a través de la inclusión de esos riesgos en su entorno cotidiano.
«Si los niños no pueden practicar capacidades como la autonomía, la competencia o la relación con sus iguales sin la dirección ni la presencia permanente de los adultos a lo largo de su infancia, resulta difícil ponerlas en práctica de golpe a los 18 años, o incluso más tarde, puesto que ya algunos sociólogos proponen aumentar la edad de la adolescencia hasta los 24 años»,
sostiene Heike Freire, psicóloga, filósofa, experta en infancia, naturaleza e innovación educativa.
Finalmente, Clara Pons, divulgadora del juego libre en la naturaleza, ultima que «después de muchos años de fuerte protección de la infancia, de acolcharles el entorno al máximo, es necesaria una revisión de nuestra percepción del riesgo. Hay que evitar peligros innecesarios, por supuesto, pero no les hemos de robar la oportunidad a los niños de evaluar sus propias capacidades y de tener una infancia sana y divertida».