Con el fin de ocuparme de algunos asuntos apremiantes, he emprendido un viaje corto a los Estados Unidos de América. Mi regreso ha sido impactante. He estado, por décadas, haciendo esta transición, la que hasta ahora había sido fácil y familiar. En realidad, en ambos países, me he sentido siempre en casa. Sin embargo, ahora todo esto ha cambiado. Estados Unidos es casi irreconocible como la nación que alguna vez fue. Casi todos los derechos han sido coartados o eliminados. Los derechos civiles son casi una broma, aunque no una de las que uno quiera reírse. Cualquier persona puede ser detenida e interrogada por un oficial de la policía y, si el color de la piel es negro, aumentan las posibilidades de que te den un balazo, sin causa aparente o un debido proceso. Si eres latino e ilegal, puedes ser encarcelado y tus hijos enviados a una prisión distinta. Los niños permanecen en jaulas y no se les dice dónde están sus padres. Muchas veces ni siquiera el Gobierno sabe en qué centro de detención se encuentra cada uno. Si eres musulmán y de ciertos países, ni siquiera se te permite la entrada y, si ya eres ciudadano norteamericano, se te acusa de cualquier delito. Mississippi acaba de obtener el permiso para discriminar, con impunidad, a los homosexuales; un jurado en Dakota del Sur ha condenado a muerte a un asesino, en lugar de darle cadena perpetua, porque, al ser homosexual, el jurado se imaginó que la cárcel, con tanto sexo posible, sería más bien un premio. Para que no goce, pues, es mejor matarlo.
No todo está tan mal. Por supuesto, los amigos de Trump se están haciendo, gracias a la plata generada debido a exenciones de impuestos, en nuevos multimillonarios. La gran avaricia en este país, que alguna vez fue compasivo, es impresionante. A veces, siento que estoy a punto de despertar de una pesadilla. Pero no hay salida: estoy lamentablemente despierta y con los ojos abiertos. No es que muchas personas marginadas nunca hayan experimentado la crueldad y la discriminación antes del régimen actual. Lo que es nuevo es que esta es ahora la política oficial del país. El lenguaje discriminatorio y la actitud hostil del presunto presidente y sus partidarios se han extendido como un reguero de pólvora. No soy ingenua. Estos comentarios racistas y misóginos siempre se han hecho, pero discretamente y en privado. Ahora están en todas partes, en las calles, en el transporte público, incluso en los ascensores.
¿Cómo pasó esto? Se dio de manera sigilosa, durante muchos años, cuando parecía públicamente que estábamos haciendo lo que algunas personas llaman optimistamente como progreso. Se fraguó detrás de las bambalinas y en colusión con los rusos, los que, para ganar en Washington, no tuvieron que disparar un solo tiro. Estamos viviendo bajo un golpe de Estado del que la mayoría de los estadounidenses ni siquiera es consciente. Nunca he creído en el progreso ni en la teleología. Creo, como cualquier estudiante de historia o de sociología, que el cambio es elíptico y repetitivo. A veces, damos un paso adelante y dos para atrás, en otras, nos perdemos para retomar luego el camino. Pero esta vez, los rusos han ganado la Guerra Fría. Lo han hecho con un frialdad que asusta. Si Estados Unidos alguna vez recuperará su camino, no puedo decirlo. Pero sí puedo especular que tomará muchas décadas deshacer el daño que un hombre, apenas en un año, nos ha hecho.
Mientras tanto, no quiero idealizar a Costa Rica. Tiene sus propios problemas. Es un país católico sin una separación de la Iglesia y del Estado. Sin embargo, hoy día los políticos en los Estados Unidos citan las Escrituras más que cualquier político en Costa Rica. En una elección nacional que tuvo lugar recientemente, los costarricenses eligieron a Carlos Alvarado, que ha apoyado los derechos y el matrimonio homosexual. Ganó por un buen margen y derrotó a un evangélico que pretendía hacer muchas cosas parecidas a las del señor Trump. Es un país del Tercer Mundo, burlonamente conocido por los norteamericanos como una República Bananera. Sin embargo, somos nosotros en Estados Unidos, y no en las repúblicas centroamericanas, pero aquí se están pudriendo los frutos del campo porque los trabajadores están perseguidos o detenidos. Definitivamente, hay mucho más que está podrido en los Estados no Unidos de América. Y lo de bananera, le sienta mejor que a Costa Rica.