Debiéramos confiar menos en las primeras impresiones y darnos la oportunidad de valorar mejor para no salir con el ego despostillado. La verdad es que a veces, nos decimos una serie de mentiras emotivas que nos llevan a una distorsión deliberada de la realidad. Recorremos una trayectoria pendular: o somos muy severos con nosotros mismos o nos convertimos en seres sumamente indulgentes. «En una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario», dijo George Orwell. Eso nos incluye. Nos cuesta ser honestos con nosotros mismos. Un poco de objetividad no hace daño. Pero, nos vamos con la finta.
No nos podemos engañar. Siempre lo hemos sabido y hasta de memoria recitamos ejemplos como el de Ronald Reagan, el expresidente de los Estados Unidos que fue actor de cine, fue rechazado para el papel principal en una película The Best Man. No nos sirves porque no tienes apariencia de presidente, le habrán dicho. Ni modo, caemos redondos y nos dejamos vender espejitos. Nos dejamos impresionar por los dictados de las vísceras y ponemos de lado el tamiz del análisis. Permitimos que la amígdala reptiliana que maneja nuestros instintos nos lleve a concluir a partir de lo que vemos en primera instancia e ignoramos el órgano que tenemos debajo del cráneo. No hay duda, nadie aprende en cabeza ajena. Hasta que no lo vivimos en carne propia, no entendemos a cabalidad que las apariencias engañan.
Aquella mañana empezaba el torneo de tenis. Estaba pasando por una buena racha y tenía un buen presentimiento: el trofeo sería mío. El primer partido era contra una nueva socia del club, nadie la conocía. Era raro porque siempre participamos las mismas. Ya nos sabíamos las mañas y conocíamos nuestras debilidades. Es emocionante tener una nueva contrincante y medir fuerzas con alguien diferente. Toda la noche, la pasé pensando cómo sería mi rival. No dormí nada bien, los nombres extranjeros me causan desasosiego. Me levanté al alba, preparé mi raquetero y salí de la casa rumbo al club. Llegué temprano para esperar a mi contrincante. El capitán de canchas me preguntó qué hacía ahí esperando con tanta anticipación. Es ridículo, me dije. Pero no dejaba de tamborilear los dedos sobre el marco de la raqueta.
Por fin, al fondo del pasillo apareció un puntito blanco que se aproximó a la caseta de control de canchas. Era una mujer menuda, con los brazos muy flaquitos, medía algo más de metro y medio. Tenía los ojos rasgados y los parpados muy abultados. Era de ese tipo de personas que sientes que si llega un aire fuerte saldrá volando y se perderá entre las nubes. Sonreía y hacía muchas caravanas, como si se estuviera disculpando. Le di la bienvenida al club con sinceridad, aunque debo reconocer que por dentro estaba feliz. Huy, este arroz ya se coció. La vi tan frágil y caminaba como arrastrando los pies. Estaba segura de que el partido duraría muy poco y que en un abrir y cerrar de ojos estaríamos en las regaderas. Tuve razón. En poco menos de veinte minutos habíamos terminado el partido. Me ganó con un aplastante 6-0, 6-0. No vi ni el polvo.
La japonesita, después le llamaríamos así en forma cariñosa, se transformó tan pronto pisamos el terreno de arcilla de la cancha. Con el primer saque me dejó peinada de raya en medio, se movía a la velocidad de la luz de una esquina a otra. Era como si se multiplicara y en vez de que tuviera una contrincante, estuviera jugando contra un equipo de ocho tenistas. Corrí por todas la bolas. Iba a la velocidad del viento y ella era más rápida. Yo sacaba con toda la potencia que me permitía el brazo y ella me respondía como si le hubiera lanzado un beso. Jugué mis mejores tiros, usé mis mejores estrategias, le eché todas las ganas del mundo. Me fulminó. Terminé sudada, con la ropa pegada al cuerpo, el pelo mojado, la cara roja y la respiración entrecortada. Ella ni siquiera se despeinó.
Después del match point, se acercó a la red y me extendió la mano. Nos dimos un apretón y me dijo que había sido un privilegio jugar conmigo. Yo estaba tan descolocada que ni siquiera sospeché que aquello fuera una burla. No lo era. La japonesita es una dama en la cancha y también es un dolor de muelas. Nos ganó a todas, creo que jamás perdió un punto en todo el torneo. No encontró rival a su altura, creo que la aburrimos y después de un tiempo se fue del club.
Llegué arrastrándome a las regaderas. Me senté en la banca de madera, parecía una muñeca rota. ¿Cómo te fue?, me preguntaban mis amigas que ya sabían el marcador. No te apures, todas tenemos un mal día. Se fueron muertas de risa. A cada capillita le llega su fiestecita, pensé. Ya nos veremos después del match point. Y, así como a mí, a cada una le tocó enfrentar a la bazuca japonesa. Ah, verdad.
Ya en casa, con el ego más adolorido que el cuerpo me preguntaba por la moraleja del partido. La japonesita ganó contundentemente y yo tenía que ganar algo más que la anécdota. ¿Qué pasó? Si hubiera llegado una mujer más alta, más fuerte, menos sonriente, menos amable, ¿me habría causado una impresión distinta? Por supuesto que sí. Estoy segura de que la impresión hubiera sido distinta. Debiéramos confiar menos en las primeras impresiones. Esta serie de mentiras emotivas que nos decimos y nos creemos siguen despostillando egos. El mío quedó echo pomada. Mejor antes, que después del match point, debiera convertirse en máxima de vida.