La oficialidad de Intendencia es a los ejércitos lo que François Vatel fue a Nicolás Fouquet, superintendente de Finanzas de Louis XIV, y más tarde al príncipe Louis II de Bourbon-Condé, en los castillos de Vaux-le-Vicomte y de Chantilly respectivamente.
Corría el siglo XVII, el Rey Sol tenía apenas 33 años. Vatel era el gran administrador, el meticuloso organizador del aprovisionamiento, el genial creador capaz de concebir fiestas excepcionales, el maître d’hôtel de fastuosos festines y banquetes destinados a darle brillo y relieve al poder y la fortuna de quienes le empleaban.
Cuando el Príncipe de Bourbon-Condé invitó a Louis XIV y a su Corte a una fiesta en Chantilly, verbena que debía durar tres días con sus correspondientes noches, Vatel fue capaz de alimentar con inimaginables cardapios a una multitud de nobles que se cifraba en varios miles, y de entretenerles con músicos notables, bailes interminables, fuegos de artificio y pirotecnias varias, amén de obras de teatro en las que de seguro incluyó las de Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière, autor preferido del Rey.
François Vatel amaba su oficio, y el orgullo con el que asumía y solventaba sus numerosas obligaciones era de pecado. De modo que el viernes, día de la fiesta final, al constatar con sumo pesar que la marée –el surtido de peces y mariscos del día proveniente de Normandía, en la costa atlántica, a más de 200 kilómetros de distancia– no llegaba, no encontró nada mejor que suicidarse. No sin antes decirle a su segundo, el controlador Gourville:
«Monsieur, no sobreviviré a esta afrenta, tengo un honor y una reputación que perder».
Uno tiene la debilidad de pensar que los oficiales de Intendencia tienen la misma concepción del honor y la responsabilidad. El teniente de Ejército Sergio Emiliano Soto García, mi tío que me llevaba dos años de edad, era uno de ellos. Hasta el día de hoy el teniente Soto García (QEPD) es un «traidor a la patria», condenado por un Tribunal de Guerra por haber rechazado el golpe de Estado de Pinochet y secuaces. Ya en esa época, septiembre de 1973, sí se podía.
Lo cierto es que los oficiales de Intendencia tienen labores menos honrosas y tareas mucho más ingratas. Entre ellas el suministro del arma secreta que los ejércitos ocultan, no pagan, ni declaran, y que sin embargo –a juzgar por la importancia que el generalato le atribuye– es vital para sostener la moral combativa de las tropas que comandan.
Yukio Mishima, que presentan como uno de los más grandes escritores japoneses contemporáneos, cuenta en su libro Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis el ejemplo de uno de sus amigos más queridos.
Si uno le cree a Mishima, durante la II Guerra Mundial ese amigo navegó en no menos de seis barcos japoneses que fueron, todos, «hundidos por los enemigos». Su heroísmo no tuvo límites ni parangón alguno:
«Lo primero que hizo mi amigo fue poner a salvo la bandera del regimiento poniéndola en una chalupa, y después ordenó a los otros hombres que se arrojaran al mar. Él permaneció a bordo hasta el último momento en compañía del contramaestre, que temblaba de miedo. (…) En el último momento, cuando el casco estaba comenzando a voltearse, mi amigo se arrojó al mar saltando desde una altura de sesenta metros».
Para mí que Yukio Mishima –que estima que el suicidio es «una acción solemne y responsable» (que) «revela la fuerza de la acción política a la que el arte jamás podrá llegar»–, nos toma por los niños del coro.
En el Liceo de San Fernando conocí a Newton y su teoría de la gravedad. Mejor aún, allí aprendí a calcular la velocidad de un cuerpo en caída libre. Despreciando el frote del aire, la velocidad se calcula como la raíz cuadrada del doble producto de la aceleración de gravedad por la altura. Lo que hace que el amigo de Mishima, al llegar a la superficie del mar, había alcanzado la respetable velocidad de 123,48 km/h.
No te aconsejo intentarlo, porque estrellarte a esa velocidad contra la superficie del agua, en virtud, entre otros, de la tensión superficial –una manifestación de las fuerzas intermoleculares en los líquidos– equivale a darse una ostia contra un muro de concreto armado. Si el referido amigo hizo lo que Yukio nos cuenta, murió en calidad de panqueque.
Si comprendí bien, Mishima es un militarista que olvidó las lecciones de Hiroshima y Nagasaki. Militarista, sospecho que por eso pretende lo que pretende:
«La vida humana está estructurada de tal modo que sólo si tenemos la oportunidad de mirar de frente a la muerte podemos medir nuestra auténtica fuerza y comprender el grado en que nos aferramos a la vida».
Militarista, y un pelín fascistoide cuando afirma lo que te cuento ahorita:
«A falta de peligros mortales , los únicos medios que tienen a su alcance los jóvenes para saborear la sensación de estar vivos son la búsqueda enloquecida del sexo y la participación en movimientos políticos, motivada simplemente por el deseo de ser violentos».
Que Mishima le reproche a la juventud su adicción al sexo y su voluntad de ser ciudadanos tiene su morbo, visto lo que sigue. Habíamos dejado a su amigo flotando en el mar…
«Cuando finalmente llegó a socorrerles un barco militar, subieron a bordo en primer lugar las prostitutas y las enfermeras, que imploraban ayuda agarradas a unos flotadores pues en la Marina se seguía la regla de "las mujeres primero" (sic)».
He ahí el arma de la que te hablaba. Las meretrices, las hetairas, las chimbirocas, las prostitutas, las rameras, las peripatéticas, las busconas, las cortesanas, las togas, les merveilleuses, lo que el militarismo japonés llamó las mujeres de confort, y en ningún caso mujeres tissue como pudiese pretender la mojigata siutiquería nacional.
En sus numerosas empresas coloniales, en sus variadas agresiones e invasiones a los países vecinos, los japoneses utilizaron cientos de miles de mujeres rehenes para organizar, en escala industrial, lupanares para sus valientes soldados.
Esas mujeres, de diferentes nacionalidades y preferentemente coreanas, servían de papel higiénico para las emisiones seminíferas de la soldadesca, y solían ser violentadas, violadas, mutiladas y asesinadas cuando la prestación no satisfacía a los héroes del Imperio del Sol Naciente.
Lo que yo no sabía, y que Yukio Mishima se hace un placer en contarnos, es que cada buque de guerra japonés embarcaba su propia dotación de putas. Me perdonas el sustantivo, visto que «puta» es el nombre que le daban los japoneses a la carne fresca con la que mantenían la moral de tropa.
Habiendo leído, aún niño, el muy chauvinista texto de Jorge Inostroza Adiós al séptimo de Línea, sabía que los valientes soldados iban acompañados de numerosas «cantineras» para todo servicio.
Los eventuales déficits de mujeres de confort solían ser satisfechos mediante el sencillo expediente de violar cuanta fémina encontraban a su alcance. Con la moral de la tropa no se juega. Puede que la célebre «chupilca del diablo» –aguardiente mezclado con pólvora– no fuese sino un predecesor vernáculo del Viagra, anda a saber.
Lo cierto es que en la materia, el ejército chileno no hacía sino copiar el comportamiento de otros ejércitos no por más gloriosos y célebres menos bestiales y brutales. La Grande Armée (el gran ejército) de Napoléon triunfó más a menudo entre los muslos de las mujeres de los territorios conquistados que en batallas de tipo Wagram, Arcole, Austerlitz, Iena o Eylau.
Los soldados de la Alemania nazi, no por racistas fueron menos emprendedores con las eslavas, las gitanas, las polacas, las griegas, las belgas, las francesas e incluso con las judías, sin importar su nacionalidad. No por nada Hitler deseaba «acabar» con las enemigas de los pueblos inferiores.
Para que no te hagas ninguna ilusión, debo decirte que la práctica viene de muy lejos. En el siglo VI antes de nuestra era, las tropas persas –y de variopintas nacionalidades– de Ciro el Grande ya habían enrarecido las existencias de vírgenes en el seno del imperio.
El Libro de Esdras del Antiguo Testamento (del grupo de los Ketuvim) cuenta cómo Ciro el Grande, habiendo conquistado Babilonia, autorizó a los judíos allí exilados a volver a Jerusalén, ciudad que había sido destruida por Nabucodonosor. Así, Judea fue una provincia del Imperio persa en una sola e inmensa satrapía que reunió a Babilonia, Siria y Judea.
Si piensas que eso de «salteo es salteo» ya era costumbre antigua, cuesta imaginar razas puras no solo en el Imperio persa, sino en el mundo entero. Más tarde, resulta inimaginable que las tropas de Herodes el Grande, –rey de Judea, Galilea, Samaria e Idumea entre los años 37 y 4 antes de nuestra era, en calidad de vasallo de Roma–, hayan respetado el himen del personal femenino.
Cuando allá por el siglo XI el muy piadoso Papa Urbano II llamó a la primera Cruzada destinada a recuperar el control de los Santos Lugares, Godofredo no se hizo de rogar, lo que le valió llegar a ser Gobernador de Jerusalén con el título de Defensor del Santo Sepulcro, Duque de Bouillon, Margrave de Amberes y Duque de Baja Lorena.
Las masacres perpetradas por los cruzados generaron lo que un economista contemporáneo llamaría «escasez de culos de obra», y por ende una magnífica «oportunidad de negocio». Como suele suceder, a grandes males se oponen grandes remedios. Los piadosos cruzados europeos –llamados genéricamente Francos– importaron barcos enteros de putas de Europa.
Tiempo después, Imad ad-Din al-Isfahani, secretario del Sultán Saladino, describió la «oportunidad de negocio» con un lujo de detalles que no resisto las ganas de reproducir aquí:
«Bellas Francas, de carne sucia y pecadora, aparecían orgullosamente en público, denudadas y remendadas, laceradas y parchadas, haciendo el amor y vendiéndose contra oro, culonas y graciosas, como ebrias adolescentes, consagrando como una santa ofrenda lo que tenían entre sus muslos, y cada cual seguía la cola de sus vestidos, embrujado por su resplandor, inclinado como un arbusto, ardiendo de ganas de desvestirlas».
(«Jerusalén: la biografía», Simon Sebag-Montefiore).
Lo simpático es que Jerusalén estaba muy vigilada por las autoridades que buscaban hacer respetar la moral cristiana, y pongo cristiana, en ningún caso demócrata-cristiana, visto que la relación de esta última secta con la moral aún no ha sido objeto de estudios antropológicos.
Como quiera que sea, las más altas autoridades cristianas, y partiendo el Papa, entendían claramente el muy moderno aforismo neoliberal que dice There is No Such a Thing as a Free Lunch, lo que en cristiano –si oso escribir– se traduce como el que quiera celeste… que le cueste.
La moral de las tropas cruzadas, y el control del Santo Sepulcro, bien valían un burdel, incluso dos y hasta un puñao. De ese modo, bajo la inconmensurable autoridad ética de la Santa iglesia Católica, Apostólica y Romana, se ha perpetuado hasta el día de hoy la sabia costumbre de usar el arma secreta que contribuye a mantener la moral de la tropa.
No busco apoyos no consentidos, ni mal venidas tropas de refuerzo. Pero la sabrosa actualidad chilensis me ofrece la irrenunciable oportunidad de afirmar que no es el general Hermes Soto, máxima autoridad de Carabineros de Chile, el que pudiese desmentir las sabrosas historias que aquí he contado.