«La Ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la ayuda y dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y de ánimo para servirse con independencia de él, sin la ayuda de otros. 'Sapere aude': ten el valor de usar tu propio entendimiento. He aquí la divisa de la Ilustración».

(Immanuel Kant)

Cada época de la Historia tiene sus dioses, sus símbolos, su lenguaje, su filosofía, su sistema de relaciones; un conjunto de presupuestos a través de los cuales se mueven los poderes de este mundo, en permanente conflicto de intereses y voluntades, de móviles de apropiación y dominio del otro (próximo, prójimo, extranjero, inmigrante, enemigo). Entre dos individuos, sean pareja (Adán y Eva; o Pedro y Luis, o Juana e Irene, según recientes acuerdos sociales); sean hermanos de sangre o genes (Caín y Abel), surge la disputa dual por la prevalencia. El acuerdo mutuo, la concordia, resultan imposibles si no los entendemos como precario equilibrio de fuerzas contrapuestas, que buscan dominar, la una sobre la otra, ya sea de manera explícita: fuerza bruta desnuda; o de modo subrepticio: potencia psicológica. Pero el ser humano no es la creatura supuestamente estática, inamovible, que Jehová moldeó con arcilla y saliva, según esas curiosas narraciones que nos enseñaron “sagradas”; es un ser en permanente mutación. Nos lo recuerda, de manera magistral, Michel Foucault:

«…Hasta fines del siglo XVI, la semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la que guió la exégesis e interpretación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre.

[...]

»…El hombre de Paracelso está, como el firmamento, "constelado de astros"; pero no le está ligado como "el ladrón a las galeras, el asesino al potro, el pez al pescador, el animal a quien le da caza". Pertenece al firmamento del hombre el ser "libre y poderoso", "no obedecer orden alguno", "no estar regido por ninguna de las otras criaturas". Su cielo interior puede ser autónomo y reposar sólo en sí mismo, a condición de que por su sabiduría, que es también saber, llegue a ser semejante al orden del mundo, lo retome en sí y equilibre así en su firmamento interno aquel en el que centellean las estrellas verdaderas. Así, pues, esta sabiduría del espejo comprenderá a su vez al mundo en el que estaba colocada; su gran anillo girará hasta el fondo del cielo y más allá; el hombre descubrirá que él contiene "las estrellas en el interior de sí mismo... y que lleva así al firmamento con todas sus influencias».

Hace poco más de dos siglos –un grano de arena en el devenir humano- surge, como actitud política, la conciencia crítica de nuestro tiempo y la consiguiente búsqueda de los llamados «acuerdos esenciales de convivencia». Se trata de equilibrar la pugna medular de la naturaleza humana: la dualidad Eros y Tánatos, en la trama de las relaciones sociales. Esto lo habían intentado, desde concepciones piramidales y monolíticas, las religiones, logrando, si no la armonía, al menos un control relativo de las pasiones humanas.

La Ilustración, como sabemos, fue un movimiento filosófico previo a las grandes revoluciones liberales-burguesas de Occidente: la inglesa (1760) y la francesa (1789); la primera, económico-industrial; la segunda, social y libertaria. Fue el factor ideológico preponderante en el proceso de lucha contra el Antiguo Régimen, expresión de la actitud crítica de la burguesía en ascenso y de los ideales liberales de tolerancia, contrapuestos al autoritarismo monárquico y a la teocracia clerical. Se inició en Inglaterra, arraigó con más fuerza en Francia y desde ahí se extendió hasta Alemania, donde Kant ya había establecido, dos décadas antes, que el objetivo fundamental del quehacer humano –del incipiente Humanismo- lo constituye el análisis de «la razón» y la idea de procurar el sistema de principios que garantice un conocimiento cierto sobre la naturaleza, la acción moral y la actividad política.

A partir de la Revolución francesa surge la cuestión de los «derechos humanos», basada en la trilogía Libertad, Igualdad y Fraternidad, presentada como opción política para hacerlos realidad mediante la persuasión o la coacción del poder organizado. Hannah Arendt nos advierte que la Revolución americana (1774; Jefferson mediante), ya había hecho germinar, antes que en la ilustrada Europa, los frutos libertarios de una democracia incipiente que buscaba instaurar los principios que hoy conocemos como base de la moderna ciudadanía, con las limitaciones propias de su tiempo, donde la preponderancia del derecho de propiedad legitimaba la esclavitud, como había ocurrido, veintidós siglos antes, en la democracia de Atenas.

Por otra parte, las grandes religiones ofrecían de antiguo sus preceptos morales para el advenimiento de una sociedad basada en la supuesta prevalencia del bien, desde la conversión individual y su consiguiente «hombre nuevo», como lo preconiza el Evangelio de Jesús el Nazareno, en aras de fundar la Ciudad de Dios, semejanza y modelo paradigmático que alarmó a quienes sustentaban el poder real.

Así, a lo largo de los siglos, los poderosos de la Tierra sabrían conjurar las tentaciones de confundir el ideal ético del espíritu con los apremios y servidumbres del reino de este mundo, procurando un orden riguroso, salvaguardado por eficientes estructuras de mando, siempre renuentes a los cantos de sirena de cualquier cambio amenazante. Las iglesias, por lo tanto, se unen al poder establecido o sucumben bajo su espada. El sacerdote bien puede ser guerrero, juez o gobernante, sátrapa y aun violador. La historia de la Península Ibérica y de América Latina es elocuente en este sentido. También la de los papados.

El «desorden» advendrá con los primeros gritos revolucionarios que anuncian la modernidad, el cuestionamiento de las ordenaciones tradicionales del poder: Dios, Rey, Amo, Siervo. La rebelión comienza a instaurarse, aunque los dueños de la Tierra articularán formas y métodos eficaces para acallarla o neutralizarla, ya fuese eliminando a sus perniciosos líderes o permitiéndoles su incorporación a los beneficios palaciegos –hoy, privilegios-, “introduciendo cambios para que nada cambie”, según la maquiavélica política del Gatopardo, de probada eficacia hasta este tercer milenio. La Razón, de la mano de la Modernidad, secundada por la Técnica, no logrará concretar la imposible praxis de aquella trilogía de cualidades que se enarbolaran sobre La Bastilla, en julio de 1789, bajo la bandera ensangrentada del Ideal. Por el contrario, los cauces del liberalismo económico harán imposible -incluso declararán obscena- toda pretensión de equidad, invocando el modelo de la Naturaleza y su escala inextricable de diferencias, donde el fuerte prevalece sobre el débil, como base de regulación equilibrada e inmutable.

Una vez más, se anatematiza su propósito, recurriendo a la palabra inventada por Tomás Moro, utopía, el no-lugar, el país de nunca jamás proyectado al futuro, donde la nostalgia del paraíso perdido se trueca en anhelo de un horizonte inalcanzable, que se nos aleja a medida que nuestros pasos se le aproximan, como los espejismos del desierto que atraen al caminante enloquecido por la sed, mostrándole fuentes de agua en permanente difuminación; concepto que el pragmatismo calvinista vigente utilizará para desprestigiar toda teoría política o visión filosófica que atenten contra el credo liberal-mercantil, único «posible».

Hasta el día de hoy, «utopía» y «utópico» son conceptos clave para desvirtuar cualquier proposición que signifique cambiar las estructuras de dominación vigentes. Como natural se subentiende, también, que el ser humano está fatalmente condicionado por sus debilidades y limitaciones originarias (pecado, para los creyentes; condición humana, para los agnósticos o ateos), lo que impide o aborta todo propósito de acceder a una sociedad más justa, desprovista de codicia y de afán de dominación del prójimo para beneficio propio.

Y cabe preguntarse: ¿es entonces el cristianismo, según los preceptos de su fundador, nunca llevados a la práctica, durante dos milenios, por sus administradores supuestamente ministros de la revelación divina, una utopía?

Pero el prurito de reflexionar sobre nuestro destino y nuestros avatares se ha encarnado en el espíritu humano; para siempre, sostienen algunos, aunque este adverbio sea un «abuso del lenguaje»… Ejercer la función crítica se hace ocupación cotidiana para muchos, aunque ésta se lleve a cabo lejos de las premisas epistemológicas de aquel genio de la filosofía que fue Immanuel Kant, y solo deje entrever que sus cultores no han advenido aún a la «mayoría de edad» requerida; por el contrario, su frustrada maduración les hace parecer más bien frutos «pasmados». Por desgracia, proliferan en los medios de comunicación, tanto tradicionales como los que ofrece la superabundancia cibernética de opinantes.

Su principal falencia es el prisma erróneo a través del cual intentan escrutar la Historia y la sociedad, prescindiendo de manera abusiva de la tradición y del pasado cultural, desconociendo que el devenir humano es una red imprescindible de continuidades.

Se trata, ni más ni menos, de analizar sucesos acaecidos hace cinco siglos o más, sustentándose en hechos, principios e ideas contemporáneos que ya pertenecen al acervo de la postmodernidad, como si hubiesen existido siempre, al alcance de la mano de nuestros antepasados remotos. O de opinar sobre pueblos y culturas ajenos, mirándolos con el cristal maniqueo de Occidente, descalificando o desvirtuando lo que no se entiende, desde el burka, o velo islámico, hasta las vacas intocables que deambulan por las calles de Nueva Delhi, conviviendo con la más aguda de las miserias.

Uno de los temas recurridos de tales analistas es el llamado Descubrimiento de América por las potencias occidentales de fines del siglo XV, España y Portugal y el consiguiente proceso de colonización; otro, acontecido ciento veintiocho años más tarde: el establecimiento de las colonias inglesas de Norteamérica, con el arribo del Mayflower, en 1620, a la costa de Nueva Inglaterra, y su pujante pasaje de cien pioneros puritanos que dieron origen al largo proceso de poblamiento británico de los inmensos territorios septentrionales, con el progresivo exterminio de las etnias nativas que se opusieron a la ocupación extranjera.

Españoles y portugueses imprimieron distinto sello que el sajón a sus conquistas, con el expediente o pretexto de extender la «fe verdadera» entre los indígenas de los territorios avasallados. Si bien el exterminio no adquirió los ribetes de aniquilación total alcanzada por los colonialistas ingleses, que no se mezclaron con los nativos sino de manera excepcional, evitando el mestizaje masivo, el grado de atrocidades y virtuales genocidios de etnias, como las azteca e inca, entre otras, la destrucción de culturas cuyos vestigios aún hoy nos asombran, y tres siglos de explotación inmisericorde de los pueblos amerindios, constituyen una lacra imborrable en la conciencia histórica de España y Portugal, que no es motivo de orgullo y menos puede otorgársele carácter de «epopeya», adjetivo que muchos iberos e indianos favorecidos sustentan y aclaman en folclóricas y manidas celebraciones, donde palabras como «raza», «madre patria» y «civilización» abundan tanto como los chorizos o el jerez.

Ambos colonialismos serán los tatarabuelos de un vástago insaciable: el capitalismo salvaje. Sus prohombres, junto a los que acatan su «fatalidad histórica», promulgan hoy leyes y redactan disposiciones para exhibir, sobre todo ante organismos internacionales que los observan, políticas de supuesto apoyo a las justas demandas de las etnias originarias, mediante un doble discurso que en Chile –durante cuatro décadas- se ha hecho habitual: por un lado, la exaltación de valores y atributos de glosa lírica, incluido el manoseo folclórico; por otro, la defensa irrestricta de esa propiedad privada –comunitaria y ancestral para ellos- que se les seguirá escatimando, cuyo origen espurio e impuesto por la fuerza, se remonta a la rapiña apropiadora de la Conquista y a la dudosa legitimación obrada durante la Colonia y en los albores de la incipiente República.

Pero cosa muy distinta y asaz antojadiza es pretender aplicar los parámetros racionales y especulativos de la postmodernidad a esos desarrapados aventureros que buscaban, con frenesí, el oro y la fuente de la eterna juventud -premios desaforados para una enfebrecida quimera-, como si fuesen hoy ciudadanos sujetos a la tuición de la Organización de Naciones Unidas. Se les mira, pues, bajo un prisma erróneo y extemporáneo, enjuiciándoles al arbitrio de la legislación actual, como si el marino genovés, Cristóbal Colón, fuese el comandante de un destacamento que cometió violaciones flagrantes de los derechos humanos, y tuviéramos que pasarle ahora la cuenta en un juicio similar a los de Núremberg.

Absurdo. Tan disparatado como lo fueron los procesos incoados por la Inquisición contra los nativos americanos por practicar «inmundos ritos de satánico paganismo», a la luz de cánones culturales impuestos desde Europa, con un prisma ideológico incapaz de entender al otro, sino de mirarlo siempre como enemigo real, peor aún que los infieles del Islam, porque se trataba, literalmente, de seres «desalmados», desprovistos de alma, indignos, carentes del atributo de «hijos de Dios», hasta que se materializara parte de la tarea humanitaria de Fray Bartolomé de Las Casas y de otros prelados dispuestos a «salvar las almas de estas pobres criaturas, para gloria de Nuestro Señor Jesucristo».

Cuando Cortés y los suyos destruían los templos y palacios de Tenochtitlán estaban convencidos de que se trataba de obras al servicio de Satán, lo opuesto a las catedrales románicas que eran los respetables modelos de su memoria histórica o circunstancia vital. Su actuar no era otro que la limpieza de lo malo, para que prevalezca lo bueno, actitud recurrente a lo largo de los siglos, pasando por los campos de exterminio del nazismo, a lo largo de las siniestras redes del Gulag soviético, para desembocar, quizá, en la eliminación planificada de «marxistas» argentinos y chilenos, bajo la bota militar, hace cuarenta años; es decir ayer, de acuerdo a los tiempos de la cronología histórica y sus edades.

Asimismo, se suele caer en el infantilismo de idealizar sociedades y culturas sin conocer siquiera su epidermis. Ocurre con los llamados imperios arcaicos: Azteca, Inca, Maya, a los que se cubre con un nimbo de idealizaciones románticas, desconociendo que fueron etnias y pueblos que vivieron bajo los móviles universales de la condición humana, constituyendo naciones, estados e imperios que practicaban, con la misma feroz asiduidad del «Occidente cristiano», las guerras de conquista y la esclavización de los pueblos más débiles.

De hecho, la conquista de México por Hernán Cortés y los suyos no hubiese sido posible sin el concurso de los tlaxcaltecas y mixtecas, que se coludieron con el intruso para derrotar a sus centenarios enemigos, los más odiados, los que habitan la «vereda de enfrente», según terminología borgeana.

Los incas, por su parte, invadieron, medio siglo antes que los españoles, el territorio mapuche, estableciendo avanzadas, ciudadelas y fortificaciones cuyos rastros aún podemos advertir en muchos pucarás diseminados en los cerros, empleados como atalayas militares…

Su invasión no fue pacífica ni ponderada; ninguna lo ha sido ni lo será, porque el bípedo razonante pareciera ser y actuar siempre como lobo del hombre… Los hijos del Sol fueron derrotados por los indomables hijos de la Tierra, sólo sometidos –pese al canto encomiástico de Alonso de Ercilla- cuatro siglos más tarde, por el implacable mestizo chileno, que hoy los mantiene acorralados en una estrecha zona donde campea la policía militarizada, tratando a sus líderes rebeldes como terroristas y delincuentes.

Es difícil entender el espíritu de una época; asimismo la idiosincrasia de pueblos tan disímiles como el inglés y el chino, o como el español y el ruso, como el estadounidense y el iraní, pongamos por caso... (alguien me sopla al oído: como el mapuche y el chileno). Quizá pocos pensadores e historiadores lo han logrado, pero, si entre una generación y la precedente, dentro de una misma cultura, se observan ya inevitables escisiones, ¿cómo se puede pretender juzgar, con mirada coetánea ecuánime, el comportamiento de seres humanos ubicados cincuenta generaciones detrás de nosotros? Todo lo que digamos, sobre la base de lugares comunes y prejuicios arbitrarios, nos conducirá a una lamentable ceguera, muy parecida a la ignorancia agresiva de quien cree que sabe, esa inadvertencia desembozada que campea hoy merced al nuevo bárbaro: el simio tecnificado y su alter ego: el nuevo rico, tan avasallador como ignaro.

Quizá la miopía histórica sea la peor enfermedad de la visión contemporánea. El hombre paradigmático de Paracelso, que exalta Foucault, no es el bípedo arrogante que inunda nuestras ciudades, incapaz de distinguir los fuegos fatuos de las profundas constelaciones que nos observan desde los orígenes, un ser por completo ajeno al ocaso irremediable del pensamiento ilustrado.