Decía el sabio escritor alemán Thomas Mann en su maravillosa obra La Montaña Mágica (1924) que
«el hombre no vive únicamente su vida personal como individuo, sino que también, consciente o inconscientemente, participa de la de su época y de la de sus contemporáneos».
Queremos ser, como en el inicio de esta novela el joven ingeniero Hans Castorp: seres seguros de nosotros mismos, instalados en nuestro confort materialista y ajenos a todo aquello que no sea nuestra circunstancia personal. Pero no podemos abstraernos de lo que ocurre a nuestro alrededor si no queremos convertirnos en marionetas o, por lo menos, aportar bien nuestra experiencia, nuestra opinión o nuestra acción para formar parte de la sociedad en que vivimos. Porque nunca se sabe cuándo ese castillo de seguridades está a punto de caer.
Como personalmente pienso que la política en el ámbito de mi propio país – España- es casi siempre corta de miras, de poca envergadura, con muchos complejos de todo tipo, muy poca formación y talla intelectual – se compran másteres, no se tienen titulaciones porque no se han acabado carreras universitarias ni doctorados, etc.- me veo contra mi voluntad obligada a expresar mi opinión particular en esta coyuntura de folletín telenovelesco, patético, que es el tan cacareado procés, el papel de los heroicos mártires de la causa, la importancia del relato y el valor del diálogo.
¿Qué es el diálogo? Según la propia definición de la RAE sería una discusión o negociación que busca un encuentro, una avenencia. Algo enriquecedor. ¿Cómo se puede negociar con un movimiento secesionista (cualquiera que sea su raíz política en cualquier lugar del mundo) que lleva más de 30 años diciendo a quien no comulga con sus ideas que son iletrados antidemócratas y, por supuesto, inferiores étnica e intelectualmente a ellos? Son argumentos tan pobres, tan rudimentarios, que caerían por su propio peso. Y ahí reside el error, en haberle restado la importancia debida. Porque, el tejido social, como el inconsciente, no entiende de bromas y, como nuestra psique, proyecta lo que recibe.
Esas exageraciones dramáticas y sentimentales dieron paso a todo un relato bucólico- pastoril de una Arcadia feliz en la que lo malo es el respeto por la ley, o a la diversidad siquiera por tu propio conciudadano que con sus impuestos financia tus actividades folclóricas y empresariales en favor de tu causa. Es decir, los ahora «mártires políticos» utilizaron a la Administración pública de un país que no es el suyo pero en el que viven para su propósito de vivir del cuento eternamente. Porque a estas alturas del partido no creo que tengan mucho respeto ni por su pueblo, ni por sus ideas de construcción de un país perfecto. La mayor parte se revelaron como simples chupatintas que buscan una buena vida tranquila en Suiza -como la anteriormente anarquista Anna Gabriel- o Bélgica, quizá dedicándose a la docencia o siendo evangelizadores de su causa a nivel internacional. En el caso de que tuvieran una causa que no sea su propio lucro. Recuerden que hasta a los consuegros obligan a pagar bodas a pesar de que se llevan pingües comisiones. Ser presos políticos es otra cosa bien distinta. Ay, si Nelson Mandela hablara…
Y, de repente, en todo este folletín, llega un juez de un tribunal regional alemán a dar a dar la espalda al supremo órgano de un ordenamiento jurídico de otro país y, en vez de atenerse a lo que se debe estrictamente – extraditar o no a un reo por sedición y malversación-, se inmiscuye en el fondo de una causa compleja, en una circunstancia que desconoce en la totalidad de sus detalles dando lecciones de pseudo –democracia y rompiendo las normas básicas del Derecho de la UE. Y el desánimo prende entre la gente de bien, claro. Porque ¿para qué pagar mis impuestos y cumplir la ley? Me están explotando con cargas impositivas injustas con lo cual en base a los Derechos Humanos digo que mi contribución al bienestar social desde este momento se concluye puesto que es esencialmente desproporcionada. ¿Qué me puede pasar? Nada, ¿verdad?
Ahora vendría la respuesta lógica que diera una contraparte a ese relato burdo e infantiloide, pero la verdad es que sólo hay silencio. De nuevo, Thomas Mann viene al rescate, diciendo que
«el individuo puede idear toda clase de objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectivas, de los cuales saca un impulso para los grandes esfuerzos de su actividad; pero cuando lo impersonal que le rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, está falta de objetivos y de esperanzas, cuando a la pregunta planteada, consciente o inconscientemente, pero al fin planteada de alguna manera, sobre el sentido supremo más allá de lo personal y de lo incondicionado, de todo esfuerzo y de toda actividad, se responde con el silencio del vacío, este estado de cosas paralizará justamente los esfuerzos de un carácter recto, y esta influencia, más allá del alma y de la moral, se extenderá hasta la parte física y orgánica del individuo».
Es decir, prende el desánimo y la desmotivación. Porque la tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad, la estupidez, la injusticia, la imposición o el caos. Véase el nacionalsocialismo y Auschwitz. Un precio inasumible por tolerar lo intolerable, ¿verdad? Por eso es tan importante construir y defender de forma justa un relato coherente que despiece punto a punto las justificaciones absurdas de estos manipuladores codiciosos. Con sencillez y claridad, porque muchas veces la verdad no es única pero sí tiene un solo camino.
¿Cuál es la solución a todo este embrollo? Probablemente ni los propios actores del folletín la tengan muy clara. En cualquier caso y para cualquier resultado que saliese de un forzado diálogo de besugos entre la ley, la verdad y el caos los que siempre perderán serán los ciudadanos. Ellos son los grandes damnificados económica y psicológicamente de haber tenido que soportar durante tantísimo tiempo tanta cháchara sin sentido, tanto esperpento barriobajero, tanta violencia verbal e incluso física por no pensar comme il faut según la burguesía independentista.
Hoy, que hasta los propios partidos políticos organizan congresos motivacionales de cara a subir los ánimos, no estaría de más hacer un esfuerzo de verdad y construir un gran discurso ilusionante e inclusivo, para todos, para mostrar a esos damnificados un mínimo de decencia. Sí, decencia. Esa palabra tan poco millennial.