Miguel Angel Asturias era un hombre grande y redondo, y tenía la cara de un dios maya. De perfil, era exactamente igual a la imagen de Kukulkán que aparecen en las estatuas de piedra y en los grabados. De frente también, pero cuando sonreía su cara era menos grave y llenaba el espacio con alegría y paz. Cuando yo era niño, vino algunas veces a nuestra casa de Ciudad Guatemala, en la Zona 10, a visitar a mi padre y se sentaban en la sala y tomaban un par de jaiboles, pues la gente de antes tomaba jaiboles y se daban fuertes abrazos en la espalda cuando se saludaban o se despedían.
Eran muy amigos, y cuando ambos estuvieron exilados en México DF—huyendo de Castillo Armas, el dictador que derrocó a Jacobo Arbenz—compartieron algún tiempo un apartamento cerca de Reforma con otro gran amigo de ellos, el poeta hondureño Juan Ramón Silva, y con seguridad ese lugar era un pernicioso antro de escritores solteros y de bohemia impenitente, justo como dictan los manuales. En ese México hoy lejano de Agustín Lara, Pedro Infante y María Felix, los tres vivían al día, con el dinero justo para comer y comprar libros, escribir poemas, tomar tequila y tratar de enamorar mujeres, con mayor o menor suerte.
Pero, además, Asturias era un gran ser humano y un buen amigo. Cuando murió mi padre, revisando cartas y papeles viejos de su biblioteca nos percatamos de que, años después de sus tiempos en México, cuando ganó el Premio Nobel de Literatura y tuvo algunos recursos económicos, Asturias se convirtió en un benefactor de muchas causas. No le sobraba el dinero, a pesar de que fue embajador de su país en varios países, salvo cuando lo expulsaban las dictaduras militares (el servicio exterior latinoamericano nunca sirvió para que nadie se hiciera rico en buena lid). Con los pocos dólares que le sobraban, Asturias ayudaba distintas causas. Aquí, a un grupo de campesinos del Triángulo Itxchil a hacer una cañería de agua rural. Allá, le enviaba algún dinero a un joven aspirante de poeta guatemalteco que se estaba muriendo de hambre en Madrid. Acá, a una escritora salvadoreña a publicar su primer libro de cuentos de 500 ejemplares.
Leyendo esas cartas antiguas, nos enteramos de un acto hermoso. Para 1964 mi padre era un exilado en Costa Rica, ya casado con mi madre, con tres hijos encima y un cuarto a punto de nacer, mi hermano menor Claudio. Después de una larga vida bohemia , de repente se vio con una familia de cinco bocas por alimentar, la cual sacaban adelante con su cargo de editor de libros de la Sieca y también con el salario de profesora de artes de mi madre en el Colegio de Señoritas, en el antiguo Paseo de los Estudiantes de San José. Vivían en un pequeño apartamento alquilado y estaban comprando, con grandes esfuerzos, su pequeña casa por La Sabana.
Un buen día de 1967 le llegó un sobre postal a mi padre, remitido desde París. Aparte del Premio Nobel de 1967 y del Premio Lenin para la Paz de 1966 (tantos años de exilio y dedicado oficio de escritor habían, por fin, fructificado), el PEN Club Internacional también le había dado por esos meses otro reconocimiento, acompañado de US$ 500 dólares de la época, quizá US$ 5.000 de hoy día.
Venía con esta nota:
«Querido Chocho [así se llamaban entre ellos]. Sé que estás sacando amplia familia adelante, con cuatro chochitos que dar de comer y una linda mujer, la cual no te mereces. Pues allí va este cheque que, sin duda por equivocación, estos señores del PEN Club me han remitido. Abrazo extendido, Miguel Angel».
Y venía el cheque endosado. Esa suma la utilizó mi padre para ayudar a amortizar el pago de su nueva casa con mi madre, donde mis hermanos y yo vivimos toda la infancia, y donde ella aún vive. Asturias también tenía hijos por sacar adelante de su segundo matrimonio, con su esposa argentina y la vida complicada de su exilio casi eterno. Pero el dinero para él no significaba mayor cosa, simplemente un símbolo para repartir amor a la gente que quería. Su principal forma de dar amor y amistad al mundo fueron siempre sus libros, a los cuales dedicó su vida.