Nunca hay que despreciar la importancia de las historias, puesto que con su fuerza construyen lo que somos. Eso no ha cambiado en el siglo XXI, donde pretendemos vivir en una sociedad descreída. Más bien todo lo contrario. Bajo esa capa de eficiencia superficial, de suficiencia cínica, parece que hemos visto y hecho casi todo juzgando la Historia con complacencia displicente –pobres, no tenían Internet- pero estamos hambrientos de mitos.
Ya en la antigua Grecia, se utilizaban estas historias fantásticas para explicar lo inexplicable: la vida y la muerte, la creación del mundo, el conocimiento, las artes, la guerra, las instituciones, las ciudades, las cosas. De esta forma, aplacaban la ansiedad y sabiamente, a través de la construcción de estas historias, se afirmaban como comunidad frente al caos.
Progresivamente, hemos ido transformando esos mitos a través de conceder a figuras públicas cualidades extraordinarias que explican la excelencia. Los convertimos en modelos absolutos a seguir. Tradicionalmente, estas figuras se definían por destacar sobremanera en algún campo – música, literatura, ciencia, actuación- pero los estándares para la conversión en mito se han ido rebajando estrepitosamente. Hoy, para el imaginario colectivo infantilizado y utilitarista, es un mito cualquiera que salga en la televisión, tenga programa propio y mucho dinero (al menos aparentemente). O un futbolista reconocido por las masas. O un joven ejecutivo de Sillicon Valley al que creemos dotado de una inteligencia sobrehumana porque ha hecho del arte de vender – servicios, realidad virtual, lo que sea – un arte supremo que siguen las masas.
Siendo conscientes del enorme grado de conocimiento que hemos acumulado y del que estamos disfrutando en este momento –cada uno de nosotros manejamos a diario una cantidad de información que ningún otro habitante del planeta en ninguna época anterior se hubiera podido imaginar en toda una vida- también hemos dejado la inocencia en el camino. Lograr el conocimiento no es fácil, exige disciplina y firmeza de espíritu para aceptar lo que vas a encontrar. Y, en numerosas ocasiones, la vida personal de aquellas figuras que admiramos como mitos está muy lejos de ser no sólo ejemplar, sino mínimamente digna. La excelencia y la crueldad o la falta de valores pueden darse la mano en un ser excepcional que ha dejado un legado incalculable para la civilización. Ahí está la triste contradicción humana. No somos titanes como Prometeo.
De ahí que a diario se nos caigan muchos mitos. De algunos, como la eficiencia casi indiscutible como dogma de fe en el sistema bancario, ya recelábamos desde hace mucho tiempo. La realidad nos despertó con una resaca tan brutal que se convirtió en guerra psicológica por la supervivencia. Y aún continúa. De la confianza extrema y casi naif en las figuras políticas para lograr la evolución social y el progreso también hemos despertado para darnos cuenta de que lo que buscan mientras viven en un estatus privilegiado -incluso sin trabajar exiliados pero haciéndose los héroes y adalides de cualquier causa totalitaria que les pueda llenar el bolsillo como los nacionalismos- no es precisamente el bien común, sino el de sus cuentas corrientes.
¿Ideología? Cualquier sistema de valores al margen de la posesión de enormes cantidades de dinero y de estatus lujoso y confortable hoy en día es casi un chiste. No en vano Donald Trump logró ser Presidente de la nación más poderosa del planeta.
Por eso, en este caos, necesitamos más que nunca historias, mitos en los que reconocernos para poder seguir adelante. Decía el gran Joaquín Sabina que las niñas ya no quieren ser princesas –como alegoría para acabar con el mito de la perfección femenina y sus consecuencias-, pero debemos cuidar aquellas historias que dignifican nuestra humanidad para seguir adelante. Compartirlas, presentarlas y difundirlas para nuestro bien. Otro gran sabio, Carl Jung, supo ver en su día la importancia de las alegorías y los arquetipos para la salud de nuestra psique. Por eso, aceptando siempre con humildad el hecho de que somos humanos y, por tanto no infalibles, debemos rescatar los valores de dignidad, solidaridad, libertad, igualdad para conseguir un progreso real y salir de este Matrix del narcisismo y el desorden en que se ha convertido la realidad actual. Porque no se construye futuro sin presente y sin sacar lo mejor del pasado. Y la comunicación –a través de la palabra- es siempre la mejor herramienta para volver a nuestra esencia.