Existen numerosos organismos asociados a cuevas. Aquellos denominados «trogloxenos», quienes entran y salen a voluntad, pero dentro de las cuevas cumplen parte de su ciclo de vida. Entre estos tenemos a murciélagos y guácharos. Estos últimos, interesante especie descrita originalmente de Venezuela por el naturalista Alejandro de Humboldt. También sabemos de organismos «troglófílos», quienes pueden vivir fuera de cuevas, pero prefieren estar en ellas. Varios cangrejos de río, salamandras e incluso escarabajos se han adaptado a este tipo de vida. Finalmente, tenemos otro grupo, quizás el más interesante: los «troglobios».
Estos viven virtualmente enterrados vivos dentro de cuevas. Aunque normalmente ciegos, pueden moverse y ejecutar sus comportamientos y actividades eficientemente en medio de la oscuridad perpetua. Han evolucionado de manera aislada y son incapaces de dispersarse por sí solos fuera de la cueva en la que habitan, a menos que lo hagan foréticamente sobre o en otro organismo. Estas especies son, a menudo, un pequeño grupo de individuos en una cueva o en parte de ella. De este grupo conocemos poco menos de 8.000 especies, pero son tan eficientes en permanecer escondidos que seguramente existen muchos más.
Para sobrevivir en un ambiente con aire estancado, poco oxígeno, y limitado acceso a alimentos, muchos troglobios tienen un metabolismo muy lento, lo cual les permite, entre otras ventajas, vivir por largo tiempo. Por ejemplo, los cangrejos de la especie Orconectes australis, típicos de la Cueva Shelta, en Huntsville, Alabama, llegan a la madurez reproductiva a los 100 años y pueden vivir hasta 175. Muchos troglobios poseen patas largas, sus cuerpos no son pigmentados y sus ojos desaparecen. Muchos poseen setas sensoriales que les permite detectar cambios de presión de aire o temperatura, sonidos y hasta olores. La rama de la ciencia que nos permite estudiar y tratar de entender a estos organismos es la bioespeleología.
Las investigaciones sobre fauna de cuevas comenzaron en 1797, cuando por vez primera se estudiaron las salamandras Proteo (Proteus anguinus), recolectadas en cuevas de Eslovenia. Esas salamandras pueden medir entre 20 y 40 centímetros de longitud, sus extremidades son pequeñas, un cuerpo poco pigmentado, una cabeza piriforme, y respiran gracias a sus agallas externas, semejantes a plumas, las cuales se observan a los lados al final de la cabeza. Los lugareños, que los habían visto antes que los científicos, pensaban que eran bebés de dragones.
Sin embargo, las cuevas no fueron consideradas como hábitat relevante para insectos hasta 1831. En septiembre de ese año, Luka Čeč (1785-1836), guía de cuevas en Postojna, al suroeste de Eslovenia, encontró en la cueva conocida como el Calvario, un curioso coleóptero de 7 mm. A pesar de su limitada educación, intuyó la relevancia del hallazgo. Preservó al insecto y en cuanto se presentó la oportunidad se lo entregó al Conde Franz Josef von Hochenwart (1771-1844), quien preparaba la primera guía ilustrada de la Cueva Postojna. Eventualmente, Hochenwart incorporaría el insecto a su colección de objetos espeleológicos que luego formarían la Colección de Historia Natural del Museo Regional Carniolano en Eslovenia. Tiempo después el entomólogo Ferdinand Schmidt (1791-1878), experto en coleópteros, revisaría esa colección, para luego describir como Leptodirus hochenwartii al extraño escarabajo.
El estudio de las criaturas que viven en cuevas nacería en Eslovenia, pero toda la región del Golfo de Trieste, dio origen a la espeleología. Y de esa zona, en 1957, saldría el entomólogo y espeleólogo Carlos Bordón Azzali (1921-2012), para llegar a Venezuela, y de alguna manera estimular a la bioespeleología en el país.
Carlos nació en Trieste en 1921. Siendo apenas un adolescente comenzó su contacto con cuevas de la mano de un amigo quien frecuentemente estaba explorando cuevas en los alrededores. Esta actividad era considerada normal por los lugareños.
Luego de sus primeras incursiones en las formaciones kársticas de Trieste, comienza a colectar insectos troglobios. Junto a algunos amigos, aún adolescentes, funda la Sociedad Espeleológica Triestina la cual funcionaría entre 1938 y 1948.
Con el grupo comienza a desarrollar sus inquietudes de naturalista. Aunque no descuida sus estudios formales, obteniendo su Diplomado Geómetra. Nos comenta mi amigo, el entomólogo, experto en hormigas y espeleólogo John Lattke, quien lo llegó a conocer muy bien:
«Profesionalmente se formó como Ingeniero Civil con especialidad en hidráulica, pero la naturaleza era su musa. Su pasión de explorador lo llevó a incursionar en la espeleología, iniciándose con esta actividad en los carsos triestinos donde también empezó a interesarse por los insectos adaptados a la condiciones de oscuridad perpetua».
Desafortunadamente, la Segunda Guerra Mundial toca a las puertas de los Triestinos y la región es ocupada por tropas nazis. Gracias a sus conocimientos de la topografía de la región, se convierte en gran apoyo para los partisanos yugoslavos, grupo de la resistencia liderado por Josip Broz Tito (1892-1980), con la cual colaboró activamente. Además de sus conocimientos sobre cuevas de la región a la orden de los partisanos, también estuvo involucrado en la impresión y distribución de notas subversivas antinazis.
Al comienzo de la guerra, ya había colectado numerosos insectos y tenía una colección importante con insectos de las diversas cuevas conocidas de la región kárstica triestina. Intentando salvarla, la deposita en el Museo de Trieste. Desafortunadamente, al final de la guerra, no le es devuelta. No se desanima y comienza a recolectar insectos de nuevo. Para mediados de los años cincuenta ya contaba con una colección de casi 20.000 ejemplares con algo más de 5.600 especies diferentes de insectos trogloxenos, troglófilos y troglobios, así como de otros ambientes de la región.
Desafortunadamente, la guerra había, de alguna manera, exacerbado odios étnicos entre italianos, eslavos, serbios y croatas, algo que no le gustaba recordar. La guerra y sus atrocidades, consideraba, eran las mayores expresiones de la estupidez humana. Esto lo motiva a buscar nuevos horizontes. Es así como los rumbos que toma lo llevan a Venezuela, donde llegaría en 1957. Continúa John:
«En búsqueda de un sitio alejado de odios y resentimientos étnicos (...) decidió probar su suerte en otras latitudes y otro continente. La tolerancia y calor humano de los venezolanos lo impresionó tanto que al poco rato de llegar a La Guaira llamó a su esposa Nora para contarle que se asentarían aquí. Se quedó profundamente impresionado de como gente en la calle le prestaban atención y lo ayudaban a pesar de ser extranjero y no hablar castellano».
Con apenas una semana en Venezuela, comienza a buscar si existía algún grupo espeleológico. Es así como encuentra a la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales (SVCN), quienes tenían una sección de espeleología. Conoce así a Juan Antonio Tronchoni, cofundador de la sección, con quien entablaría gran amistad. Su relación con la región de Trieste, cuna de la bioespeleología, le sirve de carta de presentación.
Se une al grupo y se involucra activamente con el resto de sus miembros. Eventualmente, debido a tensiones internas entre los varios miembros de la sección, se crearía la Sociedad Venezolana de Espeleología (SVE), con una visión menos clasista y quizás más científica. Carlos, en principio no estaba muy de acuerdo con la división, previendo que el nuevo grupo necesitaría un razonable espacio físico para almacenar los ejemplares, objetos colectados, y sus equipos de exploración.
Crear un nuevo grupo presentaba otro problema. Siendo parte de la SVCN, se podían publicar los catastros o cualquier otra información generada de la exploración de cuevas en el Boletín de dicha Sociedad. Crear una nueva institución, involucraba la creación de un Boletín. Curiosamente, los primeros boletines de la nueva Sociedad los realizó Carlos, al igual que los dibujos de los primeros mapas aparecidos en los mismos.
El buen amigo, Omar Linares, reconocido mastozoólogo y espeleólogo venezolano, fue gran amigo de Carlos:
«Conocí a Carlos en la década de los 60, cuando era miembro de la Sección de espeleología de la SVCN (...) cuyo jefe era Eugenio De Bellard. Por esos años ya Wilmer Pérez y yo (que veníamos del MHNLS [Museo de Historia Natural La Salle]) habíamos explorado varias cuevas en los alrededores de Caracas y capturado fauna cavernícola (Wilmer anfibios y reptiles, y yo mamíferos, insectos y otros artrópodos) y nos enteramos que Carlos andaba en lo mismo, pero solo. Así que intentamos participar en la SVCN pero no fue posible [...]. Eugenio nos negó el acceso. Luego de un tiempo (...) Juan Tronchoni queda encargado de la Sección, y junto a Carlos Bordón, nos abren la puerta y nos invitan (y nos llevan) a las salidas de campo por todo el país! A partir de aquí nació una estrecha amistad, extraordinaria y muy productiva».
La experiencia bioespeleológica de Carlos ayudó, de alguna manera, a definir la identidad de la recién creada SVE.
Sin embargo, Carlos no se limitó al estudio de cuevas y bichos que viven dentro de ellas. Era un naturalista a carta cabal y se involucró con diversos investigadores venezolanos. Carlos Rivero Blanco, amigo común, nos recuerda sobre su primera salida de campo, en la cual compartió con Carlos:
«...mi primera salida de campo desde el Museo de Biología de la UCV en febrero de 1962, con personajes como Janis Roze, Juhani Ojasti, Charles Ventrillón, Edgar Rutkis y Carlos Bordón. … [La foto que te envío, y que aparece al final de esta nota] … fue tomada en «Isla Cuba», la isla de las Podocnemys rodeado de mis muy recordados maestros y amigos Charles Ventrillón y Carlos Bordón. Bordón desde luego estuvo colectando sus coquitos».
Carlos se establecería en Maracay, específicamente en El Limón, lo cual le permite conocer a Francisco Fernández Yépez y otros entomólogos de la región. Junto a algunos de ellos, se convierte también en miembro fundador de la Sociedad Venezolana de Entomología.
Yo recuerdo, recién llegado a Maracay en 1974 o 1975, haber visitado a Carlos luego que Francisco Fernández Yépez nos presentara. Su estudio-oficina estaba meticulosamente organizado. Yo quería ver sus ejemplares de Curculionidae, los cuales me mostró (además de otros). Su colección era impresionante. La mayoría de los ejemplares que me mostró pertenecían al Orden Coleoptera. Durante otra visita, me enseñó a construir las cajas entomológicas. Su sistema era relativamente económico y preciso. Lo visité un par de veces más, y realmente no sé por qué razón dejé de frecuentarlo. Aunque era frecuente que nos encontráramos en la Universidad o en las cominerías de Rancho Grande. Conversando con el amigo José Manuel Ayala, ingeniero, entomólogo, quien fuera buen amigo de Carlos, me recuerda:
«Carlos (...) era un hombre muy particular. Sé que no todos se sentían cómodos cuando estaban con él. Sin embargo, a mí me tenía aprecio, siempre me invitaba a tomarnos un café [...]. Él iba a Los Teques y cosechaba el café, luego lo secaba y lo horneaba él mismo, al punto que se fabricó una pequeña tostadora. Utilizó una lata de leche, le soldó en las paredes internas unas lengüetas y le adaptó un mecanismo que lo hacía girar sobre su eje. Lo colocaba sobre la hornilla y le daba vueltas hasta alcanzar el tostado perfecto. ¡¡El café era muy bueno!!»
Sin duda Carlos era un individuo con gran habilidad e inventiva. Continúa José Manuel:
«Recuerdo que un día me invitó a construir las cajas para insectos. Pues bien, me presenté con todos los materiales para hacerlo y me enseñó a utilizar sus equipos y herramientas. Me hizo la primera y yo hice las restantes 44. Son excelentes cajas».
Para Carlos, la diversidad biológica presente en tierras venezolanas le estimuló a explorar todos sus rincones. Acrecentó así su amor por la naturaleza. Su espíritu pionero y de explorador lo llevó a recorrer con su vehículo toda Venezuela y buena parte de Suramérica un par de veces. En uno de estos viajes llegaría hasta Ushuaia, capital de la provincia de Tierra del Fuego, Antártida e islas del Atlántico Sur, en Argentina. Estos viajes le permitieron demostrar su extrema creatividad, ingenio y meticulosidad. Su vehículo, diseñado para guardar y mantener en cada rincón cualquier objeto de utilidad eventual. Igualmente, su documentación detallada, con fotografías y acuciosas anotaciones en sus libretas de campo.
Era un fotógrafo casi compulsivo, su banco de fotografías incluía desde blanco y negro hasta digital. Una documentación única de sus vivencias de más de 70 años en el país. Su colección de insectos, además, tenía el gran valor de haber sido hechas en lugares que el tiempo transformaría en Agroecosistemas o zonas urbanizadas.
Sin embargo, todos los viajes realizados no opacaban su amor e interés por la Selva Nublada de Rancho Grande dentro del Parque Nacional Henri Pittier. Este era casi su patio trasero. Para aquellos que visitábamos Rancho Grande, no era extraño encontrarnos con Carlos, solo o acompañado de otros investigadores o de jóvenes estudiantes, quienes lo apreciaban como maestro y guía. Fue testigo de excepción de como varios ecosistemas naturales desaparecían y ríos cristalinos se convertían en depósitos de aguas negras. Esto lo llevó a preocuparse por la conservación, y el impacto ambiental ejercido por las poblaciones dentro y en los alrededores del Parque. Sus últimos años de vida los dedicó a concientizar sobre estos problemas, causados en buena medida por la sobrepoblación.
Sus conocimientos sobre diversas ramas de la ciencia y la tecnología eran siempre compartidos sin mezquindad. Comenta su amigo Giovanni Rivalta:
«Aveva una profonda conoscenza dei più svariati settori delle scienze naturali e, a sostegno delle proprie affermazioni, portava sempre il concreto contributo dei tantissimi testi della sua immensa biblioteca e delle sue stesse pubblicazioni. Lo studio di casa sua a El Limon - uno dei quartieri di Maracay - divenne così ben presto le meta di tanti giovani interessati all’entomologia ed alla speleologia».
Aunque algo huraño para algunos, Carlos era muy respetado por numerosos investigadores y aquellos jóvenes que se formaban a su alrededor y para quienes era una escuela viviente. John nos comenta:
«El estudio de su casa en El Limón se convirtió en una meca para muchos de nosotros quienes nos interesaba la entomología y la espeleología. El hallaba tiempo para conocernos, opinar, y aconsejar».
Carlos fue figura relevante para la concreción de las investigaciones que llevaría a cabo el joven botánico Andy Field , quien pretendía estudiar la biología de la especie Gyranthera caribensis. Fue Carlos quien le enseñó y apoyó para construir una primera plataforma. Una vez que esta ya estaba en descomposición, fue Carlos quien diseñó y supervisó la construcción de una nueva plataforma hecha con materiales perdurables. Para el año 2000, su colección de insectos llegó a tener unos 250.000 ejemplares recolectados en numerosos lugares del mundo. Contenía ejemplares paleárticos, neotropicales, africanos y asiáticos. Entre estos se encontraban unos 2.700 tipos, lo cual le añadía un mayor valor científico a dicha colección. Mi amiga Alicia Castillo, quien estuvo relacionada por algún tiempo con Andy Field y conoció bien a Carlos, me comenta:
«... tanto a Bordon como a mí nos gustaban los Ortópteros. Yo estaba en la Asociacion Americana de Ortópteros y me gustaban mucho los grillos. Bordón coleccionaba grillos de cuevas, tenía unos bichos increíbles! [...], y una vez nos llevó a Andy y a mí al lugar donde los guardaba, como un subterráneo [...]. Había fotos de cuevas y de Carlos en las cuevas, y cajitas con los grillos y perros de agua. También había unas cosas de la guerra y allí fue donde me enteré de que había estado en la resistencia italiana. Te podrás imaginar a Bordón y Andy entonces hablando de la guerra y de la paz, y de cómo el ego y el poder corroen a los gobiernos, del imperialismo, de la necesidad de adquirir tierras, y de forzar una civilización sobre otra».
Posiblemente debido a que intuía y veía llegar el deterioro político y social de Venezuela, decidió vender buena parte de su excelente colección al Museo Regionale di Scienze Naturali di Torino, Italia. Una pequeña parte fue donada a la colección entomológica del Museo del Instituto de Zoología Agrícola de la Facultad de Agronomía, de la Universidad Central de Venezuela.
Su extensa y fabulosa biblioteca quedó con la familia. Entre numerosos jóvenes que crecieron a su alrededor aprendiendo a amar a la naturaleza venezolana, quedan sus vivencias compartidas, sus consejos.
No me queda sino finalizar esta remembranza con las sentidas palabras del amigo John:
«Carlos vivió una vida larga e intensa, sus ejemplos, opiniones, consejos, humor ácido y risa pícara quedará entre nosotros por mucho tiempo más allá de su desaparición física [...]. También deja un tesoro de conocimientos repartidos entre sus colecciones, escritos y quienes logramos aprender algo de él [...]. Extrañaremos sus opiniones mordaces y sin rodeos».