Nuestra libertad personal depende de lo que podemos elegir. No de la elección misma, sino de lo que a ella lleva. La capacidad de definir nuestros objetivos, evaluar, reflexionar, reconsiderar hasta decidirnos. Pero el juego ha cambiado y esta dimensión está cada vez más controlada por la minoría, que determina y presenta las opciones disponibles, ya que controla la plataforma, el medio además de conocer nuestras preferencias e intereses. Durante la Segunda Guerra Mundial el control de las informaciones era fundamental para vencer el enemigo, pero en nuestros tiempos el control ha superado todos los límites y ya no es sólo la información disponible y expuesta, sino todo a lo que podemos aspirar, definiendo nuestro mundo y posibilidades.
Es decir, un control de las preferencias personales y del comportamiento, que ha vaciado nuestra privacidad como personas y nos ha convertido en seres completamente maleables, sin secretos personales, sin fuerza para discernir y sin intimidad, abriendo una nueva época en la manipulación, personalizándola completamente y redelineando el mercado, que antes era concebido como un lugar de encuentro entre la oferta y la demanda y ahora es la técnica de anticipar, condicionar y hacernos pasivos como un miserable rebaño de ovejas.
Esto no es un mero delirio complotista, sino su contrario, la fría realidad. Lo hemos visto en acción durante las últimas elecciones presidenciales en los EEUU y en el referéndum sobre el brexit en el Reino Unido. También en cada manipulación de los datos disponibles que determinan nuestra percepción y capacidad de elegir. En Chile, por ejemplo, han tergiversado los niveles de competitividad del país presentados por el Banco Mundial para reducir las inversiones extranjeras y poder vencer políticamente en una maniobra que puso en juego el interés nacional al beneficiar los intereses económicos y políticos de una casta que hoy puede apropiarse del litio y otras riquezas naturales, como lo hicieron en pasado y siempre con el supuesto consenso de las mayorías.
Pero el tema es más amplio y concierne sobre todo al control social. En nuestras casas tenemos refrigeradores, lavadoras, hornos, televisores, sistemas de ventilación, iluminación y calefacción programables y cada uno de ellos tiene un chip, que comunica con otros chips y pasa informaciones valiosas sobre nuestra vida privada. Estos electrodomésticos «inteligentes», que conforman el Internet de las cosas, están equipados con cámaras y conectados entre ellos y a centros de elaboración de datos en mano de desconocidos, que se benefician personalmente. Lo mismo sucede con nuestros coches y teléfonos móviles que nos conectan al mundo y a los aparatos que nos rodean y entregan detalles preciosos sobre todo lo que hacemos durante las 24 horas del día. Los libros, periódicos y revistas son cada vez más digitales y al leerlos, nos recontamos y describimos en un modo, que hasta hace poco era completamente inimaginable.
La tecnología ha hecho posible un mundo que ni Orwell había soñado. Todo está controlado y no hay esfera en nuestra vida que conserve un mínimo de privacidad y el doloroso resultado de este control externo es la pasividad, sellada con la muerte lenta de la individualidad y la protesta.
Conociéndonos en nuestras preferencias, rutinas cotidianas, intereses personales y miedos, nos hace vulnerables y fácilmente controlables, porque no somos los seres racionales que pretendemos ser, sino que respondemos inconscientemente y en manera gradual a las influencias externas que se nos presentan como creíbles y el hecho de ser tales, creíbles depende del grado de exposición. En los EEUU, antes de las elecciones presidenciales del 2016, una mayoría de votantes percibía a la candidata del Partido Demócrata como una persona corrupta e inhumana o al menos sospechaba que esto fuese un riesgo y además, la suponían culpable de actos abominables como asesinato y traición, a pesar de no haber sido jamás acusada o procesada por este tipo de delitos.
Una demostración innegable de los niveles de control de informaciones es la invitación de las agencias de inteligencia estadounidenses a no usar teléfonos celulares de fabricación china, ya que esto representaría un riesgo a la seguridad nacional. Pero no reconocen que los productores del país hacen lo mismo, atentando a las libertades personales y a la privacidad. La tecnología es un arma de doble filo y como todas las cosas tiene un precio y a veces este es demasiado grande para ser aceptado sin remordimientos.