En algún momento de la historia, imagino que un poco más allá de cuando los dioses eran mujeres, y se adoraba a la luna, y todas las figuras mitológicas se distinguían por sus prominentes mamas llenas de leche para alimentar y esa cueva llamada útero, era la cuna que albergaba la vida. En algún momento se ¿torció? el camino –bueno, no sé si ese deba ser el término-, pero poco o mucho, luego de que todo varón pagara la dote a una familia, a cambio de llevarse del círculo familiar a una mujer, garantizando de esa forma el valor de su ausencia, mucho luego de eso, parece que las mujeres dejamos de ser dueñas de nosotras y pasamos a ser una gran adenda en cualquier escenario que no sea la casa, la cocina y los niños. Y aunque acabo de resumir siglos en un párrafo, las cosas se dieron en forma compleja, pero de que ocurrió, ocurrió. Sin embargo, ¿qué pasó exactamente?
Mucho tiempo después, luego de lograr mejores horarios laborales, luego de lograr el voto femenino -por citar apenas dos ejemplos nada simples- la mujer es acusada por unos cuantos de ser responsable de la gran pérdida de valores de la sociedad actual, al dejar el hogar e irse a la vida laboral: en mi Caribe miles piensan de esa forma. Claro, no reparan en el hecho de que la mujer ha terminado asumiendo más de un rol, porque de alguna manera, y aunque eso esté cambiando, la mujer hoy día ocupa puestos laborales antes reservados solo para el hombre, ha logrado conquistas sociales y políticas, pero el hogar sigue siendo el lugar «correcto» por default para ella. En otras palabras, la mujer es de la casa y el hombre es de la calle.
Cuando los dioses pasaron de ser mujeres a ser varones, y apenas cito tal hecho como marco referencial -pero solo en esta oportunidad, porque en otro prisma este fenómeno es para nada gratuito o circunstancial-, luego de ese hecho, la mujer dejó de ser dueña de sí misma y he aquí que empieza una lucha que parece no tener final y que ha mutado de mil maneras a través de la historia. Una lucha que incluye a ambos géneros y donde los roles de víctima y victimario se van sorteando entre ambos según las circunstancias.
Para nada soy una feminista fundamentalista, solo me ha tocado ser mujer en una sociedad que demanda cómo una debe vestir, si se corta el pelo o no, cómo debería llevarlo, y donde toda mujer que decide recuperar su sentido de propiedad y ejercerlo, por supuesto, corre el riesgo de pagar un precio. Este puede ser tan inocuo como dejar de ser objeto de deseo para una mayoría que antes reparaba en ella, o tan grave como perder la vida. La mujer le pertenece a un hombre, el hombre hace a la mujer suya.
Y sí, hemos logrado cosas extraordinarias, roto barreras, se nos ha gastado la piel en ello, pero lo hemos logrado, hemos ocupado posiciones que nos fueron negadas por años y ello ha costado muchas vidas; y muchos hombres entienden y defienden la igualdad de derechos y oportunidades, sin confundirse con aquello de la igualdad lisa y llana, pues iguales jamás seremos, ni debemos serlo.
El tema es que, muy a pesar de todo lo anterior, nos siguen matando. En algún lugar del cerebro de una enorme cantidad de hombres, lamentablemente de algunas mujeres también, y muchas culturas, el cuerpo y la vida de la mujer concierne al hombre, y de no ceñirse al interés esperado, algo habrá que hacer para lograr aquello negado. Algo como violentar, transgredir, coaccionar o limitar.
Al momento en que redacto estas líneas el mes de enero apenas va por la mitad y ya van tres mujeres asesinadas en mi país. Pero el 2017 cerró con más de 200 mujeres muertas en manos de parejas o exparejas. Y muy mal contadas, puesto que en Dominicana el protocolo ha separado los feminicidios según la relación de la víctima con el asesino, sea que fue novio o exnovio, esposo o exesposo, si vivían en unión libre o si solo salían de vez en cuando.
Pero no es solo un problema de República Dominicana. En Argentina fueron 298 la mujeres asesinadas; Italia, 120; en España ha sido todo un escándalo la estadística de 44 mujeres muertas por sus parejas. Mientras, en Brasil asesinan 13 mujeres cada día. Voluntad no me quedó de seguir indagando números, cifras. Estas son mujeres, y cada uno de estos asesinatos, de acuerdo a mi consulta, guarda relación con la violencia de género, un término al que me he resistido por años y años. Por el que había armado muy bien mis argumentos y estaban llenos de lógica, hasta que una sabia mujer, en una charla muy interesante dijo algo que hizo tambalear el andamiaje de mi tesis.
Si bien es cierto que la violencia es eso, violencia, no menos cierto es que la mujer es más vulnerable de sufrirla y aquí volvemos al cuerpo, ese territorio que sella el valor y sentido de pertenencia, ese cuerpo, que debe ser castigado, humillado, sometido, como recordatorio del precio pagado por salirse de una línea trazada por su dueño. Y lo más interesante, esa relación de poder, porque la violencia de género no es más que la manifestación de un poder recuperando su terreno, rol o posición; y esa relación la ejercen contra la mujer, no solo una pareja, novio, amante. Ese poder se pone de manifiesto en dinámicas de relación con el hermano, el tío, el padre, el maestro.
Y es de género, la violencia de la que hablo ¡claro que es de género!, porque poseemos nuestro cuerpo y al mismo tiempo estamos obligados a dar cuenta de él. El cuerpo, nuestro cuerpo, se volvió, en un tiempo remoto, antiguo, en asunto político y por tanto de poder. Y cualquier cosa que la mujer haga o decida hacer con él, es una afrenta a ese poder establecido por el hombre, es una franca infracción a la norma. Y con ello va el pelo, la ropa, los zapatos, los conceptos de feminidad. Esa misma norma que te indica que debes parir par ser una mujer completa. Que no se te es permitido vivir tu sexualidad plenamente sin que con ello pases por puta.
Cualquier cosa, por mínima que sea, si llama la atención de lo establecido, es una ofensa a la norma, algo así como los castillos en el aire de Cortez. No se pueden permitir y hay que evitar su proliferación y derribarlos. Cuando esta sabia mujer me dio un ejemplo sencillísimo de un hombre que entra a una casa a robar y en medio de la faena es sorprendido por el dueño, puede que haya disparos, golpes; en el mejor de los escenarios el ladrón podría darse a la fuga. Ahora cambiemos una sola variable, el ladrón es sorprendido por una mujer, o quizá es él quien da con ella, entre todo lo que puede pasar, salvo que esté armada y sin mediar palabra dispare contra el intruso, el abuso sexual por parte de este es casi seguro; es como un bono extra, porque la mujer tiene un cuerpo y él bien que puede servirse de ella a su gusto, ejercer su fuerza; incluso, puede que pase por tonto ante sus pares si saben que desestimó una oportunidad de demostrar quién tiene la fuerza y el poder. Esa noche entendí que sí, que para la violencia dentro de todas sus manifestaciones, hay una exclusivamente dirigida a un género. No es casualidad que muchas canciones digan, románticamente, en voz del hombre «quiero hacerte mía…«, «cuando te haga mía…». Y, en voces femeninas, lo propio: «¡Hazme tuya!». Sutil recordatorio.