Las relaciones internacionales mantienen algunos de sus enigmas. Quienes las analizan no sólo intentan explicar lo sucedido, sino que procuran desentrañar sus proyecciones venideras, ya que adivinar no es posible. Los vaticinios, en verdad, raramente aciertan. No obstante, hay elementos que por su repetición, marcan un cierto rumbo. Así ha sucedido en los últimos años y confirmado en el que acaba de terminar.
Hay varios, y podemos comenzar por mencionar uno significativo: el papel cada vez más determinante de los dirigentes de muchos países, a veces por sobre sus acostumbradas políticas exteriores ya conocidas o desarrolladas en el tiempo. Hoy constituyen un factor adicional prioritario. Controlan sus Gobiernos de manera evidente, acumulando cada día un poder más personalizado, en ciertos casos, cercano a la divinización, donde la ciudadanía queda sometida, sin opción de sustituir a quien los dirige, aunque protesten en las calles. El resultado es claro, tanto para el sistema internacional como para el derecho, que se debilitan y pierden la fuerza necesaria para contener estos nuevos líderes omnipotentes.
Lo anterior igualmente incide en el Derecho Internacional en todas sus expresiones, general, especializado o técnico, que también se ve afectado. Las Naciones Unidas y su sistema, creado precisamente para evitar que estos caudillismos pusieran nuevamente al mundo en peligro de una confrontación planetaria, como ocurriera dos veces en el siglo pasado, lo basaron en el equilibrio de la seguridad colectiva. Si bien con grandes imperfecciones, nos ha librado de una nueva guerra mundial, haciendo que el derecho se expanda y abarque todos los campos de la convivencia internacional.
Estos parámetros han sido, en buena medida, superados por ciertos gobernantes, que muestran una creciente impunidad y belicosidad en diversos campos de acción exterior. Desprecian sus cancillerías y su diplomacia, ya que se interrelacionan directamente por tuits personales, donde evidencian su íntimo pensamiento. Naturalmente el resultado queda a la vista, y el sistema internacional se resiente, obligando a las Cancillerías a dar explicaciones y procurar reponer el sistema dañado.
Si algunos dirigentes mundiales simplemente no se entienden, o rivalizan constantemente, la diplomacia bilateral o multilateral reflejada en los Organismos del Sistema, muy difícilmente podrán servir de lugar de encuentro y solución de conflictos. Por el contrario, terminan siendo lugares de confrontación y de profundización de las divergencias creadas por sus autoridades, y muchas veces, personalizadas por sus máximos representantes.
Cuando un Jefe de Estado se confronta a otro, no hay sistema ni diplomacia que pueda enmendar dicha confrontación. De ahí a tomar decisiones ajustadas al derecho o a las relaciones internacionales, como medios de comprensión mutua, luego de tanta provocación insensata, resulta sumamente difícil aplicarlos. No es fácil aceptar o perdonar un agravio, repetido y con un destinatario preciso. Seguramente contestado rápidamente por otro aún más insultante. Simplemente, los liderazgos en que el poder se ha acumulado y extendido sin control, pueden desembocar en acciones violentas, ya no relativas a la causa que pudiere motivarlas, sino que en respuesta a orgullos personales heridos de manera irreversible.
En lo interno, estos personajes procuran perpetuarse, a toda costa, por presión o manipulación de democracias sólo formales, donde su característica más esencial, la opción de opositores de acceder al poder y producir alternancias, simplemente no existe. Permanecen en el control de sus pueblos, mediante la reducción, y a veces la aniquilación, de toda oposición que pudiere amenazarles. Con el tiempo, ya no mantienen el poder por ejercerlo, sino que muchas veces, por el temor de perderlo y terminar encarcelados o ajusticiados. ¿Un nuevo síndrome monárquico, tal vez?
Los encontramos en todos lados y no es necesario individualizarlos. Son una nueva tendencia internacional que podemos apreciar, por desgracia, en varios continentes.