¿Son las redes sociales un reflejo de lo que somos? ¿O más bien son un problema para nuestra autoestima y, más aún, para la convivencia social? Son preguntas que, de un tiempo a esta parte, nos estamos haciendo con más frecuencia. Porque, las redes sociales llegaron a nuestra vida de la mano de la tecnología para prometernos un mundo conectado, donde sentimientos, trabajo, ocio, servicios y relaciones sociales se unían en un clic para hacernos más felices.
La relación con ellas empezó, como los primeros amores adolescentes, llena de curiosidad, entrega e inocencia. Pero ya estamos en la era 4.0, llevamos recorridos más de 10 años desde sus inicios – Facebook empezó como página para que los estudiantes de Harvard pudieran compartir contenidos de forma más ágil y sencilla – y podemos comprobar que en la convivencia con ellas esa relación si bien no se ha desgastado si ha quedado un poco mermada de confianza. Evolucionó desde una herramienta útil, rápida y visualmente atrayente con la que poder mantener contacto y hablar con amigos o personas alejadas en tiempo y espacio a ser un escaparate aspiracional. Y un escaparate es un imán que puede atraer lo bueno y lo malo a las miradas de quien se acerca.
En esa relación platónica, muchos llegaron a creer que su utilización nos haría incluso más inteligentes y eficientes, pero la realidad es que como seres humanos nos ha ido despojando – como una pareja dominante – de nuestra identidad. Porque este idilio cada vez se va pareciendo más a una relación tóxica.
Con ejemplos tangibles, podemos ver esa influencia: la versión marketiniana de vidas felices y perfectas en eternas vacaciones ha llevado a muchos casos de depresión debido al choque comparativo con la realidad, en el caso del acoso escolar los casos se han recrudecido sin la salvaguarda de tener un lugar de intimidad donde esos niños o adolescentes puedan refugiarse del maltratador y la tiranía del like ha llevado incluso al suicido, como en el caso de la instagramer y modelo argentina Celia Fuentes. Mención aparte tienen los «odiadores» profesionales que se dedican públicamente a sacar a la luz todas sus frustraciones a través de la vejación o el insulto. Aunque suene incluso cool no es especialmente interesante ser un amargado de toda la vida. Más bien da lástima.
Quizá si les hablo de Chamath Palihapitiya les venga a la mente la imagen de un hindú sigh con turbante. Nada más lejos de la realidad. Si les digo que fue durante cuatro años clave (2007-2011) vicepresidente de Crecimiento Orgánico a Nivel Internacional de la red social por antonomasia, Facebook, seguro que atrae su atención. La labor excelentemente llevada a cabo por el señor Palihapitiya se centraba en conseguir contenido viral y ganar en adeptos que entraran en el juego social. Y vaya si entraron.
Ahora, casi 11 años después, ha llegado a afirmar que se siente culpable de la evolución que ha tenido su propio trabajo al convertirse en una herramienta de desinformación, de confrontación social que está destruyendo la sociedad tal y como la conocemos porque está programando nuestros comportamientos y cambiando radicalmente la forma en la que nos relacionamos. Afectando especialmente a aquellos que se consideran intelectualmente superiores o más capacitados, pues son ellos los que primero entran en el juego por curiosidad y lo asumen por hábito.
En esa relación nosotros somos también parte activa puesto que exponemos libremente nuestras vidas bajo un prisma de pseudoperfección sólo por un sentido de recompensa a corto plazo – la dopamina que generan los likes –de falso reconocimiento. Nos deja sólo la ansiedad del «qué tengo que hacer ahora para conseguir de nuevo ese resultado».
¿Cuál es la solución? Quizá no hay una solución única, pero si una solución razonable. Para empezar, muchos prebostes de la industria digital llevan a sus hijos a colegios en los que escriben con papel y lápiz – ¡horror!- . El propio Steve Jobs controlaba el tiempo que sus hijos pasaban en el ordenador. Según nuestro buen amigo indio, un avispado y experimentado empresario que ahora está centrado en negocios de inversión en proyectos comprometidos con la extensión de una educación de calidad y la preocupación por el medio ambiente, no podemos controlar lo que hacen otros, pero sí lo que cada uno hace. Y el primer paso es, definitivamente, entrar menos en Facebook y disfrutar más de la vida. Llamar a ese amigo, salir a pasear, leer un buen libro, ir de cena con esa persona especial. La vida real siempre superará a la virtual. Disfrutémosla.