Con seis semanas de diferencia, Roma ha perdido a dos grandes argentinos, el músico Luis Bacalov (84 años) y el director de cine Fernando Birri (92 años). Éramos muy amigos, aunque las tres profesiones (la mía, el periodismo), nos condenaba a vidas desparramadas y de largas ausencias.
Luis y Fernando tenían personalidades muy diferentes: Luis se consideraba progresista, nunca se identificó con la militancia sionista, a pesar de reconocerse como hebreo, pero su mundo era el de la composición y de la ejecución. Todos le conocen como compositor, entre otras cosas porque fue uno de los pocos latinoamericanos que ganó un Academy Award, por su música de la película Il Postino, de gran éxito. Pero Luis era un brillante pianista, aspecto poco conocido. Le encantaba tocar y en esto era multifacético.
Recordaba con una sonrisa cuando en los años setenta colaboraba con bandas de rock, diciendo que había aprendido mucho de la experiencia. Y, en realidad, había probado todos los tipos posible de composición, de óperas a conciertos, de coros a baladas, de folklore a sonatas, de multiinstrumenistas a solistas. Y confesaba que oscilaba entre Bach y Mozart como sus compositores preferidos, mientras, a la vez, decía que todo compositor es único e irrepetible...
Nos había presentado otro argentino, Manuel Otero, un periodista también multifacético, que me presentó Rafael Alberti, ya que Manolo (Manuco para los amigos) se había convertido en pareja de su hija. En los años setenta en Roma vivía una colonia intelectual internacional que nunca se ha vuelto a dar. Roma era una ciudad abierta, serena, de gente alegre y divertida, totalmente diferente de la ciudad abandonada y tensa de hoy.
Manuco era amigo histórico de Luis y de Fernando. Cuando se separó de la hija de Rafael Alberti (que se casaría con la antítesis de Manuco, un serio diplomático español), pasó a vivir en un barco de Ibiza, dedicándose a organizar exhibiciones de arte. Su amistad con Picasso le permitió abrir el Museo Picasso de Málaga, y viajar por el mundo con sus exhibiciones. La ola de dictaduras que arrasó parte de América Latina llevó a un gran número de exiliados políticos que no querían ir a España (Franco murió en noviembre del 75), a Italia, también por la presencia de partidos políticos en los cuales militaban en sus países, como la Democracia Cristiana, el partido socialista y comunista.
Vivíamos todavía en el tiempo de las ideologías, que significaba tener una visión final de la sociedad, y un debate vivo y dinámico, hoy desplazado por la sustitución del hombre por el mercado (rígida ideología no declarada). Los líderes políticos de esta época tenían mucho interés en el mundo, algo hoy desaparecido, mientras que el mundo es cada día más interdependiente. La comunidad argentina era más chica que la chilena, la uruguaya o la boliviana y, sobre todo, menos integrada. Fernando, Luis y yo teníamos nuestro proprio círculo, que Manuco llamaba de los dos argentinos y medio, ya que yo soy medio argentino y medio italiano…
Luis me compró un pequeño condominio que yo tenía en la isla de San Salvador (donde en el 1492 llegó Colon descubriendo el Nuevo Mundo): el consideraba las Bahamas un cómodo punto intermedio con América Latina. Fernando dijo varias veces que hubiera dado un salto desde Cuba, donde iba frecuentemente (en el 1986 fundó con Gabriel García Márquez (Gabito para los amigos), la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Pero, desgraciadamente, nunca vino a visitarnos a pesar de que me había mudado a una casa más grande y tenía una habitación a su disposición.
En la primera parte de los anos setenta, yo era el director de los servicios periodísticos para América Latina de la RAI (en realidad, un corresponsal con varios periodistas y troupes). Fernando estaba muy preocupado por el destino de varios cineastas latinoamericanos, con la llegada de las dictaduras. Él, después de haberse formado en el Centro Sperimentale de Cinematografia, de Roma, con De Sica y Chiarini, había vuelto en el 1956 a su ciudad, Santa Fe, para abrir el Instituto de Cinematografía de la Universidad, y empezar su actividad de director. Me acuerdo del impacto que causó su primer documental, Tira diez, en el cual aplica el neorrealismo italiano a la realidad argentina. La miseria y la explotación eran los temas del documental. Y se ve un tren lentísimo, como eran los ferrocarriles del interior en los años sesenta que, al pasar cerca de cada pueblo, venia acompañado por algunos minutos de niños descalzos que gritaban a los pasajeros: «Tira diez (centavos)», para agarrarlos en el aire y tener así unos pocos centavos…
Obviamente con la llegada de la dictadura militar, en el 1976, el Instituto tuvo que cerrar, y Fernando volvió a Roma. Pero yo, entre los años 70 y 73, había convencido a la RAI de que realizáramos una serie de películas de directores latinoamericanos, ya que Fernando había contribuido al florecimiento de un nuevo cine latinoamericanos, desconocido en Europa. En realidad, se trataba de una operación de solidaridad, de la cual los funcionarios nunca se dieron cuenta. Viajé así por América Latina, para contratar cinco directores de cine, en un proyecto de «sueños en el cajón». O sea, la RAI, como productora, financiaba cinco largometrajes, cuyos guiones ellos tenían en un cajón, pero que el mercado no les hubiera financiado. La operación tuvo un gran éxito, ya que se trataba de películas con estilo y narración nuevos. La de Sanjnes, sobre la revuelta de los mineros bolivianos, ganó un festival de Venecia. Yo también, con gran furor de los sindicatos de la Rai, había empezado a producir documentales y encuestas con un creciente número de personal local, varios de los cuales habían sido estudiantes de Fernando. Mi carrera, a pesar de numerosos premios, se terminó cuando hice una encuesta sobre el Che, que terminé en el 1973, y llevó a mi despedida. Esto me permitió dedicarme más al desarrollo de Inter Press Service, la agencia de Prensa del Tercer Mundo, que había comenzado en el 1964, partiendo de América Latina.
Fernando estaba mucho más politizado que Luis, y sus frecuentaciones cubanas lo colocaban en una izquierda que en Italia no tenía una homologación. Era un gran defensor de la utopía. Era un maestro, en el sentido etimológico de la palabra. Siempre abierto a ayudar, a dialogar, y a escuchar, aun sin ceder en sus ideas. En los últimos años, el camino pragmático de la política, la corrupción, el creciente peso de la derecha, la vuelta del populismo, de la xenofobia, del nacionalismo, junto a una creciente desigualdad social sin precedentes, lo habían golpeado mucho. Pero su fe en el camino de la humanidad, y la coherencia con sus utopías, mantenían intacto su optimismo y su compromiso. Ir a la casa de él, era entrar en un espacio atemporal, en el cual ideas, proyectos y la certeza de un mundo mejor eran la realidad más determinante. Fernando sufrió la muerte de Luis, que era 8 años más joven. Yo le dije que el mundo de la música es un mundo abstracto (mis padres eran músicos), que no se alimentaba de la realidad, mientras que él estaba atentísimo a la marcha del mundo, y tenía una responsabilidad, que era transmitir utopía y por lo tanto tenía que vivir mucho más.
A un estudiante que le había preguntado, en una conferencia en Cartagena de las Indias, el 2014, para qué servía la utopía, le respondió: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja de dos pasos y el horizonte se avanza de diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar». Otro gran latinoamericano, el uruguayo Eduardo Galeano, encontró una definición muy parecida, y me dijo que nunca había escuchado la de Fernando. Con la muerte de Fernando, el número de los que creemos en la utopía como método de trabajo, ha mermado. Y la realidad actual quiere transformarnos las utopías en quimeras, o sea en sueños imposibles. Pero Luis, tu música queda con nosotros. Y Fernando, toda tu vida has convencido a muchos de que la utopía no sirve para realizarla, sino para marchar adelante. Estoy seguro que este legado tuyo es mucho más realista que el realismo del mercado, que tanto te enfurecía. Una linda canción de Charles Trenet, que Luis tocaba frecuentemente, decía:
«mucho, mucho, mucho tiempo después que los poetas han desaparecidos, sus canciones suenan todavía en las calles...»