Recientemente en un país latinoamericano que no quiero acordarme, los candidatos presidenciales se reunieron, en un debate inédito, en una prisión. La idea era demostrar que ellos entienden y se compenetran con los dolores del pueblo. Por parte de los 200 presos que asistieron el evento, no podían disimular su asombro y su nerviosismo ante las cámaras. Un reo llamado Randall saludó en cámaras a los candidatos, les dio la bienvenida y les pidió algo complicado: «siéntanse como en su casa».
La ironía del asunto no podía ignorarse. Para el público que los miraba en televisión los políticos y los presos se veían, en el calabozo, como en su casa. Después de que se han revelado en la región uno y otro caso de corrupción desde Brasil a México, la gente mira a los políticos como unos ladrones más.
Pero esta asociación era la más obvia. En las películas de Hitchcock, los personajes hablan mientras que la cámara, el encuadre, la iluminación o la música dicen lo contrario. La verdad no está en lo que oímos sino en lo que vemos. Cuando un personaje miente, algo se distorsiona en el set.
Para los que vimos el debate, igual que en Vértigo, teníamos dos acciones. La realidad o lo que Lacán llamó Lo Real, o sea, lo que no es parte del lenguaje, estaba escondida.
Como suele suceder, los candidatos tenían la palabra. Y esto no es fortuito. Foucault nos cuenta en su libro Vigilar y Castigar que uno de los objetivos de los encierros, ya sean hospitales, psiquiátricos y cárceles, es callar a los recluidos. En estas instituciones, son los especialistas, los académicos y los policías los que tienen la prerrogativa del habla. Los prisioneros, pues, deben estar callados y solo cuando se les solicita, dirigir la palabra.
Todo lo que decían estos políticos contrastaba con las expresiones, ruidos y exclamaciones de los prisioneros. Con cada promesa falsa, se veía una mueca, una ceja fruncida, una risa sardónica. Los reos nos comunicaban así que lo que hemos venido oyendo por casi doscientos años es una patraña. Nadie cree que podrán arreglar el país, acelerar la economía, luchar contra la corrupción y hacernos una sociedad solidaria y feliz. Tal vez una mente brillante podría hacer un pequeño avance. Pero todos sabemos que ninguno de ellos tiene esa inteligencia; si la tuvieran, no tendrían una aceptación popular de dos dígitos.
Nuestra verdadera realidad y condición estaba en los rostros de los reos. Con cada promesa, había una sonrisa sardónica; unos ojos incrédulos, un ceño fruncido. Los reos sabían reconocer las mentiras. Y poco a poco, ya no oíamos a los políticos sino que la atención era para los criminales.
Con la modernidad, el castigo físico se dejó de aplicar. Uno puede, en algunos países de Occidente, matar a los asesinos, pero no infligirles dolor. Lo más común es castigarlos con el encierro. Y aunque este último sea más «civilizado», la verdad es que, a diferencia de hace dos siglos, es generalizado. En vez de castigar a un asesino como lección para todos, ahora encerramos a miles. ¿Qué ganamos entonces, como sociedad, encerrándolos? Los metemos en calabozos, no porque consideremos que sus crímenes sean tan terribles, ni siquiera peores de los que están afuera, sino porque no queremos oírlos.
Al terminar el debate, igual que en las películas de Hitchcock, quedamos espantados: los prisioneros tal vez nos mientan sobre sus crímenes, pero saben mejor en el lío en que estamos metidos.