Busca un enemigo común, un grupo fácilmente identificable e inicia una fuerte campaña de odio y denigración, que haga sentir a los oprimidos superiores y que además les dé un objetivo para descargar sus agresiones sin que estas sean canalizadas en contra de las verdaderas causas de su miseria y subyugación.

Procura ilusoriamente que tengan un vago sentido de identidad y valor personal, sustentado en el odio y el rechazo de las nuevas víctimas. Insiste en que el grupo perseguido y discriminado no es parte de la comunidad, que estos la amenazan con infecciones, enfermedades crónicas y criminalidad, que ellos no comparten los mismos valores, que son un peligro y que además representan una invasión organizada con el fin de ultrajar y apoderarse definitivamente de la tierra que es nuestra madre patria.

Condimenta esta descripción de los parias con tonos nacionalistas y haz que ellos, los odiados invasores, sean percibidos como una terrible plaga. No sólo para el país, sino también para la familia, las mujeres, el futuro de la nación y las benditas tradiciones que la respaldan. Haz que los oprimidos locales se sientan siempre mejores, dándole a los perseguidos la culpa de todos los males, precariedades y faltas. Crea cohesión ante la idea de combatirlos y permite actos que, en una situación normal, hubieran sido, y son, completamente ilegales. Organiza grupos de ataque que hagan visible una respuesta violenta a la «invasión» y justifica estas violaciones a la libertad personal y a los derechos humanos afirmando que son una defensa a ultranza de la misma patria, y continúa hasta que muchos se sientan culpables de uno de los peores sentimientos posibles: negar toda humanidad a un semejante. E insiste siempre y con perseverancia en estos perversos temas hasta borrar toda esperanza de una migaja de solidaridad y sentimiento fraternal.

El odio es una droga que hace sentir mejor a los infelices y la violencia organizada compromete al grupo sin dejar abierta ninguna posibilidad de retorno a lo que podría denominarse civilización e integridad personal, porque cuando la gente se ensucia las manos con sangre ajena, ya no tiene otro destino que ahogar en su propia ignorancia, falta de valores y maldad, convirtiéndose en todo lo que han tratado cruelmente de eliminar y así, el pobre oprimido, después de un delirio omnipotente, vuelve a sumergirse en su gris y despreciada realidad con el estigma en la frente de ser y haber sido un criminal. Un tonto útil para otros, que sin remordimientos han jugado con su capacidad de sentir, pensar y actuar, mostrándolo ante los ojos de todos como una bestia desprovista de moral.

Esta es la triste y sucinta realidad que hemos visto repetirse una y mil veces en una lucha desigual. Los del norte contra los del sur, los del este contra los del oeste, blancos contra menos blancos, morenos y mestizos contra indios, mulatos contra negros y estos últimos contra de su propia gente, porque el arma del odio siempre da buenos resultados a los que quieren dominar y todavía no hemos encontrado una vacuna contra este peligroso mal, que si no es combatido y superado, nos vuelve esclavos de nuestra propia incapacidad de juzgar y de actual en libertad.

Hombres,
que como las hojas
van donde el viento
los arrastra.

Siguen la ruta
ya trazada de sus días
desapercibidos
pasan.

Y al caer la tarde,
cuando el sol se apaga
con ojos cansados
vuelven la mirada.

Y entre sus pasos ven
ocasiones perdidas,
lágrimas en vano
derramadas.

Hombres,
que como las sombras,
sin haber vivido,
pasan.