En Estados Unidos, tras la abolición de la esclavitud en 1865, el racismo que la había justificado no transmutó, como en América Latina, hacia formas más sutiles. Por el contrario, cobró un carácter abiertamente explícito, confrontador, violento, exacerbado; orientándose hacia lo que Michel Wieviorka en su libro Racismo y exclusión denominó racismo orgánico, donde el racismo tiene instituciones que lo postulan, discursos propios e ideología, pero también hacia el racismo oficial, es decir, cuando el Estado lo asume como ideología propia.
La segregación racial se instauró con las leyes de Jim Crow en los Estados Unidos posterior a la abolición de la esclavitud, con el propósito de detener el avance de los derechos de la población afroamericana ante el temor de la población blanca de ver disminuido el monopolio de poder económico, político y social que se habían asegurado durante el periodo colonial esclavista. Los crímenes, la violencia, el asesinato y la humillación vivida por los afroamericanos no desapareció con la abolición de la esclavitud, por el contrario, se intensificó, masificó, institucionalizó y legalizó con el régimen de Jim Crow.
De este modo, las leyes de Jim Crow proveyeron al racismo norteamericano de un marco legal y constitucional para el pleno ejercicio de la dominación de las minorías ejercida mediante la violencia racial: asesinatos, linchamientos, violaciones, golpizas, amenazas, intimidaciones verbales y físicas, despidos, desalojos, ejecuciones extrajudiciales, brutalidad y abuso de poder policial, vigilancia, encarcelamientos, represión, entre otras prácticas que permitieran desarticular cualquier intento de transformación del statu quo establecido.
No obstante, el proceso de ilegalización de la segregación y el racismo explicito tras la aprobación de la Ley de Derechos Civiles y la Ley de Derecho al Voto a finales de la década de los 60, no obtuvo los resultados esperados, por el contrario, favoreció bajo un discurso posracial la emergencia y desarrollo de otros mecanismos y estrategias que permitieran mantener una estructura desigual y de dominación; en una sociedad donde el racismo y su expresión en las prácticas segregacionistas -en términos weberianos- ya no era legales pero continuaban siendo legitimas.
En la sociedad estadounidense actualidad la situación no es muy distinta. Si bien ya no pueden explícitamente negárseles sus derechos a los afroamericanos, se les limita el acceso a ellos mediante una mayor precarización de su existencia, la confinación en los guetos y su reducción a la mera supervivencia física y simbólica. La esperanza de que la elección del primer presidente afroamericano sentaría las bases para la erradicación del racismo se convirtió en decepción, y esta solo contribuyó a reavivar el racismo, el rechazo al multiculturalismo, así como, la sensación de pérdida de control y poder social por parte de la población blanca conservadora.
De este modo, la criminalización, el establecimiento de racial profiling, la vigilancia policial injustificada, la mayor atribución de delitos, el sometimiento a prisión preventiva, los arrestos desproporcionados, la sobrerrepresentación en el sistema de justicia penal, el mayor número de condenas y sentencias, la imposición de penas más duras, la brutalidad policial, el asesinato de afroamericanos y el aumento de los crímenes de odio, vuelve a ser una estrategia para impedir el desarrollo de los afroamericanos, política que además encuentra amparo en el discurso estigmatizador y criminalizador de las minorías mantenido por el presidente Donald Trump.