A todos los padres de hijos autistas y minusválidos
Wolfgang Amadeus Mozart escribió esta sonata en 1788 y la llamó Pequeña sonata para principiantes (Kleine klavier Sonate für anfänger). Hoy es conocida como Sonata fácil, aunque te recomiendo que no te tomes muy en serio eso de fácil. Los que saben –la música es una de mis lagunas más importantes– dicen de ella que sus «perfectas dimensiones en todos sentidos, le dan a esta sonata una profundidad particularmente difícil de interiorizar».
Tatiana nació en 1985. Fue muy difícil comprender las razones por las cuales, desde el día de su nacimiento, nunca se comportó como una niña «banal». Banal fue el término utilizado por Madame Sarfati, la psiquiatra que años más tarde me anunció el autismo de mi hija. Los niños «normales» son «banales», me dijo, los autistas son diferentes, especiales, únicos, incomparables. Por eso cuesta un mundo llegar a conocerlos, y comprender su silencio, su dificultad para comunicar, su extraño comportamiento, su aparente ausencia de emotividad y de afección.
Como cualquier ser humano, precisó, los autistas disponen de todos los elementos que permiten comprender el mundo, pero no tienen los planos que permiten organizar ese mundo en su cerebro.
Tatiana nació prematura, y pasó más de un mes en una incubadora, alimentada mediante una perfusión que le pusieron en el cráneo. A poco andar, los médicos nos anunciaron que, habida cuenta del resultado de los exámenes realizados, Tatiana no veía. Tatiana era ciega. Tatiana no lloraba. De modo que nos dijeron que la niña era muda. Por si fuese poco, su ausencia de reacción a los ruidos con los que intentaron obtener alguna respuesta de su parte, hacían presagiar que era sorda. Ciega, sorda y muda. Si eres padre, o madre, puedes imaginar lo que sentimos al conocer esos diagnósticos. Teníamos en nuestros brazos un bebé improbable, una suerte de legumbre que convenía regar para que creciera. Pero Tatiana no comía, no quería comer. Tatiana no quería vivir. ¿Por qué? Anda tú a saber.
De ahí en adelante todo fue el camino de la cruz, el recorrido del combatiente, la penitencia de Canossa. Sin renunciar jamás al deseo de sacarla de su estado, a cualquier precio. ¿Cómo? Misterio. La ciencia médica –a la que tanto le debemos– dispone, como cualquier otro oficio, de una considerable cantidad de cretinos, incompetentes, mitómanos, arrogantes, ignorantes e ineptos con diploma.
Alguna vez tuve que permanecer con ella cinco días encerrado en el Hospital Saint Vincent de Paul de París, asistiendo a toda suerte de exámenes invasivos, innumerables pinchazos de agujas, perfusiones, introducción de sensores en sus ojos y cánulas en cada una de sus vías naturales. El bouquet fue un IRM que le provocó un pánico insostenible nada más verlo. Intentando calmarla me acosté junto a ella en la camilla que introducen en el aparato. No funcionó. Entonces, una doctora cometió un insulto a la razón y a la ciencia médica: le inyectó una pre-medicación llamada Droleptan, un calmante. No lo busques. Ahora está prohibido. Tatiana quedó tetanizada en un modo increíble, y al despertar sufrió un episodio de crisis convulsivas. Tuvieron que darle Valium por vía rectal. Sospechamos que las crisis de epilepsia que vinieron de ahí en adelante tuvieron su origen o fueron gatilladas por el Droleptan.
Dormí a su lado esa noche, o más bien no dormí, tocando sus músculos trasformados en piedra, la baba manando de su boca, dudando de lo que encontraríamos al día siguiente.
Un eminente Profesor del mismo Hospital intentó luego persuadirnos de administrarle hidrocortisona. Tatiana, dijo, tiene el infundibulum –o tallo pituitario– interrumpido (bendito IRM…), lo que perturba todo su sistema endocrino. La hipófisis comanda la tiroides, y a través de la tiroides activa las glándulas suprarrenales que producen el cortisol, la hormona del stress. ¿Ves como es fácil? De modo que sin cortisol, Tatiana no logrará despertarse, no podrá levantarse de su lecho, y será como un pulpo fuera del agua: no habrá tonicidad ninguna. En ese momento Tatiana era hiperactiva: saltaba, corría, era imposible contenerla. Como puedes imaginar, se lo comenté al eminente Profesor, haciéndole ver el comportamiento de Tatiana ante sus propios ojos. Respuesta: «Su hija es una extraterrestre».
Para entonces Tatiana veía, hablaba (no logro callarla…), y por alguna razón escuchaba demasiado bien. Tiene el llamado oído absoluto: cuando escucha un sonido, sabe de qué nota se trata. Lo malo es que todo ruido le impacta en el cerebro con el estruendo de una salva de artillería. Salir a la calle y escuchar ruidos de automóviles, de aviones, de frenazos, los cantos de los pájaros, los gritos, en fin, todo lo que tu ignoras y ni siquiera escuchas, le resulta una verdadera tortura.
Y, como quedó dicho más arriba, empezó a sufrir crisis de epilepsia. Si no conoces los medicamentos con los que tratan la epilepsia es mejor que no los conozcas: la lista de efectos que no sé por qué llaman «secundarios» es larga como un día sin pan. Tatiana los sufrió todos. En particular, fuertes depresiones que, en muchos casos, terminan en suicidio. Más medicamentos. Durante cuatro años vivió, o más bien no vivió, sumida en profundas angustias, en un estado calamitoso que no puedo llamar vida.
Hasta que un día decidí acompañar a Tatiana a su visita médica, dejando a su angustiada madre fuera de la consulta. De algún lugar saqué fuerzas de flaqueza para decirle al Profesor Smadja: «Doctor: si esto es lo que la ciencia médica puede hacer por mi hija, prefiero que la mate inmediatamente. Quiero una eutanasia». El médico abrió grandes los ojos, y malicié que sospechó estar en presencia de un loco. Por eso, agregué: «Durante cuatro años no ha hecho sino torturarla. Y está matándola a fuego lento, así como a su madre y a mí. En vez de tres víctimas, prefiero una sola». Al borde de una apoplejía me dijo que la ciencia estaba de su lado. Y ahí perdió. «Doctor, le dije, estoy aquí para pedir ayuda, y Ud. me la debe en virtud de la ley que condena la no asistencia a persona en peligro. En cuanto a la ciencia, no soy médico, pero soy ingeniero. Y en esa calidad sé que cuando no logro resolver algún cálculo complicado, debo renunciar al método empleado, y utilizar otro. Si no lo hiciera, no sería un ingeniero. Tal vez un médico».
Reaccionó bien. Admitió que era necesario un cambio. Y aceptó prescribir un medicamento que, a pesar de la prolongada insistencia de la madre de Tatiana, había rehusado prescribir hasta ese momento.
En dos semanas recuperamos a nuestra hija, y para aprovechar la notoria mejoría de Tatiana, le propusimos estudiar música y le compramos un piano. Lleva un año y medio en eso.
Hoy, para celebrar el día de mi cumpleaños, me tocó la Kleine klavier Sonate für anfänger. ¿Tengo que decirte que se me llenaron los ojos de lágrimas?