La gruta de Lascaux (Dordogne - Francia), posee una de las más impresionantes muestras del arte rupestre del Paleolítico. En 80 a 90 metros de longitud, entre pinturas y grabados se han clasificado 1.963 unidades gráficas, 915 de las cuales son de animales. Junto a Altamira (Cantabria, España), y Chauvet (Ardèche, Francia), constituye lo que los entendidos llaman las Capillas Sixtinas del arte prehistórico, aunque las imágenes no muestran ningún querubín.
Aun cuando Lascaux no tiene ni el atractivo de un shopping-center ni la variedad de un Mall y se diga lo que se diga no es tan exciting como Eurodisney o una final de la Champions League, hacia 1955 recibía más de 1.200 visitantes al día. El dióxido de carbono producido por los turistas comenzó a dañar las obras que el Homo sapiens sapiens pintó hace unos 15-18.000 años, de modo que, para garantizar su preservación, la gruta de Lascaux fue cerrada al público en 1963: triste fin de una oportunidad de negocio.
Se cuenta que Picasso estuvo entre los privilegiados que alcanzaron a visitar Lascaux. Al salir, los periodistas le preguntaron su opinión. Picasso, impresionado por lo que había visto, declaró: «no hemos inventado nada».
Ni el desmadre de creatividad de Picasso, que portaba al cénit un modo de pintar tras otro sin satisfacerse jamás de lo alcanzado, logró superar las técnicas y el arte que practicaron los cromañones del Paleolítico.
Por eso, entre otras razones, no me sorprendió que Bernard Maris asegurase en uno de sus libros que la Teología y la Economía no han descubierto nada en los últimos siglos. Cuestión de fe, desde hace más de dos mil años es la misma cantinela: el padre, el hijo y el espíritu santo. Amén. Por su parte, cuando a Milton Friedman le preguntaban, «¿Qué hay de nuevo?», Milton, que era un cachondo, respondía «Adam Smith», y se apretaba la tripa riéndose.
Como cualquier hijo de vecino, servidor tenía a Adam Smith (1723-1790) y a Jean-Baptiste Say (1767-1832) por los fundadores de la Economía Política. Sabiendo que aún en nuestros días la mano invisible del mercado es el dogma entre los dogmas y la política económica de la oferta la panacea universal, comprendes por qué razones ambos fulanos pesan lo que pesan.
Lo bueno de los primeros economistas es que no se hacían ilusiones con relación a la ciencia económica, la ciencia del mal y la desdicha, la dismal science, la ciencia siniestra, porque siniestro es el destino al que conducen el capitalismo y el liberalismo que ellos defendían (B. Maris). Un poco más tarde, Marx abundó en ese sentido cuando escribió: «La humanidad se sitúa fuera de la economía política, la inhumanidad adentro». Bernard Maris no fue menos, al escribir: «Todo lo que es económico es inhumano. Todo lo que es inhumano le atañe a la economía. La economía es el ámbito del horror y de la inhumanidad. El hombre nace cuando muere la economía». Como no la juego erudita, no te contaré que para John Maynard Keynes la economía era un basto horror que, afortunadamente, algún día, le cedería el paso a la cultura, al arte, a la política, a la libertad, a la felicidad.
Si te cuento estas cosas es porque hace unos días una lectora de Politika se sintió mal cuando le hice ver que los economistas son seres abominables. Yo no sabía que uno de sus sobrinos es economista, que siempre sacó buenas notas, que hizo estudios en los EEUU, que es un orgullo para la familia…
Y yo intentando explicarle que «en el mejor de los casos un economista no es sino un estafador, un charlatán que oculta bajo su palabrería, en general complicada, el objetivo impuesto por sus amos, mantener los hombres en la servidumbre. En el peor, es el policía o el prostituto del capital. Y la economía el canto gregoriano de la sumisión del hombre. La teoría del orden dominante, la ciencia del esclavismo». (B. Maris).
No soy el único gafe. Antes que yo Nicolás Guillén, en uno de sus poemas, habló del oficio del hijo de “Doña María”:
¡Ay, pobre doña María,
ella que no sabe nada!
Su hijo, el de la piel manchada,
a sueldo en la policía.
Ayer, taimado y sutil,
rondando anduvo mi casa.
¡Pasa! - pensé al verle - ¡Pasa!
(Iba de traje civil).
Señora tan respetada,
la pobre doña María,
con un hijo policía,
y ella que no sabe nada.
Karl Marx y, por qué no decirlo, John Maynard Keynes, buscaron liberar al hombre de la economía. Mal les ha ido. Hoy por hoy, no hay día de dios en que media docena de economistas no venga al púlpito, perdón, a la televisión, a contarnos sus fabulaciones, mentiras, dogmas, cifras y porcentajes que, en su retorcida calabaza, son más importantes que el ser humano.
Lo cierto es que Adam Smith, Jean-Baptiste Say, Karl Marx, John Maynard Keynes y muchos otros solo tuvieron que examinar una realidad antigua como el mundo para darse cuenta de la cloaca en la que se metían al dedicarse a la economía.
Adam Smith y Jean-Baptiste Say eran mercaderes. A ratos productores. John Maynard Keynes fue especulador, como David Ricardo. Marx fue pobre. Cuando nacieron, las técnicas de la producción industrial, del comercio, de la banca y las finanzas, los trucos de la doble contabilidad (no confundas con la contabilidad por partida doble), los monopolios, el tráfico de influencias, el conflicto de intereses, el engaño, el fraude, la estafa, el robo, la arbitrariedad, el pillaje, la explotación, el disimulo, la información privilegiada, los privilegios, la incuria, la prevaricación, las coimas, la usura, el abuso de posición dominante, la colusión, en suma, las técnicas del capitalismo, ¡ya existían desde hacía siglos!
Si vas a Provins, pequeña ciudad medioeval cercana a París, encontrarás no solo un chateaufort, amén de las imponentes murallas y torres que circundan el pueblo, sino también la iglesia basílica colegial de Saint-Quiriace, que data del siglo XII, en la que se arrodilló Jeanne d’Arc junto al rey Charles VII el 3 de agosto de 1429, y quien esto escribe hace cosa de un mes, pero no precisamente para rezar.
Si recorres Provins, caerás en Le Roy Lire, librería especializada en la Edad Media. Allí encontré dos joyas que vienen al caso: un libro sobre las Foires de Champagne que reunían mercaderes de todas las ciudades comerciantes de Europa entre el siglo XII y el siglo XV. Cada año, las ciudades de Lagny-sur-Marne, Bar-sur-Aube, Troyes y Provins organizaban el equivalente de una FISA a la que concurrían negociantes de Venecia, Florencia, Génova, Lucques, Brugge, Londres, Leipzig, Sevilla, Stettin, Cracovia, Lübeck, Barcelona, Praga, París, Novgorod y otras tantas.
Esas Ferias prefiguraron, por su influencia económica y financiera, los primeros centros financieros internacionales. Nadie se paseaba con el producto de sus ventas: ya existían las redes bancarias y los efectos comerciales, las órdenes de pago emitidas en Brugge, y satisfechas en Venecia o Londres.
Había que ver el estado de los incipientes caminos llenos de bandas de asaltantes armados, la navegación aleatoria en redes fluviales inciertas y de peajes caros, para no hablar de un tráfico marítimo expuesto a los caprichos de los vientos y al temor de los corsarios. Goscinny lo cuenta en uno de sus Astérix: un navío de comerciantes fenicios avista un barco pirata. La reflexión de un mercader lo dice todo: «¡Piratas! ¡Que mala suerte! Podrían hundirnos, o aun matarnos. O peor aún, robarnos la mercadería».
Si cada ciudad poseía su propia moneda y su propio sistema de pesos y medidas, los banqueros y agentes de cambio facilitaban los intercambios con una ciencia que ya era milenaria. El denier provinois hacía oficio de euro medioeval, y la onza troy que entonces pesaban en el trébuchet, sigue siendo aún hoy la referencia de masa mundial para los metales preciosos.
La otra joya es un libro de Jean Favier, miembro del Institut de France, ex Directeur General des Archives de France, y ex presidente de la Gran Biblioteca Nacional. Un erudito el Favier. El título de su libro lo dice todo: Del oro y las especias – Nacimiento del hombre de negocios de la Edad Media.
Su lectura ofrece, más allá de una visión estereoscópica de la vida medioeval, un compendio tan completo de trucos, trampas y pillerías, que te podrías ahorrar los aranceles de las escuelas de comercio. Harvard, The London School of Business and Finance, HEC París y otras instituciones similares son una alpargata al lado de los comerciantes de la Edad Media.
El libro es una mina de oro. Jean Favier nos cuenta que entre los hombres de negocios de la época «el grupo social se cierra deliberadamente para preservar y explotar sus ventajas». Como ves, el capítulo comienza bien. Entre las ventajas, se cuentan «las del reino o la ciudad, la del oficio organizado, el arte o la corporación». Es decir que, en el marco de determinadas fronteras, quienes ejercían el poder establecían privilegios gracias a los cuales a algunos les iba bien y a otros les iba mal, tú ya sabes cómo es eso de la libre competencia. Si no me crees, pregúntale a Piñera o, en estricto rigor, a Luksic o a Ponce Lerou.
Si competencia había, ella tenía lugar entre privilegiados de diferentes reinos, ciudades-república, o dominios feudales. Así, cada reino, cada ciudad, cada oficio, cada corporación definía reglas que dificultaban el trabajo de la competencia. «Eliminar las barreras era desaparecer», precisa Favier. Para definir privilegios, establecer barreras, construir obstáculos, era imprescindible que «el poder público tuviese la fuerza para imponerlos y, sobre todo, obtener el asentimiento, mejor aun, la connivencia, de los medios de negocios». En la Edad Media ya mangoneaba el riquerío.
Los privilegios acordados a los grandes, a los poderosos, a los peces gordos, hacían virtualmente imposible que surgiese un competidor de entre los peces chicos, «la imposibilidad para el pequeño comerciante de inscribirse algún día entre los negociantes de amplios horizontes». ¿Parece conocido?
En Venecia, en el año 1297, terminaron por cerrar la lista de las familias comerciantes que podían formar parte del Gran Consejo: de ese modo «se consolidaban las grandes fortunas, se contenían las audacias y se cimentaban las mediocridades». No era Chile, sino la República de Venecia.
Biche y Mouche, comerciantes toscanos, lograron convertirse en los consejeros más escuchados de Philippe le Bel, rey de Francia (1268 - 1314) «y se aprovecharon sin vergüenza. Se reservaron las mejores especulaciones. Acapararon la moneda real. Tomaron en concesión los impuestos de las Ferias de Champagne. La prioridad de la información que confiere la familiaridad del rey les ofreció muchas oportunidades en el comercio y la banca. Y su sobrino Tote fue el hombre de negocios personal de Enguerran de Marigny en la época en que, quien los envidiosos llamaban virrey, transformó las relaciones diplomáticas –con el Papa como con las ciudades flamencas– en un sórdido chanchullo a escala europea». De dos cosas una: en esos años no conocían el fideicomiso ciego, o bien eran expertos en la materia.
Entre los años 1298 y 1326, sin embargo, se suceden las quiebras y las crisis. «La confianza se hunde». Para restaurar la confianza parece más útil eliminar la libre competencia. «Las noveles compañías que se forman entonces prefieren entenderse para no arruinarse mutuamente. Se distribuyen los mercados, operan de consuno en las plazas bancarias. Cada compañía explota un área geográfica bien definida». Aparición –o reaparición– de los carteles. Los Papas Juan XXII y Benedicto XII bendicen las operaciones. No hemos inventado nada.
«Una de las armas de la libre competencia –dice Jean Favier– es naturalmente el secreto». Ya en la Edad Media. Lo que nos hace comprender la profundidad de la “transparencia” y los discursos sobre la simetría de la información, virtud sine qua non de los mercados perfectos en los que las barreras de entrada deben ser las mismas para todos los competidores. Palabrería hueca.
La información ya es un asset, un valor que no conviene compartir con nadie ni siquiera con los socios que contribuyen capital: «Las estructuras del capitalismo naciente –escribe Jean Favier– reflejan esta preocupación: evitar que demasiados socios conozcan la realidad económica. La práctica del depósito remunerado, que atrae y hace trabajar capitales extranjeros en el contrato constitutivo de la sociedad, excluye eficazmente del conocimiento y de la gestión de los negocios buena parte de los aportadores de capital». Bernard Madoff y las AFP tuvieron predecesores.
Mejor aun, «las sociedades en nombre colectivo y las sociedades con filiales permiten de manera más sutil la multiplicación de socios que en su gran mayoría no conocen sino una parte del negocio».
Tal ciudad, tal rey, cobra peajes en los puentes de los ríos que cruzan sus territorios, o exime de tales tributos a determinados comerciantes a cambio de una retribución. París exige de cada comerciante foráneo que “se asocie” a un parisino bajo pena de exclusión de sus mercancías. Así nació –o renació– el coimero con introducciones en palacio, el lobista, el ‘agente local’ cuyo aporte suele limitarse a cobrar –en esa época– hasta un 50% del lucro sin hacer absolutamente nada. ¿Tráfico de influencias?
A veces la ‘libre competencia’ va hasta la agresión física. Los mercaderes ingleses le pidieron a Henri VI –en el año 1449– hundir los barcos bretones o normandos para poder «dominar los mares».
Una magnífica biografía de Jean-Baptiste Colbert (1619 - 1683), –ministro de finanzas de Louis XIV y gran propulsor del Estado en el desarrollo económico de Francia–, publicada en el siglo XVIII, cuenta de la piratería holandesa en contra de los navíos mercantes franceses. Y del espionaje francés que logró apoderarse de las técnicas de los vidrieros de Murano. Libre competencia. En materia de piratería, y de espionaje, los ingleses no fueron menos. A veces vale la pena leer libros viejos. Incluso en la Sofofa.
Gracias a estas joyas de la literatura económica, a la minuciosa investigación llevada a cabo durante decenios por verdaderos estudiosos, al examen de millones de documentos comerciales dispersos por toda Europa, crece mi convicción: cuando las grandes corporaciones, las multinacionales, algún jefe de Estado, dos o tres esbirros, muchos políticos, no pocos ‘hombres de armas’, y su innumerable servidumbre, acumulan una rápida riqueza y se transforman en millonarios de la noche a la mañana, utilizan técnicas y recursos que nacieron, en algunos casos, hace milenios.
En los tiempos de nuestra dichosa modernidad no hemos inventado nada.