Vivo en un lugar donde la conducción es a la vez un arte y un juego, el de la ruleta rusa. Aquí, en la ciudad sin leyes sociales de tráfico (las de la DGT existen, aunque dentro del casco urbano e inmediaciones hay una especie de vació legal), los intermitentes de los vehículos están para adornar. Alguno pensará que estoy siendo sarcástica (o que vivo en un país muy, muy remoto), pero nada más lejos de la realidad. Los coches aquí, en Pamplona (Navarra, España), no utilizan los intermitentes. Los vehículos los tienen porque las marcas no ven rentable fabricar una línea diferente sin lucecitas a los lados para una población tan reducida, pero no porque los que van al volante vayan a usarlos (excepto cuando se equivocan al darle al parabrisas).
Una masa ingente de conductores no sabrá ni desde dónde se encienden y más de la mitad de la población admitirá que no los ha puesto nunca ni, claro está, los pondrá en lo que les queda de vida. ¿Para qué? Ya van «fijándose en los demás coches», qué más da que el resto de vehículos tenga que adivinar sus próximos movimientos. Es muy divertido, estás en el ceda de una rotonda y no sabes qué harán los coches que vienen… ¿tomarán la salida anterior a la mía y, por lo tanto, puedo avanzar? ¿O saldrán por la siguiente y si acelero, choque al canto? Una aventura constante que, si no apostásemos nuestra integridad física y los pocos recursos económicos de los que disponemos en cada viaje, sería hasta excitante. A lo mejor es que es divertido jugársela sin motivo, aunque yo no me haya dado cuenta… Tengo un sentido del humor extraño, me dicen a veces.
Quizás es que es “guay” eso de no señalar qué vas a hacer, por lo de vivir al límite y esas cosas. Debo de ser una vieja y aburrida señorona a la que, fíjate tú qué cosas más raras, le gustaría confiar un poco en sus compañeros de vía y no tener la sensación de que coger el coche en esta diminuta ciudad es un acto suicida. Pero lo es, es todo un acto de fe… en Dios, en la humanidad… qué más da si tengo muy poquita, por no decir ninguna, en ambos…
Tengo especial debilidad por aquellos que consideran serán capaces de evaporarse si no ponen el intermitente cuando van a cambiar de carril. Es como si, al evitar ponerlo, no estuvieran colándose en tu carril… Parecen decir: «No cuenta, no he puesto intermitente. Frena de golpe y ya está, ¿para qué voy a avisarte si podemos exponernos a una leche segura?». Otro grupito que me encanta son aquellos que sí los ponen pero lo hacen mal, mostrando, una vez más, que no se comprende muy bien para qué sirven estas lucecitas tan simpáticas y tan apagadas en esta ciudad. Van a salir de la rotonda pero están marcando que continúan o viceversa, señalan que van a seguir pero luego salen de golpe. Son geniales porque, al ver tu cara de desconcierto y posterior mala baba, te miran con ojitos de cordero degollado en plan: «¿Qué he hecho? ¡Si he puesto el intermitente!». Sí, guapo, pero no sirve de nada que lo enciendas a ojo, a ver si alguna vez aciertas. Casi es mejor que no lo encendáis si no sabéis para qué sirve.
Desde mi punto de vista, la comunicación entre conductores no es sólo una cuestión de supervivencia, sino también de educación y respeto. Pero, últimamente, parece más común echar balones fuera, señalar al otro o apostar por el «me sale de los…». Por qué no jactarse de nuestra ignorancia y mala educación. Por qué no reírse de cometer errores a sabiendas, desde cuándo tenemos que corregir nada, nosotros, los reyes y reinas del mambo (porque el mundo nos queda demasiado grande para nuestros pequeños bolsillos). Para qué aprender, para qué mejorar, para qué convivir. Es más fácil instalarse en la mediocridad, en el «yo lo hago así, me da igual que haya otra forma más práctica, menos agresiva, más inteligente… seguiré haciéndolo como siempre y, a ser posible, mal».
Y así, sin avergonzarse siquiera, la humanidad siguió su imparable ritmo de involución.