El cielo de Vermeer habla con su luz, sus nubes de contornos imprecisos, con sus colores pálidos, sus sombras y una profundidad claroscura que atrapa, como hablan las calles estrechas de Delft, con sus torres punteando en alto, con sus puertas de oscura madera, ventanas y murallas vueltas a los canales de silenciosas aguas. La pintura de Vermeer es más que una imagen, es un texto con voces bordeadas de colores, formas y perfiles, que describen una realidad en la realidad, donde todo resuena como olas en la playa.
Resuena el borboteo de la leche versada con las mejillas encendidas de una niña de rostro redondo y los labios cerrados, con el delantal apretado y la timidez expresada en un gesto que abarca todo el cuerpo. Hablan las manos de la costurera abstraída completamente en su trabajo, el gesto de quietud y sobrecogimiento de la enamorada que lee la carta. Conmueve el aire, los tonos tenues, el espacio geométrico, la perspectiva curiosa y sorprendente que desnuda detalles y la mirada angelical y húmeda de la niña con el arete, que juega a ser mujer en un juego que le ha robado el alma.
Vermeer descubre el espacio, la perspectiva, el momento, el aire cargado de emociones, la luz que entra y llena los cuartos y rincones y la intimidad que trasuda imágenes. Él no pinta una muchacha. Él le desnuda el alma y nos hace verla por dentro y desde fuera, porque sus imágenes hablan, cuentan, narran, deteniendo el tiempo, para mostrarnos lo que hay más allá del límite absoluto de la mirada. Versando hacia afuera, el interior de cada presencia, viva o inanimada, el ánima de cada objeto y de cada rostro, en los ojos graba el fuego que quema y devora las entrañas de la persona observada o la calma del ser absorto en su actividad cotidiana.
La llave a la intimidad es la intuición, la resonancia, la empatía y la curiosidad de tantos porqués sin respuesta o de verdades insinuadas. Sus cuadros son un periscopio en un mundo de detalles y con ellos y a través de ellos sentimos respiros, mudos suspiros, la tensión, la emoción misma, el fluir de la sangre por las venas hinchadas y el susurro silencioso de cada crujido, inexpresable con palabras.
Sus cuadros son cuentos que exploran sentimientos desde un ángulo oculto, narrados por dos ojos atentos que desvelan, de cada situación, el drama en una quietud soberana. Vermeer usó todos los colores de la paleta para pintar la luz, el aire, el espacio y, sobre todo, el cielo de Delft. El blanco, el celeste, el rojo, el gris y hasta el negro y esta fue su magia: descomponer una imagen en todos sus tonos y detalles para volver a presentarnos la realidad, pintada ante nuestros ojos para que podemos realmente apreciarla.
Cuenta la historia que el pintor preguntó a su joven ayudante cuáles eran los colores del cielo y ella respondió: «el blanco». Y Vermeer le pidió mirar de nuevo abriendo los ojos y hacerlo con calma hasta descubrir en el cielo todos los colores y tonos de la escala cromática.