Cartagena es poesía para los ojos. Poesía de la que no cansa. La poesía de Cartagena enlaza verso tras verso con facilidad y armonía descubriendo, a cada paso, un rincón más bello y con tanta historia como el anterior.
Uno avanza casi con naturalidad innata por esas calles empedradas y con muros de coral marino o pintados con esmero, y se topa con monumentos como la Torre del Reloj, testigo obligado de la venta de esclavos africanos que se llevaba a cabo en su vecina Plaza de los Coches; y la Puerta de Entrada a la ciudad, que separa Getsemaní de la Ciudad Amurallada –el barrio de los esclavos y el de los adinerados, respectivamente, allá por 1500 y pico-, y por donde entraban y salían todos los productos del entonces importantísimo puerto comercial que era esta ciudad.
Cartagena también es poesía para la nariz y el paladar. El olor a salitre y humedad te empujan a lo más profundo del Caribe, donde el coco predomina en los platos tradicionales como la “Sopa Caribe”, el “Mote e’ queso” y el “Arroz de Coco”; el ajo en la “Posta Cartagenera”; el plátano en la “Cabeza de gato” y la lima en los innumerables ceviches. Todo ello se puede degustar en “La Cocina de Pepina” en Getsemaní, restaurante turístico hasta la médula, pero con la seguridad de que despertará papilas gustativas que uno no sabe que tiene.
Caminando por las calles, especialmente por la Avenida Venezuela, casi a la altura del Baluarte de San Pedro Mártir (donde se puede divisar la estatua de La India Catalina, mediadora entre españoles y tribus indígenas en el siglo XVI), se pueden probar las arepas en diferentes versiones (tortilla de masa de maíz molido o de harina de maíz precocida que puede ir rellena de queso, de huevo, o de todo un poco), el dulce de tamarindo, el mango verde con sal y limón, los raspados (hielo raspado con siropes de colores) y las exóticas frutas.
Casi sin querer, la ciudad hace tropezar al transeúnte a eso de las 6 de la tarde ante un espectáculo inigualable: el atardecer cartagenero desde las murallas. El espectáculo que, a modo de culmen de esta poesía, te deja sin habla por un instante y te arranca tu mayor sonrisa aunque la tengas muy perdida.
Pero no acabemos ahí, por favor. Todavía falta satisfacer el oído con el viento imparable, el ajetreo de la ciudad –o el silencio de los domingos-, el casi susurro del mar y sus aves, la Champeta (música típica de Cartagena que proviene de los afro descendientes, y va adornada con letras de marcada lucha social), el tacatá de los coches de caballos, y el acento costeño “golpeado” que marca las “pes” y no pierde esa alegría colombiana.
Sin embargo, la poesía se amarga para algunos cuando abandonan las murallas de la ciudad y se adentran en la otra Cartagena. Primero se topan con Getsemaní, barrio menos mantenido y más auténtico en el que la pintura de las paredes se desconcha por la humedad y cae a un suelo desigual, donde los habitantes colocan sus sillas de plástico para pasar la tarde acompañados de música y por esos turistas que abarrotan las calles.
En este barrio se mezclan las nacionalidades por doquier y, al contrario que en la Cartagena intramuros, se encuentra un ambiente menos preparado y más auténtico. Aunque con restaurantes con cartas en inglés, locales de baile asestados de extranjeros y vendedores ambulantes que se hacen de oro con los precios especialmente altos que instauran para los foráneos.
Cartagena, la niña bonita del siglo XVI, la hija predilecta –y quizá favorita- del Caribe, tiene varias caras que la hacen la perfecta poesía por un lado y la perfectamente desconocida para el visitante por el otro.
Más allá de Getsemaní y Bocagrande (este último con Centros Comerciales, playas de ciudad, tiendas internacionales y edificios altos modernos), se encuentra la enorme Cartagena. Aquella que los turistas desconocen por miedo, inseguridad o falta de interés turístico. Es esa Cartagena pobre y delictiva donde viven esos trabajadores de los hoteles y restaurantes de la Cartagena intramuros.
Una vez más encontramos esos contrastes latinoamericanos, quizá fáciles de mejorar pero de cambio políticamente imposible, que se pueden vislumbrar desde lo alto visitando el Castillo de San Felipe de Barajas. Este castillo amurallado cuenta con una gran historia, pasadizos, conquistas de piratas y 360 años sobre sus muros (entrada de precio elevado y recomendable audioguía que se paga aparte).
Si se quiere tener una visión de la ciudad con mayor ángulo, se puede obtener desde el mirador del Monasterio de la Popa, en el punto más alto de la ciudad y al que se llega en taxi pasando por zonas no tan arregladas. Si uno prefiere adentrarse por esta enorme Cartagena sin monumentos, mejor vaya de la mano de un buen conocedor y olvídese de la poesía políticamente correcta de la que hablábamos hasta ahora.
Sí, Cartagena te conquista el alma, te la rompe en pedazos y te la devuelve reconstruida, y tú sales feliz de ella. Es seguro que Cartagena es poesía para los cinco sentidos (con todas sus partes) y más que probable que no te deje indiferente.