Cuatro letras. Dos sílabas que apenas cuesta un segundo para pronunciarla y cientos de segundos para explicarla. Una palabra que en mí evoca tanto admiración como rechazo, tanto grandeza como pequeñez. A veces un amor irracional, a veces odio descarnado. Una ciudad -cómo probablemente muchas en el mundo- en la que reside una heterogénea población de personas que conviven sin conocerse, donde algunos fenómenos parecen carecer de sentido en una atmósfera de absurdo casi kafkiano, a veces difícil de explicar.
Una ciudad de altos contrastes, donde conviven lo feo y lo hermoso, lo viejo y lo nuevo, lo austero y lo opulento. Aquí no existen absolutos. Una ciudad que, una vez librada de la influencia de Madre España, aprendió a caminar por sí misma, como un niño con pasos torpes en los inicios de su historia, logrando encontrar su propio andar y su propia identidad a lo largo de las décadas. «El Centro se parece a Madrid» suelen afirmar algunos visitantes. Bueno, no deja de ser simpática aquella comparación.
Su ubicación es perfecta, no cabe duda. La única capital de América situada a la orilla del mar. Es prácticamente una ciudad-puerto que limita con la inmensidad del Océano Pacífico y por ende una puerta al mundo, siendo la colindante provincia del Callao el lugar por donde a diario ingresan y salen mercadería lícita -e ilícita claro está- de embarcaciones de todo el mundo.
Una ciudad tan desigual en su paisaje urbanístico que cada distrito bien podría ser una pequeña ciudad por sí misma dentro de sus más de 2.600 km de superficie. Porque las bruñidas calles de Miraflores no se parecen en nada a urbanizaciones como La Victoria, lo mismo que un parque de San Isidro poco o nada se parece a uno de San Juan de Lurigancho. Y no se trata en lo absoluto de una afirmación clasista, sino de la mera observación empírica por lo que implica categorizar el complejo paisaje urbano de la ciudad.
¿Y qué decir de los limeños mismos? Dentro de la masa de los más de 11 millones de citadinos, somos mestizos por mayoría. ¿Idiosincracia? Hay mucha gente del interior del país que suele ser muy crítica con los de la capital por su idiosincrasia presuntamente hosca y arisca. Pero generalizar es siempre un pecado, entre el grueso de la población existen almas nobles en una ciudad tan grande como esta.
Pero dentro de esta amalgama de elementos dispersos, a pesar de la inseguridad y la costumbre del resguardar nuestras pertenencias con las manos dentro de los bolsillos ante la amenaza de los «choros» al acecho -mal endémico en todo el continente sudamericano- a pesar de las marchas contra los políticos de turno y a pesar de algunos días malos -y otros muy malos-, Lima de alguna forma se las ingenia para brillar y salir indemne, para exhibir una belleza única y peculiar, a veces a simple vista, a veces escondida sólo para aquellos ojos que saben observar en vez de sólo mirar. Si bien, algo que a los peruanos nos emparenta con el resto de latinoamericanos es nuestra naturaleza para vivir con intensidad tanto nuestras penurias como nuestras alegrías y descubrir la amabilidad, sobre todo en los momentos más insospechados. Por otro lado, en cuanto a lo sensorial, Lima es un festival de colores, olores y por supuesto, de sabores.
Hay calidad y cantidad para disfrutar y degustar del reconocido bon goût peruano. Desde los puestitos ambulantes (carretilleros) de anticuchos y comida «al paso» y otros de dudosa calidad, sólo para los más aventureros. Los hay para todos los bolsillos. Desde los conocidos huariques -pequeños bastiones del buen sabor ubicados en los puntos más «populares» de la ciudad- hasta los abanderados de la alta cuisine -como la «Central», multipremiado restaurante experimental considerado el mejor del mundo. Porque la comida peruana tiene ese toque hechizante que encandila a paladares tanto propios como ajenos.
Tal vez esté maquillando el retrato de una ciudad aún castigada por la incompetencia política, el tráfico hiper congestionado, con más días grises y fríos que días soleados durante todo el año, con grandes desigualdades sociales, gracias al legado de décadas de corrupción política y la desidia de su actual alcalde embustero. Pero, como a toda sombra, le toca colindar con la luz y sí, a veces la luz gana y eso es más que suficiente.
Como por ejemplo, el Circuito Mágico de las Aguas que nos recuerda que los peruanos pueden maravillar a otros peruanos si se lo proponen, con sus hologramas tridimensionales y sincronizadas coreografías acuáticas dignas del «primer mundo», además está el Estadio Nacional que recibe a más de cincuenta mil aficionados de camiseta blanquirroja cuando juega la Selección, con la ilusión siempre intacta de jugar ese Mundial de fútbol tantas veces esquivo, que se negó más veces de lo que se merecían. El Nacional también fue escenario internacional que recibió a estrellas anglo de la talla de Paul McCartney, Harry Styles o Coldplay y latinas como Marc Anthony, Fito Paez, Fabulosos Cadillacs, entre otros.
Si bien, la Lima de la clase trabajadora, es decir, la de los distritos del norte (como San Martín de Porres, Comas) el centro (como La Victoria) o el sur (como San Juan de Miraflores, Villa el Salvador) suele ser eclipsada por los distritos más costeros como Barranco, Miraflores que se llevan todos los reflectores en las guías turísticas, estos son rincones en el que reside gran parte de las fuerzas pujantes de la economía de este país. Es una ciudad con muchas carencias, con muchas amenazas a su frágil democracia -aún resiliente a pesar de todo- pero que suele ser amable con el extranjero y que pese a todos sus incontables problemas, permite un margen más amplio para un balance positivo. Si bien, existen algunos puntos de Lima que se alejan de toda su belleza urbanística, bien podrían condensar su esencia, como Mesa Redonda, el núcleo comercial popular más importante: caótico, frenético y populoso, al igual que Gamarra, el emporio comercial textil más grande de Sudamérica. Y por supuesto, el Centro histórico de Lima, infaltable punto donde aún quedan viejos rezagos de la época colonial y señorío.
Pero a pesar de todo lo malo -ya sean los «choros», los nefastos políticos, la sombra insidiosa de un megaterremoto, las marchas y la inflación post-Covid- Lima puede sorprenderte de forma muy grata. Sólo basta con ubicarse en un rincón del malecón de la Costa Verde -la postal insignia de la ciudad- para observar el horizonte y contemplar un espléndido y perfecto espectáculo visual. Cuando los últimos rayos del rey astro despiden el día para teñir de dorado el océano con su mágico esplendor crepuscular, allí donde todo parece estar bien en el mundo y lo bueno prevalece por encima de todas las cosas.
¡Feliz 489 aniversario Lima!