El pasado mes de febrero salió la sentencia sobre el famoso caso Nóos, en el que la infanta Cristina, hija del antiguo rey de España y hermana del actual, y su marido Iñaki Urdangarín, estaban acusados de distintos cargos por delito fiscal, blanqueo de capitales, tráfico de influencias y un largo etcétera.
Como todo el mundo sabía o esperaba, la infanta Cristina salió absuelta aun cuando se tenían pruebas de sociedades para el blanqueo a su nombre y documentación variada que la implicaba, pero no importaba, ya que ella tenía la mejor defensa posible. En cambio su marido ha sido condenado a seis años y tres meses, de los que dudo a nivel personal que cumpla alguno.
La realidad es que la infanta no es la única que se libra de ser encontrada culpable por estafa o apropiación indebida o complicidad en algún delito. Sería el caso de Ana Mato, exministra de Sanidad, que en la época que su marido era alcalde de Pozuelo de Alarcón se dejó cuidar por la trama Gürtel, pero el Juez Ruz admitió como válido que ella no sabía nada de los Jaguar, Porches o Range Rover que iban rotando por su garaje, o de los bolsos de Vuitton que iban rotando por su brazo, o de los 50.000 en viajes y alojamientos o de los disparadores de confeti que compraba no se sabe con qué dinero, al menos eso decían las facturas que presentó.
Otro caso es el de Ana María Tejeiro, la esposa del también acusado Diego Torres, el cual sí ha sido condenado a 8 años y medio de cárcel. Todas decían lo mismo: yo no sé nada, no me acuerdo, esos asuntos los llevaba mi marido. Esa era la única defensa, no había otro argumento ni otra manera de explicar que Ana María también perteneciera al Instituto Nóos, no había modo alguno de explicar que la infanta Cristina moviera dinero de la sociedad Aizoon a su cuenta personal con una tarjeta de crédito, que decir que eran poco menos que tontas. Fue el propio Juez Castro quien, poco después del fallo del jurado, dijera en unas declaraciones a un periódico que el tribunal había dictaminado que «la infanta Cristina era una mujer florero».
Es una respuesta indignante que simplemente queda ahí, se permite como si fuera un mantra social, pero se pronuncia una y otra vez porque funciona. No importa que la infanta Cristina se enriqueciera con dinero público porque el discurso patriarcal que deja a las mujeres relegadas a un segundo plano en los “asuntos importantes” es el que tiene que calar.
Da igual que sea creíble o no la excusa de que una licenciada en Ciencias Políticas, con un Máster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Nueva York, que hizo sus prácticas en la Unesco en París, con cursos y seminarios por todo el mundo, que trabaja en una entidad financiera a cargo de programas internacionales pueda decir, como si quisiera aparentar ser una ama de casa sin estudios de principios del siglo pasado, que ella no sabía nada, que esos asuntos económicos son de hombre; da igual que sea creíble, porque lo que importa es lanzar el mensaje.
Lo que se consigue cuando un juez, un jurado o un tribunal admite como lógico y veraz que una mujer no esté al tanto de los asuntos económicos de la familia y de las empresas que están a su propio nombre es precisamente eternizar un modelo de machismo estructural, ya que nace de las instituciones, es incuestionablemente un precedente judicial al que agarrarse y que puede existir porque la sociedad no descarta en el fondo que eso pueda ser en parte verdad, desea que así sea.
Este asunto no hay que mirarlo solo desde el punto de vista de las presiones que seguro ha recibido el fiscal para actuar como si fuera defensor de la hermana del rey, en lugar de la persona que tenía que estar acusándola, y negarse a ver delito en sus actos; este asunto precisamente hay que tratarlo desde más profundas razones, el porqué de que se crea veraz la estupidez de la mujer y se pueda recurrir a ella como defensa y, además, ganar.
Pero sólo en el caso de mujeres ricas, mujeres con poder, con acceso a delitos más sofisticados, en posiciones de influencia y de influenciar en distintos estamentos, las que precisamente se defienden de sus delitos con la estrategia de la mujer florero. Son mujeres que no han tenido que vivir precisamente episodios tan evidentes de opresión o exclusión machista, aunque también tengan sus techos de cristal, porque el dinero les abría las puertas que necesitaban, las que tiran tierra a la lucha feminista por no tener el valor de admitir que robaron estando en esos puestos de poder.
Otras como Maite Zaldívar o Isabel Pantoja sí pasaron por la cárcel, porque, aunque también esgrimieran en sus juicios que ellas no sabían nada porque sólo eran una “mujer de”, lo cual era verdad, las pruebas sobre sus actos eran aún si cabe más evidentes que los movimientos de dinero de la infanta Cristina en sus cuentas bancarias, según dice la justicia.
Creo en la justicia porque existe, pero como concepto social, no como ideal. La justicia no existe más que en una convención de reglas que las sociedades se imponen para regular no sólo lo que constituye un delito, sino que, vista así, es la representación del modelo mismo de sociedad que se busca y se permite.
Que una mujer en un juicio por enriquecerse con dinero público pueda decir que no sabía nada, que esos asuntos los llevaba su marido, sin que esa actitud represente en sí un desacato o, incluso, un agravante de su condena por intentar librarse con argumentos perversos que dañan a todas las mujeres en el mundo entero, constituye una perfecta representación de nuestra sociedad que trabaja con una expectativa machista subyacente.
Constituye un precedente social que da veracidad a un postulado patriarcal, es la visión en tecnicolor de toda nuestra sociedad reflejada y aceptada, con un calado estructural tan profundo que va desde la monarquía, pasando por el Gobierno y las mujeres en algunos partidos, a través del sistema judicial que lo avala y asentándose como un dogma en el resto de la población, que al final sólo ve las relaciones de poder que han podido hacer que salgan libres, que también son importantes y muchas, pero no que esas mujeres se hayan vendido y acogido a una fantasía machista que cualquier juez o cualquier fiscal aceptaría como posible, porque ellos sin saberlo también son piezas en un sistema mayor y más antiguo de dominación.
Por eso, ciertos hombres están dispuestos a aceptar esa superioridad sobre las mujeres a través de un sentimiento condescendiente, ya que sería la única forma que tienen algunos hombres de poder sentirse como un macho alfa al menos una vez en la vida.
Aceptando razonamientos en los que la mujer queda en un estatus intelectual y social inferior, se afianza y sube la testosterona del hombre que se convence de que eso es así; si un hombre simple, con complejo de beta, asume cargos en los que tiene un papel principal o la capacidad de legislar o aceptar convencionalismos de manera oficial, ese no dudará, y no sólo como parte de una estrategia, sino con una convicción profunda e inconsciente, en eternizar esa fantasía de superioridad. Además, las mujeres en altos cargos judiciales como presidentas de tribunales, muchas veces tienen que adaptarse a la aceptación de esa fantasía si quieren ser aceptadas a su vez por el resto de compañeros de tribunal, en su mayoría hombres.
Esto no sólo libera a infantas de ir a donde pertenecen cuando roban, que no es el palacio sino la cárcel; esto también libera un sutil machismo que cala hondo en la sociedad entera, que aún hoy, por desgracia, es fácil de aceptar como Real.